Si regresaran y vieran
Corren malos tiempos para la irreverencia, confundida por los fan¨¢ticos con la blasfemia. No llega a blasfemo, de todos modos, preguntarse c¨®mo ver¨ªan Voltaire y otros ilustrados el asalto a las calles por piadosos encapuchados tres siglos despu¨¦s de haberse deslindado qu¨¦ es religi¨®n y qu¨¦ ciudadan¨ªa, qu¨¦ es vida p¨²blica, qu¨¦ es piedad privada y qu¨¦ es superstici¨®n. Si ellos regresaran a la vida y vieran...
No hace falta, sin embargo, ejercer de volteriano, y ni siquiera de anticlerical o luterano, para el argumento que ahora sigue. Basta con arg¨¹ir desde las fuentes mismas presuntamente legitimadoras del pat¨¦tico ritual, conjeturar sin irreverencia alguna qu¨¦ suceder¨ªa si ahora reaparecieran los protagonistas y testigos de los hechos que, una semana al a?o, todav¨ªa hoy, se conmemoran, ?y c¨®mo!
El inquisidor a Cristo: "Morir¨¢s en la hoguera por haber regresado para estorbarnos"
Si Mar¨ªa y Jes¨²s se dieran una vuelta por ac¨¢ en Semana Santa, no entender¨ªan nada de ella. Ser¨ªan incapaces de captar la relaci¨®n entre los hechos m¨¢s amargos de sus vidas y las multitudes en torno a unas im¨¢genes ricamente ataviadas, cuajadas de luces y de joyas. Pero ?qu¨¦ es esto, Dios m¨ªo; estas luminarias y peanas, estos lujosos tronos, estos sanedrines y capuchas? Habr¨ªa que explicarles muy bien todo, paso por paso. Todos ellos os aman, incluidos los mirones y los turistas; la riqueza y la gloria de ahora tratan de enmendar la pobreza y humillaci¨®n que anta?o padecisteis; los cornetines y tambores son de un cortejo no para el ajusticiamiento, sino en loor vuestro; los encapuchados no son verdugos y os conducen en andas desde un devoto anonimato; los legionarios no son ya romanos y han venido para rendiros honores militares; esta m¨²sica es el himno nacional que s¨®lo suena a la llegada vuestra y a la de los reyes; el gobernador en la tribuna no es ya Poncio Pilato, y el C¨¦sar actual del mundo invoca al ¨²nico Dios verdadero despu¨¦s de las cat¨¢strofes y antes de las guerras.
Si Mateo, Marcos, Lucas, Juan vinieran por ac¨¢ y lo contemplaran, se dir¨ªan: pero ?qu¨¦ tiene esto que ver con lo que nosotros escribimos? Acerca de la pasi¨®n del Maestro nos pusimos de acuerdo en un informe sin patetismos, casi sin emoci¨®n, como de reportaje imparcial. Quer¨ªamos resaltar que Jes¨²s hab¨ªa sido condenado y muerto por las autoridades todas, religiosas y civiles, pero resucit¨® despu¨¦s. A ellos habr¨ªa que explicarles que han pasado veinte siglos; que Jes¨²s predic¨® un evangelio, pero luego vinieron las iglesias, as¨ª como las religiones populares, y que el pueblo se ha sentido conmovido por una parte, s¨®lo una peque?a parte, del evangelio que ellos escribieron. Este pueblo, v¨ªctima de sufrimientos hist¨®ricos y, en extremo realista, poco esperanzado en resucitar y ni siquiera en resurgir, encontr¨® en los padecimientos del Cristo y en el dolor de su Madre un espejo y un lenitivo de su propio padecer. As¨ª que los ha elevado a iconos m¨¢ximos de una religi¨®n de valle de l¨¢grimas: humanos ambos, dolientes, mortales, tambi¨¦n el Cristo. Alguien sentenci¨® con tanto respeto como iron¨ªa: "opio del pueblo". Pues s¨ª, este pueblo religioso acude a ellos como a providencial consuelo de afligidos.
?Llegar¨ªan ellos a entender tras las debidas explicaciones? ?Lo entender¨ªa al menos la v¨ªctima principal de esta historia, la de entonces y la luego sucedida, Jes¨²s el Nazareno? Y ?qu¨¦ otra secuencia de acontecimientos seguir¨ªa a su sorpresa y a las explicaciones razonables de los hermanos cofrades?
Dostoievski ha imaginado un posible desarrollo de los hechos. Llega Jes¨²s redivivo al atrio de la catedral de Sevilla, donde una muchedumbre acompa?a al f¨¦retro de una peque?a, hija ¨²nica. La madre llorosa reconoce al Cristo y le implora: "Si eres T¨², resucita a mi hija". El cortejo f¨²nebre se detiene, suena la palabra redentora: "?Lev¨¢ntate, ni?a!" Y ¨¦sta se levanta y camina. Se halla en ronda por all¨ª el cardenal inquisidor; se aproxima; se hace un silencio mortal; ordena apresar al milagrero. Ya en el calabozo de la Inquisici¨®n tambi¨¦n el cardenal pregunta: "?Eres T¨²?". Pero no necesita ni espera la respuesta, pues lo sabe. Le habla, pues, en nombre de la Iglesia: "No contestes, c¨¢llate. Es lo mejor que puedes hacer ahora. No tienes derecho a a?adir nada a lo que dijiste en otro tiempo. Lo dejaste todo en manos de tus sacerdotes".
El inquisidor mayor de Dostoievski no es un canalla, ni un gobernante corrupto. "Pudo haber sido un m¨¢rtir, fue un verdugo", dice Borges, piadoso. Es un santo eclesi¨¢stico, que forma parte de una casta redentora, abnegada y superior: la de quienes, con conocimiento de causa, a conciencia y con la ciencia del bien y del mal, han asumido perder la propia alma por cargar con los pecados del mundo, mientras gracias a ellos se salvan multitudes d¨®ciles, sin culpa. Son dos estilos de redenci¨®n frente a frente. El inquisidor desaf¨ªa al Cristo: "J¨²zganos, si puedes y te atreves". Y va a ser ¨¦l quien juzgue y quien condene: "Ma?ana, al amanecer, te condeno a morir en la hoguera por haber regresado a estorbarnos. Ese pueblo que hoy te besaba los pies se lanzar¨¢ ma?ana, a una se?al m¨ªa, a atizar el fuego de tu hoguera". No replic¨® una palabra el Cristo a esta requisitoria; antes bien, en silencio le bes¨® la mejilla al anciano inquisidor, que, estremecido en sus entra?as por la c¨¢lida memoria de una adoraci¨®n antigua, cambi¨® de parecer s¨²bitamente, abri¨® la puerta de la c¨¢rcel y conmin¨®: "Vete, vete y no vengas de nuevo, no vuelvas por aqu¨ª nunca jam¨¢s".
No es previsible, por tanto, que regrese para Semana Santa, y no ser¨¢ preciso darle explicaciones razonables y ponerle al d¨ªa de la historia a los veinte siglos de su muerte.
Alfredo Fierro es catedr¨¢tico de Psicolog¨ªa de la Universidad de M¨¢laga.
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