La larga batalla de Beckett por la vida
Para m¨ª, Samuel Beckett ha sido siempre, ante todo, novelista, y despu¨¦s, dramaturgo, aunque reconozco que esta opini¨®n puede ser simplemente consecuencia de mi propia cronolog¨ªa beckettiana. Le¨ª sus novelas antes de ver ninguna de sus obras, de modo que, cuando top¨¦ con los vagabundos existencialistas de Godot, Didi y Gogo, les vi, por as¨ª decir, a trav¨¦s del cristal de sus compa?eros de las obras en prosa, y por eso adivin¨¦ inmediatamente que el Godot al que esperaban era la muerte, el gran coco al que se enfrentan tantos personajes en sus novelas, con los ¨²ltimos estertores de la vida, sus ¨²ltimas muecas y sus eructos, sus di¨¢logos desesperados y atormentados, que sirven de argumentos.
Si uno se entrega al texto, ¨¦ste se abre como una flor ex¨®tica, aunque ra¨ªda
En la comedia de estos personajes rotos y desesperados hay un rancio olor a hero¨ªsmo
En estos tiempos, respirar es un acontecimiento, y tambi¨¦n lo es pensar
Estos libros imitan a la muerte y eliminan todo lo que no es esencial
?ste es, al final, el gran tema de este gran escritor, el Yo del que no sabe nada
Cuando era estudiante universitario, rebuscar en una librer¨ªa era para m¨ª como el comer y el beber. Nunca estudi¨¦ literatura inglesa, pero amaba los libros y me sumerg¨ªa en bibliotecas y librer¨ªas como un hombre hambriento, dispuesto a devorar lo que fuera. Pasaba por peculiares arrebatos lectores en los que experimentaba con los efectos de la literatura sobre la mente, en una ¨¦poca en la que muchos de mis contempor¨¢neos trataban de abrir las puertas de la percepci¨®n con otras llaves no tan verbales. Durante un tiempo devor¨¦ ciencia-ficci¨®n, hasta que un d¨ªa, como si alguien hubiera dado a un interruptor, perd¨ª el inter¨¦s de golpe. Luego vino mi adicci¨®n a la literatura norteamericana (no s¨®lo los obligados Huck Finn y Herzog, sino tambi¨¦n otras creaciones m¨¢s extra?as, como las de Pynchon, Gardner y Hawkes) y despu¨¦s Borges, cuyas Ficciones supusieron un cambio importante en mi mente y me inspiraron el deseo de leer todo lo que hab¨ªa publicado, en austeras colecciones de bolsillo, el editor John Calder. Cautivado por los gustos aristocr¨¢ticos de la editorial de Calder, descubr¨ª La celos¨ªa, de Alain Robbe-Grillet, y detr¨¢s de ¨¦l a numerosos representantes del nouveau roman, y as¨ª, en un d¨ªa de verano, llegu¨¦ -como correspond¨ªa- a Beckett a trav¨¦s de Francia. Lo primero que encontr¨¦ fue un ejemplar de Molloy -y luego de los otros dos vol¨²menes de la trilog¨ªa de Beckett, Malone muere y El Innombrable- en Bowes & Bowes, una librer¨ªa de Cambridge situada en el extremo norte de Kings Parade, que era mi lugar favorito para curiosear libros, con un nombre al que s¨®lo le faltaban un par de erres (que yo, con juguetona generosidad ortogr¨¢fica, le a?ad¨ªa mentalmente) para ser un anagrama de Browse & Browse ["Curiosea y curiosea"].
