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Reportaje: LECTURA

Voces de Chern¨®bil 20 a?os despu¨¦s

Una periodista relata el mayor accidente nuclear y recoge vivencias de los supervivientes

Svetlana Aleksi¨¦vich

Testimonio de Liudmila Ignatenko, esposa del bombero fallecido Vasili Ignatenko: No s¨¦ de qu¨¦ hablar. ?De la muerte o del amor? ?O es lo mismo? ?De qu¨¦?

Nos hab¨ªamos casado no hac¨ªa mucho. A¨²n ¨ªbamos por la calle agarrados de la mano, hasta cuando ¨ªbamos de compras. Siempre juntos. Yo le dec¨ªa: "Te quiero". Pero a¨²n no sab¨ªa c¨®mo le quer¨ªa. No me lo imaginaba. Viv¨ªamos en la residencia de la unidad de bomberos, donde ¨¦l trabajaba. En el piso de arriba. Y otras tres familias j¨®venes, con una sola cocina para todos. Y abajo, en el primero, estaban los coches. Unos camiones rojos de bomberos. ?ste era su trabajo. Yo siempre estaba al corriente: d¨®nde se encontraba, qu¨¦ le pasaba.

En medio de la noche o¨ª un ruido. Gritos. Mir¨¦ por la ventana. ?l me vio: "Cierra las ventanillas y acu¨¦state. Hay un incendio en la central. Vendr¨¦ pronto".

Svetlana Alexievich 'Voces de Chern¨®bil'. Siglo XXI de Espa?a Editores. Este libro se public¨® en 1997 y recoge los testimonios de muchas personas afectadas por la cat¨¢strofe nuclear. Ahora se traduce al castellano puesto al d¨ªa con nuevas confesiones de otros testigos que sufrieron el accidente. La autora naci¨® en Ucrania en 1948. El libro apareci¨® en Estados Unidos el a?o pasado y ha obtenido el premio del C¨ªrculo de Cr¨ªticos de ese pa¨ªs. Otra obra de la misma autora, 'Los chicos de zinc', prohibido durante diez a?os en su pa¨ªs, destruy¨® los mitos sobre la intervenci¨®n sovi¨¦tica en Afganist¨¢n.
"Tiraban el grafito ardiendo con los pies. Se fueron sin los trajes de lona; se fueron para all¨¢ tal como iban, en camisa. Nadie les avis¨®; fueron a un incendio normal"
Me da un ataque de histeria: "?Por qu¨¦ hay que esconder a mi marido? ?Qui¨¦n es? ?Un asesino? ?Un criminal? ?Un preso com¨²n? ?A qui¨¦n vamos a enterrar?"

No vi la explosi¨®n. S¨®lo las llamas. Todo parec¨ªa iluminado. El cielo entero. Unas llamas altas. Y holl¨ªn. Un calor horroroso. Y ¨¦l segu¨ªa sin regresar. El holl¨ªn era porque ard¨ªa el alquitr¨¢n; el techo de la central estaba cubierto de asfalto. Sobre el que la gente andaba, como ¨¦l despu¨¦s recordaba, igual que sobre resina. Sofocaban las llamas, y mientras, ¨¦l reptaba. Sub¨ªa al reactor. Tiraban el grafito ardiendo con los pies. Se fueron sin los trajes de lona; se fueron para all¨¢ tal como iban, en camisa. Nadie les avis¨®; los llamaron a un incendio normal.

Las cuatro. Las cinco. Las seis. A las seis nos dispon¨ªamos a ir a ver a sus padres. A plantar patatas. De la ciudad de Pr¨ªpiat hasta la aldea de Sperizhie, donde viv¨ªan sus padres, hay 40 kil¨®metros. A sembrar, arar. Era su trabajo favorito. Su madre recordaba a menudo c¨®mo ni ella ni su padre quer¨ªan dejarlo marchar a la ciudad; le construyeron incluso una casa nueva. Pero se lo llevaron al ej¨¦rcito. Sirvi¨® en Mosc¨², en las tropas de bomberos, y cuando regres¨® s¨®lo quer¨ªa ser bombero. No quer¨ªa ser otra cosa. [Calla].

