Antonia y los c¨®ndores
Durante varios siglos, el valle del Colca, al noroeste de Arequipa, en el sur del Per¨², vivi¨® pr¨¢cticamente aislado del resto del mundo y sus catorce pueblos, fundados en el siglo XVI por los espa?oles -la zona form¨® parte del repartimiento de indios que recibi¨® Gonzalo Pizarro, hermano de Francisco, en 1540- languidecieron fuera del tiempo y de la historia hasta que la irrigaci¨®n del r¨ªo Majes abri¨® trochas que, desde hace unas tres d¨¦cadas, lo conectaron a Arequipa. Ahora, el valle y su profundo ca?¨®n, su reserva de vicu?as, sus c¨®ndores, sus petroglifos y pinturas rupestres, las andener¨ªas que construyeron los collahuas, los cabanas y los incas y que 1.500 a?os despu¨¦s siguen usando los campesinos para sus sembr¨ªos, se han convertido en una de las principales atracciones tur¨ªsticas del Per¨².
Con toda justicia, hay que decirlo. El paisaje es deslumbrante y, aunque conviene tener los ri?ones bien puestos para resistir el zangoloteo en algunos tramos de los 180 kil¨®metros que separan el valle de Arequipa, el espect¨¢culo de los soberbios volcanes, los nevados, las punas con sus recuas de llamas y guanacos, las bell¨ªsimas vicu?as de la reserva de Aguada Blanca, as¨ª como el descenso del ub¨¦rrimo valle al que las lluvias recientes han esmaltado con todos los matices del verde, compensan al viajero con creces de cualquier incomodidad.
Los catorce pueblos del Colca son una curiosidad hist¨®rica ¨²nica. En ellos los tres siglos de vida colonial se han preservado casi intactos: ah¨ª est¨¢ la plaza mayor, las calles tiradas a cordel, las casas construidas seg¨²n las disposiciones del virrey Toledo cuando orden¨® las reducciones (o concentraciones) de ind¨ªgenas, con sus muros de piedra volc¨¢nica (el sillar) y sus techos de paja, aunque ¨¦stos comienzan a ser reemplazados por la calamina. Y se conserva, sobre todo, el ritmo pausado de esa vida que parece intemporal, marcado por las faenas agr¨ªcolas y el cambio de las estaciones.
Las catorce iglesias, cuya f¨¢brica es del siglo XVI, aunque casi todas fueron remodeladas y acabadas en los siglos XVII y XVIII, son una pura maravilla. Cuando yo vine al Colca la primera vez, hace un cuarto de siglo, muchas de ellas estaban muy deterioradas por el tiempo y los terremotos y varias parec¨ªan a punto de desplomarse. Pero ahora, gracias a la Cooperaci¨®n espa?ola, van siendo restauradas con rigor hist¨®rico, buen gusto y la activa participaci¨®n de los vecinos, a quienes se capacita en las t¨¦cnicas de la restauraci¨®n, a fin de que se involucren psicol¨®gica y afectivamente en la reconstrucci¨®n de su patrimonio arquitect¨®nico y art¨ªstico. Emociona comprobar el entusiasmo y el orgullo con que las muchachas y muchachos campesinos de los pueblos de Ichupampa, Maca, Coporaque, Yanque y otros muestran a los forasteros la t¨¦cnica que emplean para retirar el revoque de los muros y sacar a la luz las pinturas escondidas bajo las capas de yeso y cal o para limpiar y reparar los retablos e im¨¢genes arrebosados de polvo y de mugre. La iglesia de Lari, totalmente rehabilitada en todo su esplendor, es tan bella, con su profunda c¨²pula, sus barrocos altares mestizos y la suave luz tamizada por las piedras transl¨²cidas de Huamanga que se desparrama por su vasta nave, que ella sola justifica el viaje al Colca.
Ahora bien, si tengo que quedarme con s¨®lo dos de las maravillas de este rinc¨®n de los Andes, me quedo con los c¨®ndores y la madre Antonia. El c¨®ndor es el animal mitol¨®gico por excelencia de casi todas las culturas peruanas prehisp¨¢nicas y su majestuosa figura de tres metros de largo cuando tiene las alas desplegadas, su plumaje pardo y negro con manchas blancas en la pechera y en las alas, surca los espacios de tejidos, huacos, muros y, aqu¨ª en el Colca, de cavernas y grandes rocas con petroglifos a los que se calculan varios miles de a?os de antig¨¹edad. Pero, probablemente, el ¨²nico lugar del mundo donde se puede ver a los c¨®ndores de muy cerca, hendiendo los aires, dej¨¢ndose ascender o bajar o arrastrar al comp¨¢s de las corrientes, sea en los miradores naturales que existen en los escarpados flancos de estas monta?as. Los c¨®ndores vuelan muy alto y se espantan con facilidad cuando salen en busca de cad¨¢veres (son animales carro?eros). Aqu¨ª, en el estrecho desfiladero al fondo del cual ruge el torrentoso ca?¨®n, es posible contemplarlos, trazando sus elegantes acrobacias, a muy poca distancia, y, los d¨ªas de buen tiempo, incluso, vislumbrar su cresta carnosa, su pico curvo, su collar¨ªn blancuzco y su mirada fr¨ªa, carnicera.