Corr¨ªa 1966, yo a¨²n no ten¨ªa 19 a?os y, en aquel entonces, la muerte y yo s¨®lo nos hab¨ªamos encontrado de paso. Es decir, en alguna ocasi¨®n hab¨ªa presenciado la muerte desde lejos, pero todav¨ªa no nos hab¨ªan presentado debidamente. Hubo un d¨ªa en la Escuela de la Catedral en Bombay, alrededor de 1958, en el que cerraron todas las puertas y ventanas del aula que daban al patio para que no vi¨¦ramos pasar el veh¨ªculo que hab¨ªa entrado por la puerta posterior para llevarse el cad¨¢ver de un ni?o de mi edad llamado Jimmy King. Hubo un d¨ªa en Kings College en el que corri¨® la voz sobre la muerte por sobredosis, por un ¨¢cido en malas condiciones, de uno de mis compa?eros de primer curso, pero no me pareci¨® que aquel final fuera a ser el m¨ªo. Tambi¨¦n en mi vida familiar la muerte segu¨ªa siendo una abstracci¨®n. Mis abuelos maternos a¨²n estaban vivos. Mi abuelo paterno hab¨ªa muerto antes de que naciera yo, y para m¨ª no era m¨¢s que una fotograf¨ªa. La madre de mi padre, muy enferma, vino a vivir con nosotros cuando yo deb¨ªa de tener tres a?os, y aguant¨® que jugara a los m¨¦dicos, con mi estetoscopio de juguete, hasta el punto de levantarse de la cama para cojear dolorosamente por su dormitorio porque yo se lo hab¨ªa ordenado; pero luego volvi¨® a su casa de la vieja Delhi y su muerte, poco despu¨¦s de volver all¨ª, fue una cosa invisible y lejana que a un ni?o le result¨® f¨¢cil no tener en cuenta, no mucho m¨¢s que cuando nos hab¨ªa dicho adi¨®s en la estaci¨®n central de Bombay mientras se adentraba en la noche a bordo del tren corro.
Podr¨ªa decirse que muerte segu¨ªa siendo para m¨ª una palabra en un libro. Todav¨ªa no hab¨ªa tenido que lavar el cuerpo corto y fornido de mi padre, ni hab¨ªa murmurado un adi¨®s contra la boca abierta de la primera mujer a la que am¨¦, ni hab¨ªa llorado l¨¢grimas de rabia cuando las circunstancias me impidieron estar presente en la tumba de mi madre. Todav¨ªa me sent¨ªa inmortal, y los inmortales abordan la mortalidad de otra forma, puesto que saben que son inmunes a esa enfermedad extra?a e incurable. Por eso, la primera vez que, todav¨ªa joven, me enfrent¨¦ a estos textos que con tanta intensidad se ocupan del tema de nuestro com¨²n final -lo que Henry James hab¨ªa llamado la Cosa Distinguida, pero que, en Beckett, es siempre algo sucio e indistinto, degradante, compuesto de flatulencias, impotencia y humillaci¨®n-, reconoc¨ª esos libros, su feroz ataque contra la muerte a base de inmensos pedazos de prosa uniforme, como unas historias esencialmente imaginarias y fant¨¢sticas, relatadas por las voces de esp¨ªritus traviesos. Es decir, los viv¨ª como comedias, y eso es lo que son, comedias, pero no como las que yo imaginaba que ser¨ªan, m¨¢s sombr¨ªas, incluso heroicas, s¨ª, porque, a pesar de todo lo que la comedia se burla de los h¨¦roes, les baja los calzoncillos y les tira tartas a la cara, en la comedia de estos personajes rotos y desesperados persiste un rancio olor a hero¨ªsmo. Algunos de estos detalles, en mi inexperiencia, s¨®lo los percib¨ªa a medias o no los percib¨ªa en absoluto. Pero el hecho de que no reaccionara con tristeza ante una obra que lleva la tristeza puesta como quien lleva su camisa favorita sin lavarla, quiere decir que de algo me enteraba, al menos.
Volver a visitar estos libros es tener que confrontar desde el primer momento la cuesti¨®n de la dificultad, porque es innegable que son unos libros dif¨ªciles. Un dolor de cabeza despu¨¦s de su lectura no ser¨ªa una reacci¨®n impropia, al menos, no siempre, aunque seamos justos y reconozcamos que, a veces, hay dolores de cabeza que merecen la pena, que se aceptan a cambio de obtener algo valioso, y lo que proporciona Beckett es uno de esos martilleos satisfactorios. Por ejemplo, este ejemplo de El Innombrable: "Quiz¨¢ est¨¢n ah¨ª en alg¨²n lugar, las palabras que cuentan, en lo que se acaba de decir, las palabras que correspond¨ªa decir, no necesitan ser m¨¢s que unas cuantas. Dicen ellas, al hablar de ellas, para hacerme creer que soy yo quien habla. O yo digo ellas, al hablar de Dios sabe qu¨¦, para hacerme creer a m¨ª mismo que no soy yo quien habla. O hay silencio, y as¨ª sucesivamente, ve lo que quiero decir, comienza el martilleo, pero tambi¨¦n una conciencia de la belleza, de que se dice una cosa que se dice con dificultad porque no es f¨¢cil de decir, y decir una cosa dif¨ªcil no carece de importancia, estamos demasiado enamorados, m¨¢s que medio enamorados, en nuestros d¨ªas mimados, con facilidad".