A veces me parece o¨ªr su voz. O¨ªrle vivo. Ni siquiera las fotograf¨ªas me producen tanto efecto como la voz. Pero no me llama nunca. Y en sue?os, soy yo quien lo llamo.

Las siete. A las siete me comunicaron que estaba en el hospital. Corr¨ª all¨ª, pero el hospital ya estaba acordonado por la milicia; no dejaban pasar a nadie. S¨®lo entraban las ambulancias. Los milicianos gritaban: los coches est¨¢n contaminados, no os acerqu¨¦is. No s¨®lo yo, todas las mujeres vinieron, todas cuyos maridos estuvieron aquella noche en la central.

Prohibido pasar

Corr¨ª en busca de una conocida que trabajaba de m¨¦dico en aquel hospital. La agarr¨¦ de la bata cuando sal¨ªa de un coche: "?D¨¦jame pasar!". "?No puedo! Est¨¢ mal. Todos est¨¢n mal". Yo la ten¨ªa agarrada: "S¨®lo verlo". "Bueno", me dice, "corre. Quince, veinte minutos".

Lo vi. Estaba hinchado, inflado todo. Casi no ten¨ªa ojos. "?Leche! ?Mucha leche!", me dijo mi amiga. "Que beba tres litros al menos". "?l no toma leche". "Pues ahora la tiene que beber".

Muchos m¨¦dicos, enfermeras y especialmente las auxiliares de este hospital, al cabo de un tiempo, se pondr¨ªan enfermas. Morir¨ªan. Pero entonces nadie lo sab¨ªa.

A las diez de la ma?ana muri¨® el t¨¦cnico Shishenok. Fue el primero. El primer d¨ªa. Luego supimos que bajo los escombros se qued¨® otro, Valera Jodemchuk. No lograron sacarlo. Lo emparedaron con el hormig¨®n. Entonces a¨²n no sab¨ªamos que todos ellos ser¨ªan los primeros.

Le pregunto: "Vasia , ?qu¨¦ hago?". "?Vete de aqu¨ª! ?Vete! Esperas un ni?o". Estoy embarazada, es cierto. Pero ?c¨®mo lo voy a dejar? Me pide: "?Vete! ?Salva al cr¨ªo!". "Primero te he de traer leche y luego veremos".

Llega mi amiga Tania Kibenok. Su marido est¨¢ en la misma sala. Ha venido con su padre, que tiene coche. Nos subimos al coche y vamos a la primera aldea a por leche. A unos tres kil¨®metros de la ciudad. Compramos muchas garrafas de tres litros de leche. Seis, para que hubiera para todos. Pero la leche les provocaba unos v¨®mitos terribles. Perd¨ªan el sentido sin parar, les pusieron el gota a gota. Los m¨¦dicos aseguraban, no s¨¦ por qu¨¦, que se hab¨ªan envenenado con los gases, nadie hablaba de la radiaci¨®n.

Entretanto la ciudad se llen¨® de coches militares, se cerraron todas las carreteras. Se ve¨ªan soldados por todas partes. Dejaron de circular los trenes de cercan¨ªas, los expresos. Lavaban las calles con un polvo blanco. Me sent¨ª alarmada: ?c¨®mo iba a llegar al d¨ªa siguiente al pueblo para comprarle leche fresca? Nadie hablaba de la radiaci¨®n. S¨®lo los militares iban con caretas. La gente de la ciudad llevaba el pan de las tiendas, las bolsas abiertas con los bollos. En los estantes hab¨ªa pasteles. La vida segu¨ªa como de ordinario. Lavaban las calles con un polvo.

Por la noche no me dejaron entrar en el hospital. Un mar de gente alrededor. Yo me encontraba frente a su ventana; ¨¦l se acerc¨® a ella y me grit¨® algo. ?Se le ve¨ªa tan desesperado! Entre la muchedumbre alguien entendi¨® lo que dec¨ªa: aquella noche se los llevaban a Mosc¨². Las esposas se arremolinaron todas en un corro. Decidimos: vamos con ellos. ?Dejadnos estar con nuestros maridos! ?No ten¨¦is derecho! Quisimos pasar a golpes, a ara?azos. Los soldados, los soldados ya hab¨ªan formado un cord¨®n de dos filas, y nos imped¨ªan pasar a empujones. Entonces sali¨® el m¨¦dico y nos confirm¨® que se los llevaban aquella noche en avi¨®n a Mosc¨², que deb¨ªamos traerles ropa; la que llevaban en la central se hab¨ªa quemado. Los autobuses ya no iban, y fuimos a pie, corriendo a casa. Cuando volvimos con las bolsas, el avi¨®n ya se hab¨ªa marchado. Nos enga?aron a prop¨®sito. Para que no grit¨¢ramos, ni llor¨¢ramos.