Esta vez, a diferencia de lo que me ocurri¨® hace veinticinco a?os, en que vi a los c¨®ndores tande cerca que me parec¨ªa que hubiera podido tocarlos -las distancias se acortan debido a la limpidez cristalina del aire a los 3.700 metros de altura-, los vi s¨®lo de lejos, flotando en curvas entre los escarpados picachos. En la Cruz del C¨®ndor, el m¨¢s elevado de los miradores, un c¨®ndor al que la brusca llegada de las nubes espesas hab¨ªa obligado a refugiarse en uno de los andenes de la monta?a, esperaba inm¨®vil que despejara algo el cielo para proseguir su vuelo. Era un espect¨¢culo dram¨¢tico el del gran p¨¢jaro en esa saliente, paralizado por el mal tiempo, oteando con alarma la espesa neblina, temblando de zozobra sin duda por la cercan¨ªa de nosotros, los observadores, sin atreverse a lanzarse a volar entre aquellas densas nubes que podr¨ªan confundirlo y estrellarlo contra las filudas paredes de la monta?a.
Cuando yo la conoc¨ª, en mi primer viaje al Colca, en 1981, la madre Antonia llevaba ya doce a?os en Yanque, uno de los principales pueblos del valle. Era un personaje conocido en toda la regi¨®n, protagonista de una fosforescente mitolog¨ªa. En toda la zona no hab¨ªa un solo polic¨ªa y esta hermana Maryknoll se hab¨ªa echado sobre los hombros la temeraria obligaci¨®n de defender a los d¨¦biles de los abusos de los fuertes, perseguir a los abigeos e impedir que los ladrones saquearan las iglesias o, si lo hac¨ªan, recuperar los cuadros e im¨¢genes birlados. No ten¨ªa reparos en ir a amonestar a los maridos borrachos que daban palizas a sus mujeres -ya le hab¨ªan dado algunas palizas a ella por hacerlo- o en irrumpir en las reyertas de aldeanos para impedir que los contrincantes se acuchillaran. Hab¨ªa recibido muchas amenazas de muerte, que la ten¨ªan perfectamente sin cuidado.
Me sorprendi¨® -y me alegr¨® mucho- saber que la madre Antonia estaba a¨²n en pie, y siempre en Yanque, dando la guerra de siempre contra la injusticia. Debe de ser nonagenaria, pero su energ¨ªa no ha mermado un ¨¢pice. Sigue viviendo en lo que fue la glacial sacrist¨ªa de la iglesia de Yanque y se ha encogido y subsumido al extremo de que parece una ni?ita. Calza esas ojotas de llanta de los indios y un grueso sac¨®n de rombos colorados y se ha curvado tanto que su espalda es un signo de interrogaci¨®n. Pero su risa franca, generosa, y la lucecita risue?a de sus ojos son las mismas que yo recordaba.
La fe produce a veces monstruos -los fan¨¢ticos- pero tambi¨¦n ¨¢ngeles, y no hay la menor duda de que la madre Antonia es una de estos ¨²ltimos. Naci¨® en el Bronx, en Nueva York, y despu¨¦s de hacer all¨ª su noviciado en los Maryknoll, estuvo en Panam¨¢ y en Colombia, antes de ser enviada al Per¨². Trabaj¨® un tiempo en los barrios marginales de Lima y se vino al valle del Colca hace 35 a?os, cuando llegar hasta aqu¨ª era una larga y dif¨ªcil traves¨ªa en lomo de mula. S¨®lo una vez ha vuelto a ver a su familia neoyorquina, a fines de los a?os setenta, cuando dos de sus hermanos vinieron a visitarla. Aqu¨ª, en Yanque, ha aprendido el quechua y el aymara. Tiene un espa?ol sabroso, de arrastradas erres serranas.
A comienzos de los a?os ochenta, la corriente del Ni?o caus¨® estragos en el Per¨², provocando verdaderos cataclismos en la agricultura. En los catorce pueblos del Colca el desplome de la econom¨ªa rural empobreci¨® a¨²n m¨¢s a quienes ya sobreviv¨ªan a duras penas. Entonces, la madre Antonia, secundada por voluntarios de Yanque, organiz¨® "la campa?a de la sopa", que todav¨ªa funciona. Se reparten unos 650 platos de sopa cada d¨ªa, a las cinco de la madrugada -comienzan a prepararse a las tres- a los campesinos paup¨¦rrimos, antes de que salgan a trabajar en el campo, y esa sopa es, precisa la madre Antonia, para la gran mayor¨ªa de ellos, la ¨²nica comida del d¨ªa.
Todos los ingredientes de esa sopa salen de la huerta que esta anciana incombustible trabaja con esas manos llenas de nudos y callos que ella agita de tanto en tanto en medio de una risotada. "No s¨®lo tiene verduras", a?ade, chup¨¢ndose los labios, "a veces nos cae alg¨²n donativo y podemos echarle tambi¨¦n unos pedazos de carne. Es saludable y riqu¨ªsima". Lo dice con tanta convicci¨®n que es imposible no creerle.
? Mario Vargas Llosa, 2006. ? Derechos mundiales de prensa en todas las lenguas reservados a Diario EL PA?S, SL, 2006
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