La batalla de un hombre solo
Conoc¨ª a Boris Spivacow, uno de los m¨¢s grandes editores argentinos -si no el m¨¢s grande de todos- hacia 1978, mientras yo viv¨ªa exiliado en Caracas y ¨¦l se expon¨ªa en Buenos Aires a las arbitrariedades de la dictadura militar, sin preocuparse por las consecuencias. "No tengo miedo", me dijo m¨¢s de una vez. "No tendr¨ªa por qu¨¦ tenerlo. ?Acaso estoy haciendo algo malo?". Pocos argentinos discern¨ªan entonces con claridad qu¨¦ estaba bien y qu¨¦ mal, y a miles de personas les cost¨® la vida esa confusi¨®n en la br¨²jula de las certezas. Spivacow confiaba en sus propios valores y sab¨ªa exactamente lo que quer¨ªa: poner todas las expresiones del conocimiento y de la imaginaci¨®n al alcance del mayor n¨²mero de personas. Quer¨ªa educar e informar.
En esos a?os de sordera y de estulticia, tales intenciones equival¨ªan a apuntar con un arma de guerra a la cara de los comandantes militares. El ¨¦xito de la dictadura se basaba en la ignorancia, en dict¨¢menes autoritarios que nadie osaba discutir. Con una ingenuidad de otro mundo, Spivacow desafiaba al poder todos los d¨ªas, publicando m¨¢s de 250 libros al a?o en su peque?a empresa, el Centro Editor de Am¨¦rica Latina.
Lo recuerdo muy bien. Era alto, corpulento, con una inteligencia tan vivaz y alerta que, a la menor distracci¨®n en el interlocutor, la inteligencia volaba y hab¨ªa que correr para alcanzarla. Su buen humor era inquebrantable, una incesante declaraci¨®n de vida. M¨¢s de una vez en Caracas, mientras visitaba a su hija Silvia y a sus dos nietas, llegaban versiones de que iban a matarlo apenas regresara a Buenos Aires. La gente que lo quer¨ªa le suplicaba que se fuera del pa¨ªs, pero Spivacow los rechazaba con un adem¨¢n compasivo. "No podemos dejar la cultura en las manos equivocadas", dec¨ªa. "Si no hacemos algo, cuando salgamos de esta pesadilla el pa¨ªs se habr¨¢ estancado en la edad de piedra".
En v¨ªsperas de la Navidad de 1978, la felicidad artificial que hab¨ªa deparado el campeonato mundial de f¨²tbol estaba disip¨¢ndose. La tasa de inflaci¨®n anual superaba el 160% y el producto bruto deca¨ªa a paso firme. A eso de las 9.30 de la ma?ana, el 7 de diciembre de aquel a?o, los dep¨®sitos que el Centro Editor alquilaba en Avellaneda fueron allanados y clausurados por inspectores municipales y por el Cuerpo de Caballer¨ªa de la regi¨®n. Un mayor retirado del Ej¨¦rcito que actuaba como juez federal orden¨® que los libros estuvieran disponibles para un fuego purificador y decidi¨® el arresto de 14 peones, todo bajo la acusaci¨®n de infringir la ley que castigaba a los ciudadanos responsables, "por cualquier medio, de alterar o suprimir el orden institucional y la paz social de la naci¨®n". Esas frases consent¨ªan un delta de interpretaciones, y ninguna de ellas proteg¨ªa la conciencia de los individuos.
Spivacow no durmi¨® aquella noche. Una lectura r¨¢pida de lo que hab¨ªa sucedido en los ¨²ltimos 30 meses indicaba que el Ej¨¦rcito ir¨ªa a buscarlo de un momento a otro. Su familia y quienes trabajaban con ¨¦l le perder¨ªan el rastro y quiz¨¢ nadie volver¨ªa a verlo. Como ten¨ªa el pasaporte y las visas en orden, a la ma?ana siguiente podr¨ªa haber tomado el primer avi¨®n hacia Caracas, donde viv¨ªa parte de su familia. La menor r¨¢faga de sensatez le habr¨ªa se?alado que ¨¦se era el ¨²nico camino para seguir con vida. Para Spivacow, sin embargo, la seguridad y la sensatez estaban siempre un paso atr¨¢s que las razones de conciencia.