Lleg¨® la noche. A un lado de la calle, autobuses, cientos de autobuses (ya estaban preparando la evacuaci¨®n de la ciudad), y al otro, centenares de coches de bomberos. Los trajeron de todas partes. Toda la calle, cubierta de espuma blanca. ?bamos pisando aquella espuma. Gritando y jurando.

Evacuaci¨®n de la ciudad

Por la radio dijeron que evacuar¨ªan la ciudad para tres o, a lo mejor, cinco d¨ªas. Ll¨¦vense consigo ropa de invierno y de deporte, porque van a vivir en el bosque. En tiendas de campa?a. La gente hasta se alegr¨®: ?nos mandan al campo! All¨ª celebraremos la fiesta del Primero de Mayo. Algo inusual. La gente preparaba carne de asar para el camino, compraba vino. Se llevaban las guitarras, los magnet¨®fonos. ?Las maravillosas fiestas de mayo! S¨®lo lloraban aquellas mujeres a cuyos maridos les hab¨ªa pasado algo.

No recuerdo el viaje. Cuando vi a su madre fue como si despertara: "?Mam¨¢, Vasia est¨¢ en Mosc¨²! ?Se lo llevaron en un vuelo especial!" Acabamos de sembrar el huerto: patatas, coles (?y a la semana evacuar¨ªan la aldea!). ?Qui¨¦n lo iba a saber? Por la noche tuve un ataque de v¨®mito. Era mi sexto mes de embarazo. Me sent¨ªa tan mal.

Por la noche sue?o que me llama. Mientras estuvo vivo me llamaba en sue?os: "?Liusia, Liusia!". Pero despu¨¦s de muerto, ni una vez. No me llam¨® ni una vez. [Llora]. Me levanto por la ma?ana y me digo: me voy sola a Mosc¨². Yo que... "Ad¨®nde vas a ir en tu estado?", me dice llorando su madre. Tambi¨¦n se vino conmigo mi padre: "Ser¨¢ mejor que te acompa?e". Sac¨® todo el dinero de la libreta, todo el que ten¨ªan. Todo...

No recuerdo el viaje. Todo el camino tambi¨¦n se me borr¨® de la cabeza. En Mosc¨² preguntamos al primer miliciano a qu¨¦ hospital hab¨ªan llevado a los bomberos de Chern¨®bil, y nos lo dijo; yo hasta me sorprend¨ª, porque nos hab¨ªan asustado: no os lo dir¨¢n, es un secreto de Estado, ultrasecreto.

-A la cl¨ªnica n¨²mero seis. A la Sch¨²kinskaya.

En el hospital, era una cl¨ªnica especial de radiolog¨ªa, no dejaban entrar sin pases. Le di dinero a la vigilante de guardia y me dice: "Pasa". Me dijo a qu¨¦ piso deb¨ªa ir. No s¨¦ a qui¨¦n m¨¢s le rogu¨¦, le implor¨¦. Lo cierto es que ya estoy en el despacho de la jefa de la secci¨®n de radiolog¨ªa: Anguelina Vas¨ªlievna Guskova. Entonces a¨²n no sab¨ªa c¨®mo se llamaba, no se me quedaba nada en la cabeza. Lo ¨²nico que sab¨ªa era que deb¨ªa verlo. Encontrarlo.

Ella me pregunt¨® enseguida:

-?Pero, alma de Dios! ?Criatura! ?Tiene usted hijos?

?C¨®mo iba a decirle la verdad? Est¨¢ claro que tengo que esconderle mi embarazo. ?No me lo dejar¨ªa ver! Menos mal que soy delgadita y no se me nota nada.

-S¨ª -le contesto.

-?Cu¨¢ntos?