?stos son libros en los que el estilo directo carece de comillas, en los que la divisi¨®n en p¨¢rrafos parece un lujo que el autor casi no pod¨ªa permitirse, en los que una frase puede tener tres p¨¢ginas de longitud o incluso m¨¢s, de modo que, cuando otras frases m¨¢s breves revelan que su autor est¨¢ familiarizado con la concisi¨®n, el lector puede sentirse irritado o, al menos, suspirar, por qu¨¦ no lo har¨¢ m¨¢s a menudo, protesta, por qu¨¦ nos tiene que atormentar de esta forma, por qu¨¦ estos interminables t¨²neles oscuros y laber¨ªnticos de palabras que nos obliga a recorrer. Y aun as¨ª... y aun as¨ª. Al final del t¨²nel est¨¢ la belleza. No puedo seguir, grita el lector, voy a seguir.
La soluci¨®n al problema de la dificultad es rendirse. Si uno se entrega al texto, ¨¦ste se abre como una flor ex¨®tica, aunque ra¨ªda. Hay que dejar de pedir lo que no est¨¢ y empezar a ver lo que es. "Es en la tranquilidad de la descomposici¨®n donde recuerdo la larga y confusa emoci¨®n que fue mi vida", escribe Molloy, "y donde la juzgo, como dicen que Dios me juzgar¨¢ a m¨ª, y con no menos impertinencia". Un escritor, Samuel Beckett, y no Molloy, ni Beckett como Molloy, ni Beckett que busca a trav¨¦s de Molloy algo que no es ni Beckett ni Molloy, intenta lo imposible: escribir sobre la muerte, sobre el final de los finales, el final que termina con el futuro y con todos los dem¨¢s tiempos, el pasado imperfecto, el presente de subjuntivo, el presente de indicativo, el pluscuamperfecto, y lo hace no con el instrumento de la profec¨ªa, sino con el de la memoria. Recordar no s¨®lo lo que ha ocurrido, la larga y confusa emoci¨®n, sino tambi¨¦n lo que no ha ocurrido, la cosa de la que ning¨²n ser humano tiene un recuerdo vivo, porque esa cosa es el final de la memoria, es reafirmar la primac¨ªa de la vida sobre la muerte, porque la memoria es el instrumento con el que los vivos se conocen y se olvidan y se comprenden bien o mal a s¨ª mismos, de modo que qu¨¦ instrumento puede ser mejor para blandirlo como un arma contra la muerte, conscientes de que no va a bastar, conscientes de la inexorabilidad, conscientes y sin rendirse, o no todav¨ªa, no antes de decir unas cuantas palabras m¨¢s, no hasta que haya hablado la memoria, como el artista, Beckett, en la misma medida que Nabokov, exige y ordena. Por eso es posible afirmar, y aqu¨ª lo afirmo, convoco todos mis poderes de afirmaci¨®n para declarar, que estos libros, cuyo tema aparente es la muerte, son en realidad libros sobre la vida, la larga batalla de la vida contra su sombra, la vida vista cuando se aproxima el final de la batalla, con su larga historia de cicatrices, pero vida al fin y al cabo, recordada, putrefacta, sin importancia, sin que nada sea m¨¢s importante que ella. La vida como paradoja, cada afirmaci¨®n refutada por la siguiente, la vida como contradicci¨®n, la vida que se anula a s¨ª misma. Molloy, Malone, el Innombrable afrontan la muerte.