La imagen de los 14 peones presos lo desvel¨®. Decidi¨® presentarse ante el juez al d¨ªa siguiente y explicar que ¨¦l era el ¨²nico responsable de que aquellos libros insumisos circularan en la Argentina. No necesitaban sino un reh¨¦n: ¨¦l mismo. Como preve¨ªa que, de todos modos, le har¨ªan preguntas sobre circulaci¨®n, facturaci¨®n y almacenes cuya respuesta desconoc¨ªa, llam¨® a los encargados de las diversas ¨¢reas de la editorial para preguntarles si quer¨ªan acompa?arlo. Todos aceptaron. Se encontraron a las ocho de la ma?ana en una esquina del centro de Buenos Aires, junto a la parada del ¨®mnibus 39. La idea era llegar juntos a la estaci¨®n Constituci¨®n y tomar el tren a La Plata. Entrar¨ªan al juzgado antes de las once. Spivacow llevaba un malet¨ªn con una muda de ropa, cepillo de dientes y algunos papeles. Ya que iban a detenerlo, quer¨ªa estar preparado.
Su hijo Miguel, que entonces ten¨ªa 24 a?os y era m¨¦dico, quiso estar a su lado. En buena hora, porque a 200 metros de Constituci¨®n ya todos los encargados los hab¨ªan dejado solos.
Miguel se acuerda todav¨ªa de las frases, repetidas con id¨¦ntico temblor casi en cada una de las paradas: "Boris, lo siento. Hasta ac¨¢ llegu¨¦. Ac¨¢ me bajo".
Cuando estaban por abordar el tren, Miguel le pregunt¨®: "Pap¨¢, ?no ten¨¦s miedo? Todav¨ªa estamos a tiempo de volver. Todav¨ªa pod¨¦s irte del pa¨ªs". "?Y dejar que los peones se jodan? No, Miguel, hay que tener valor para defender tus valores".
Despu¨¦s de tantos a?os, la osad¨ªa de Spivacow parece inveros¨ªmil. En el ¨®mnibus vivi¨® una experiencia que evoca la sinfon¨ªa 45 de Haydn -llamada "Del Adi¨®s"- en la que avanza la m¨²sica mientras cada uno de los instrumentos va desapareciendo y callando en la oscuridad.
Lo que sigui¨®, cuenta Miguel ahora, era impensable entonces. Spivacow entr¨® al juzgado junto a un abogado de B¨¢nfield cuyo nombre ya nadie recuerda, respondi¨® a las preguntas del mayor De la Serna y, para su pasmo, antes del mediod¨ªa sali¨® de all¨ª sin mella. Tambi¨¦n los 14 peones encarcelados quedaron en libertad.
Miguel, mientras tanto, ya de regreso en Buenos Aires, acompa?¨® a su madre hasta La Plata en un taxi donde los dos enfermaron de incertidumbre y de congoja. Nadie en el juzgado sab¨ªa el destino de Spivacow, y durante horas anduvieron de un lado a otro busc¨¢ndolo como alucinados, hasta que al fin dieron con ¨¦l donde menos lo esperaban: en su propia casa, de regreso, indiferente ante la suerte desatinada de aquel d¨ªa.
Treinta a?os despu¨¦s del golpe militar que sumi¨® a los argentinos en una forma desconocida de barbarie, la resistencia solitaria de Spivacow es una se?al de que aun entonces se pod¨ªa vivir en la oscuridad sin bajar los brazos. Aun en aquel oc¨¦ano de indignidad, la dignidad del individuo era posible. S¨®lo hac¨ªa falta coraje, voluntad, y fe en que -tal como dijo William Faulkner en su discurso del Premio Nobel- "la inextinguible voz de la condici¨®n humana no s¨®lo perdurar¨¢: tambi¨¦n prevalecer¨¢".
Tom¨¢s Eloy Mart¨ªnez es escritor y periodista argentino, autor de La novela de Per¨®n, Santa Evita y El vuelo de la reina. Distribuido por The New York Times Syndicate. ? 2005. Tom¨¢s Eloy Mart¨ªnez
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