Pienso: "He de decirle que dos. Si es s¨®lo uno, tampoco me dejar¨¢ pasar".

-Un ni?o y una ni?a.

-Bueno, si son dos, no creo que vayas a tener m¨¢s. Ahora escucha: su sistema nervioso central est¨¢ da?ado por completo; la m¨¦dula est¨¢ completamente da?ada.

"Bueno", pens¨¦, "se volver¨¢ algo m¨¢s nervioso".

-Y ¨®yeme bien: si te pones a llorar, te mando al instante para casa. Est¨¢ prohibido abrazaros, besaros. No te acerques mucho. Te doy media hora.

Pero yo ya sab¨ªa que no me ir¨ªa de all¨ª. Si me iba ser¨ªa con ¨¦l. ?Me lo hab¨ªa jurado!

Entro... Los veo sentados sobre las camas, jugando a las cartas, se r¨ªen.

-?Vasia! -le llaman.

Se da la vuelta.

-?Vaya! ?Hasta aqu¨ª me ha encontrado! ?Estoy perdido!

Daba risa verlo, con su pijama del cuarenta y ocho, ¨¦l, que usa un cincuenta y dos. Las mangas cortas, los pantalones. Pero ya se le hab¨ªa ido la hinchaz¨®n de la cara. Les inyectaban no s¨¦ qu¨¦ soluci¨®n.

-?T¨², perdido? -le pregunto.

Y ¨¦l que ya quiere abrazarme.

-Sentadito -la m¨¦dico no lo deja acercarse a m¨ª-. Nada de abrazos aqu¨ª.

No s¨¦ c¨®mo, pero hicimos de eso una broma. Y al momento todos se acercaron a nosotros; hasta de las otras salas. Todos eran de los nuestros. De Pr¨ªpiat. Porque fueron veintiocho los que trajeron en avi¨®n. ?Qu¨¦ hay de nuevo? ?Qu¨¦ pasa en la ciudad? Yo les cuento que han empezado a evacuar a la gente, que se llevan afuera toda la ciudad por unos tres o cinco d¨ªas. Los muchachos callan; pero hab¨ªa all¨ª tambi¨¦n dos mujeres, una de ellas estaba de guardia en la entrada el d¨ªa del accidente, y la mujer rompi¨® a llorar:

-?Dios m¨ªo! All¨ª est¨¢n mis hijos. ?Qu¨¦ ser¨¢ de ellos?

Yo ten¨ªa ganas de estar a solas con ¨¦l; bueno, aunque fuera un solo minuto. Los muchachos se dieron cuenta de la situaci¨®n y cada uno se invent¨® un pretexto para salir al pasillo. Entonces lo abrac¨¦ y lo bes¨¦. ?l se apart¨®.

-No te sientes cerca. Toma una silla.

-Todo eso son bobadas -le dije, quit¨¢ndole importancia-. ?T¨² viste d¨®nde se produjo la explosi¨®n? ?Qu¨¦ ha sido eso? Porque vosotros fuisteis los primeros en llegar.

-Lo m¨¢s seguro es que sea un sabotaje. Alguien lo ha hecho a prop¨®sito. Todos los muchachos piensan lo mismo.

Entonces dec¨ªan eso. Y lo pensaban.

Al d¨ªa siguiente, cuando llegu¨¦, ya los hab¨ªan separado; cada uno en una sala aparte. Les hab¨ªan prohibido categ¨®ricamente salir al pasillo. Hablarse. Se comunicaban golpeando la pared. Punto-gui¨®n, punto-gui¨®n. Punto. Los m¨¦dicos lo explicaron diciendo que cada organismo reacciona de manera diferente a las dosis de radiaci¨®n, de manera que lo que aguanta uno puede que no lo resista otro. All¨ª donde estaban ellos hasta las paredes reaccionaban al geyger. A la derecha, a la izquierda y en el piso de abajo. Sacaron de all¨ª a todo el mundo, no dejaron a ni un solo paciente. Debajo y encima, nadie. (...)