Pero son seres vivos. La agon¨ªa es lo ¨²nico malo, se da cuenta Malone, debo estar preparado para la agon¨ªa. Pero, incluso a medida que aumenta el peligro de la agon¨ªa, descubre que tiene historias que contar, una sobre un hombre, otra sobre una mujer, una tercera sobre una cosa y, por ¨²ltimo, otra sobre un animal, y sabe que todas forman parte de su propia historia, Qu¨¦ tedio, grita, me pregunto si no estoy hablando otra vez sobre m¨ª mismo, y lo est¨¢, por supuesto, y menos mal, utiliza su media historia sobre Saposcat que se transforma en Macmann, y sus otras medias historias, para reforzar el ¨²ltimo dique de la vida, hasta que ya no puede reforzarlo m¨¢s, hasta el borboteo del desbordamiento que todos oiremos al final, como sabe la memoria.
La muerte desnuda a la vida hasta reducirla a su esencia y luego le arrebata esa esencia, y estos libros imitan a la muerte y eliminan todo lo que no es esencial. Las palabras son esenciales, as¨ª que quedan unas cuantas palabras, y de las historias no es posible prescindir por completo, se empiezan, se cambian y se desechan, pero nunca se eliminan del todo, porque en las historias reside la vida, mientras reside, hasta la ¨²ltima expulsi¨®n. Es decir: algunas palabras, algunos fragmentos de historias, que, a pesar de su aparente superficialidad, conservan una inesperada capacidad de seducir, no s¨®lo de ayudar a pasar el tiempo, sino de animarlo, y m¨¢s all¨¢ de esas palabras e historias hay cosas, unas muletas, por ejemplo, o bicicletas, y m¨¢s all¨¢ de las cosas hay otras personas, un hijo, una mujer libidinosa, un hombre que persigue a otro hombre, que no encuentra al otro sino que, en cambio, se pierde, un hombre, hay que decirlo, con un paraguas. He perdido mi bast¨®n, dice Malone, ?se es el acontecimiento del d¨ªa. En estos tiempos, los tiempos felices de Beckett, respirar es un acontecimiento, y tambi¨¦n lo es pensar, y al final, o cerca del final, est¨¢ el Yo que renuncia a imaginar, el an¨®nimo, innombrado, innombrable Yo; todos esos Murphys, Molloys y Malones no me enga?an, dice, me han hecho perder el tiempo, sufrir para nada, hablar de ellos cuando, para dejar de hablar, ten¨ªa que haber hablado de m¨ª y nada m¨¢s que de m¨ª, dice el Yo, que es el autor y tambi¨¦n el no autor, que es Beckett y el Innombrable, o Beckett como el Innombrable, o Beckett que busca a trav¨¦s del Innombrable algo que no es ni Beckett ni el Innombrable. Aqu¨ª no hay nadie m¨¢s que yo, dice, Yo, de quien no s¨¦ nada. Y ¨¦ste es, al final, el gran tema de este gran escritor, el Yo del que no sabe nada, el Yo que se encuentra m¨¢s all¨¢ del sombrero de Malone, o el abrigo de Molloy, o el traje de Murphy, aunque a veces se ha puesto los tres, el Yo al que no le importan los restaurantes ni las cervecer¨ªas, aunque los haya visitado a veces. Quiz¨¢ eso es lo que soy, dice, la cosa que divide al mundo en dos, a un lado, el exterior, al otro, el interior, que puede ser tan fina como una hoja, no soy ni un lado ni el otro, estoy en medio, soy la l¨ªnea divisoria.
Es la cosa que habla. Un hombre que habla un ingl¨¦s bell¨ªsimo decide hablar en franc¨¦s, que utiliza con m¨¢s dificultad, para verse obligado a escoger las palabras con cuidado, a renunciar a la fluidez y encontrar las duras palabras que nacen de la dificultad, y luego, despu¨¦s de todo ese descubrimiento, lo vuelve a poner todo en ingl¨¦s, un nuevo ingl¨¦s que contiene toda la dificultad del franc¨¦s, de acu?ar el pensamiento en una segunda lengua, un nuevo ingl¨¦s con el poder de cambiar el ingl¨¦s para siempre. ?ste es Samuel Beckett. ?sta es su gran obra. Es la cosa que habla.
Rind¨¢monos.
Traducci¨®n de Mar¨ªa Luisa Rodr¨ªguez Tapia. ? Salman Rushdie, 2006. Reproducido con permiso de The Wylie Agency (UK) Ltd.
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