El fallecimiento

Una noche estoy sentada a su lado en una silla. A las ocho de la ma?ana: "Vasia, salgo un rato. Voy a descansar un poco". ?l abre y cierra los ojos: me deja ir. En cuanto llego al hotel, a mi habitaci¨®n y me acuesto en el suelo -no pod¨ªa echarme en la cama, de tanto que me dol¨ªa todo-, que llega una auxiliar: "?Ve! ?Corre a verlo! ?Te llama sin parar!". Pero aquella ma?ana Tania Kibenok me lo hab¨ªa pedido tanto, me hab¨ªa rogado: "Vamos juntas al cementerio. Sin ti no puedo". Aquella ma?ana enterraban a Vitia Kibenok y a Volodia Pr¨¢vik.

Era muy amigo de Vitia. Dos familias amigas. Un d¨ªa antes de la explosi¨®n nos hab¨ªamos fotografiado juntos en la residencia. ?Qu¨¦ guapos se ve¨ªan all¨ª nuestros maridos! Alegres. El ¨²ltimo d¨ªa de nuestra vida pasada. La ¨¦poca anterior a Chern¨®bil. ?Qu¨¦ felices ¨¦ramos!

Vuelvo del cementerio, llamo a toda prisa a la enfermera: "?C¨®mo est¨¢?". "Ha muerto har¨¢ unos quince minutos". ?C¨®mo? Si he pasado toda la noche a su lado. ?Si s¨®lo me he ausentado tres horas! Estaba junto a la ventana y gritaba: "?Por qu¨¦? ?Por qu¨¦?". Miraba al cielo y gritaba. Todo el hotel me o¨ªa. Ten¨ªan miedo de acercarse a m¨ª. Pero me recobr¨¦ y me dije: ?Lo ver¨¦ por ¨²ltima vez! ?Lo ir¨¦ a ver! Baj¨¦ rodando las escaleras. ?l segu¨ªa en la c¨¢mara, no se lo hab¨ªan llevado.

Sus ¨²ltimas palabras fueron: "?Liusia! ?Liusia!". "Se acaba de ir. Ahora mismo vuelve", lo intent¨® calmar la enfermera. ?l suspir¨® y se qued¨® callado.

Ya no me separ¨¦ de ¨¦l. Fui con ¨¦l hasta la tumba. Aunque lo que recuerdo no es el ata¨²d, sino una bolsa de polietileno. Esa bolsa. En la morgue me preguntaron: "?Quiere que le ense?emos c¨®mo lo vamos a vestir?". "?S¨ª, quiero!". Le pusieron el traje de gala, y le colocaron la visera sobre el pecho. No le pusieron calzado. No encontraron unos zapatos adecuados, porque se le hab¨ªan hinchado los pies. En lugar de pies parec¨ªa tener unas bombas. Tambi¨¦n cortaron el uniforme de gala, no se lo pudieron poner.

El cuerpo deshecho

Ten¨ªa el cuerpo entero deshecho. Todo ¨¦l era una llaga sanguinolenta. En el hospital los ¨²ltimos dos d¨ªas, le levantaba la mano y el hueso se le mov¨ªa, el hueso le bailaba, se le hab¨ªa separado la carne. Pedacitos de pulm¨®n, de h¨ªgado le sal¨ªan por la boca. Se ahogaba con sus propias v¨ªsceras. Me envolv¨ªa la mano con una gasa y la introduc¨ªa en su boca para sacarle todo aquello de dentro. ?Esto no se puede contar! ?Esto no se puede escribir! ?Ni siquiera soportar!Todo esto tan querido... Tan m¨ªo. Tan... No le cab¨ªa ninguna talla de zapatos. Lo colocaron en el ata¨²d descalzo.

Ante mis ojos. Vestido de gala, lo metieron en una bolsa de pl¨¢stico y la ataron. Y, ya en esta bolsa, lo colocaron en el ata¨²d. Tambi¨¦n el ata¨²d, envuelto en otra bolsa. Un celof¨¢n transparente, pero grueso, como un mantel. Y ya todo esto lo introdujeron en un f¨¦retro de zinc. Apenas lograron meterlo dentro. S¨®lo qued¨® el gorro encima.

Vinieron todos. Sus padres, los m¨ªos. Compramos en Mosc¨² pa?uelos negros. Nos recibi¨® la comisi¨®n extraordinaria. A todos nos dec¨ªan lo mismo: no podemos entregaros los cuerpos de vuestros maridos, no podemos daros a vuestros hijos, son muy radiactivos y ser¨¢n enterrados en un cementerio de Mosc¨² de una manera especial. En unos f¨¦retros de zinc soldados, bajo unas planchas de hormig¨®n. Deben ustedes firmarnos estos documentos. Necesitamos su consentimiento. Y si alguien, indignado, quer¨ªa llevarse el ata¨²d a casa, lo convenc¨ªan de que se trataba de unos h¨¦roes, dec¨ªan, y ya no pertenecen a su familia. Son personas oficiales. Y pertenecen al Estado.

Subimos al autob¨²s. Los parientes y unos militares. Un coronel con una radio. Por la radio o¨ªa: "?Esperen ¨®rdenes! ?Esperen!". Estuvimos dando vueltas por Mosc¨² unas dos o tres horas, por la carretera de circunvalaci¨®n. Luego regresamos de nuevo a Mosc¨². Y por la radio: "No se puede entrar en el cementerio. Lo han rodeado los corresponsales extranjeros. Aguarden otro poco". Los parientes callan. Mam¨¢ lleva el pa?uelo negro. Yo noto que pierdo el conocimiento.

Me da un ataque de histeria: "?Por qu¨¦ hay que esconder a mi marido? ?Qui¨¦n es? ?Un asesino? ?Un criminal? ?Un preso com¨²n? ?A qui¨¦n enterramos?". Mam¨¢ me dice: "Calma, calma, hija m¨ªa". Y me acaricia la cabeza, me toma de la mano. El coronel informa por la radio: "Solicito permiso para dirigirme al cementerio. A la esposa le ha dado un ataque de histeria"...

Traducci¨®n de Ricardo San Vicente.

Una viuda llora a su marido ante el monumento erigido en Kiev en memoria de los fallecidos por el accidente nuclear de Chern¨®bil.
Una viuda llora a su marido ante el monumento erigido en Kiev en memoria de los fallecidos por el accidente nuclear de Chern¨®bil.EPA

Bielorrusia, tras la cat¨¢strofe

"BIELORRUSIA. PARA EL MUNDO somos una terra inc¨®gnita, tierra ignorada, a¨²n por descubrir. La Rusia Blanca, as¨ª suena m¨¢s o menos el nombre de nuestro pa¨ªs en ingl¨¦s. Todos conocen Chern¨®bil, pero en lo que ata?e a Ucrania y Rusia. A los bielorrusos a¨²n nos queda contar nuestra historia...".

(Nar¨®dnaya Gazeta, 27 de abril de 1996).

El 26 de abril de 1986, a la 1 h 23' 58", una serie de explosiones destruy¨® el reactor y el edificio del 4? bloque energ¨¦tico de la Central El¨¦ctrica At¨®mica (CEA) de Chern¨®bil, situada cerca de la frontera bielorrusa. La cat¨¢strofe de Chern¨®bil se convirti¨® en el desastre tecnol¨®gico m¨¢s grave del siglo XX.

Para la peque?a Bielorrusia (con una poblaci¨®n de 10 millones de habitantes) represent¨® un cataclismo nacional, si bien los bielorrusos no tienen ninguna central at¨®mica en su territorio. Bielorrusia segu¨ªa siendo un pa¨ªs agr¨ªcola, con una poblaci¨®n eminentemente rural. Durante los a?os de la Gran Guerra Patria, los nazis alemanes destruyeron en tierras bielorrusas 619 aldeas con sus pobladores. Despu¨¦s de Chern¨®bil, el pa¨ªs perdi¨® 485 aldeas y pueblos: 70 de ellos est¨¢n enterrados para siempre bajo tierra. Durante la guerra muri¨® uno de cada cuatro bielorrusos; hoy, uno de cada cinco vive en un territorio contaminado. Se trata de 2,1 millones de personas, de las que 700.000 son ni?os. Entre las causas del descenso demogr¨¢fico, la radiaci¨®n ocupa el primer lugar. En las regiones de G¨®mel y de Moguiliov (las m¨¢s afectadas por el accidente de Chern¨®bil), la mortalidad ha superado a la natalidad en un 20%.

(Enciclopedia de Bielorrusia).

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