Paisajes espa?oles
Marbella ha sido sometida a un exorcismo. Con la disoluci¨®n del Ayuntamiento y la prisi¨®n de sus responsables, la Espa?a pol¨ªtica y judicial ha querido conjurar los demonios demasiado familiares de la especulaci¨®n y la corrupci¨®n, expulsando los esp¨ªritus malignos del cuerpo sano de una joven democracia. Sin embargo, Marbella es m¨¢s bien el caso extremo de una enfermedad com¨²n: si la patolog¨ªa penal alcanza all¨ª su manifestaci¨®n m¨¢s grosera, los s¨ªntomas se detectan por doquier. Tanto las costas como la periferia de las ciudades, y aun las zonas rurales hasta ahora intactas, est¨¢n sufriendo una mutaci¨®n hist¨®rica impulsada por el auge econ¨®mico y las nuevas demandas ciudadanas. Desde el dolor que causa contemplar la acelerada desaparici¨®n de los paisajes naturales, solemos describir este proceso de colonizaci¨®n con t¨¦rminos como infecci¨®n o met¨¢stasis; pero este crecimiento impetuoso puede entenderse tambi¨¦n como producto de la vitalidad y el dinamismo de una sociedad pr¨®spera y hedonista, que multiplica sus exigencias con impaciencia abrupta. El territorio es siempre un retrato f¨ªsico de la cultura que lo ha modelado y, nos guste o no, los nuevos paisajes espa?oles reflejan con exactitud lo que hoy somos: acomodados, vulgares y satisfechos.
El territorio es siempre un retrato f¨ªsico de la cultura que lo ha modelado
El avance imparable del asfalto,
lo mismo que la burbuja inmobiliaria, no es producto s¨®lo de la corrupci¨®n o la codicia; proviene de una demanda social de primeras o segundas residencias que los bajos tipos de inter¨¦s y las interminables hipotecas han hecho caudalosamente asequibles y que la un¨¢nime motorizaci¨®n y las nuevas infraestructuras de transporte han hecho razonablemente accesibles. En la d¨¦cada de los noventa, el suelo urbanizado en Espa?a aument¨® un 25% (un porcentaje que se eleva al 50% en Madrid o en la costa valenciana-murciana), y esa extensi¨®n del cemento y el ladrillo suscita en todas partes la misma reacci¨®n contradictoria: des¨¢nimo ante la destrucci¨®n del medio natural y animosa adquisici¨®n de apartamentos pr¨®ximos al mar o de viviendas en promociones de baja densidad en las periferias urbanas. El urbanista Ram¨®n L¨®pez de Lucio se tom¨® recientemente la molestia de documentar los nuevos paisajes residenciales en las proximidades de Madrid y el resultado fue tan desmoralizador como estimulante; por un lado, la baja intensidad del ambiente urbano desplaza toda la actividad a grandes centros comerciales que sirven para financiar los costes de urbanizaci¨®n, aunque privatizando el dominio colectivo y abandonando al vandalismo el espacio p¨²blico residual; por otro, los convencionales desarrollos de adosados o bloques de baja altura que forman la mayor parte de los nuevos conjuntos son uniformemente espaciosos y funcionales en su configuraci¨®n y de razonable calidad material en su ejecuci¨®n: homog¨¦neos en su trivialidad ex¨¢nime y ensimismada, pero a la vez s¨®lidos, bien equipados y luminosos.
Los que escribimos en los peri¨®dicos somos por lo general demasiado viejos y elitistas como para entender que la anomia indiferente de estos nuevos paisajes urbanos no los hace menos deseables, que su abismal mediocridad visual no les resta valor inmobiliario, y que su desmayada actividad colectiva no es tan importante para el que all¨ª compra como la calidad de las carpinter¨ªas o los alicatados de los pisos. La vida de barrio ha sido reemplazada por la vida de urbanizaci¨®n -una forma de ocupaci¨®n del espacio y el tiempo que se produce tambi¨¦n en las nuevas promociones de la costa-, y estos modos in¨¦ditos de relaci¨®n y consumo son para muchos un aliciente a?adido: si no hay vida en la calle, la habr¨¢ en el centro comercial, en torno a la piscina comunitaria o en la barbacoa del jard¨ªn.
Millones de espa?oles han votado con los pies (o con las llantas) y con las hipotecas por la deste?ida suburbanidad de las periferias y por la masiva colonizaci¨®n vacacional del litoral, expresiones ambas de la prosperidad econ¨®mica, pero tambi¨¦n de una democracia pol¨ªtica que otorga la capacidad reguladora a unos municipios inermes ante las fuerzas colosales que conforman el territorio. Por m¨¢s que habitualmente rapaces y ocasionalmente corruptas, esas fuerzas se alimentan de la libertad de elegir de los compradores inmobiliarios y los paisajes que han configurado retratan fielmente la sociedad espa?ola de la democracia. Son, adem¨¢s, electoralmente demoledoras, como ha podido comprobarse en el caso caricaturesco de la Costa del Sol, pero como pudo tambi¨¦n constatarse cuando el "nuevo laborismo" brit¨¢nico se vio obligado a archivar el Urban White Paper elaborado por lord Rogers que recomendaba abstenerse de construir en las zonas v¨ªrgenes (los greenfields), por entender que enajenar¨ªa a esas clases medias emergentes del chalet y el 4x4 que forman el soporte demogr¨¢fico y electoral de cualquier centro pol¨ªtico europeo.
En una reciente exposici¨®n en
el madrile?o C¨ªrculo de Bellas Artes, el arquitecto C¨¦sar Portela mostraba sus intervenciones en dos paisajes gallegos de singular belleza y emoci¨®n, la carballeira de Lal¨ªn y las islas de San Sim¨®n y San Antonio, en la r¨ªa de Vigo, dos lugares intactos que la bulimia tur¨ªstica y vacacional no ha devorado todav¨ªa con su maquinaria inapelable, y la coincidencia con la crisis marbell¨ª animaba a preguntarse por el contraste que brindan entre lo que hemos sido y lo que somos. La carballeira, una estancia en el bosque presidida por una monumental mesa de granito donde centenar y medio de vecinos encuentran acomodo en las celebraciones comunales, es un espacio de arcaica poes¨ªa que evoca la fiesta popular y el misterio sagrado, pero a la vez recuerda el tiempo detenido de la aldea y el control asfixiante de la superstici¨®n y el h¨¢bito; las islas de la r¨ªa, emplazamiento de un antiguo lazareto y prisi¨®n, deslumbran por su naturaleza melanc¨®lica y el esplendor rom¨¢ntico de sus construcciones esenciales, pero tambi¨¦n en ese mundo perdido de sillares y l¨ªquenes que el arquitecto apenas roza con acentos de vidrio late un pasado ominoso de enfermedad, castigo y aislamiento. En contraste con los paisajes triviales y ostent¨®reos de Marbella, con su fauna rosa de col¨¢geno y joy¨®n, la belleza dolorosa de los paisajes desvanecidos nos atrae con la fuerza magn¨¦tica del abismo del tiempo. Sin embargo, si miramos de frente sin el velo h¨²medo de la emoci¨®n est¨¦tica, sabremos reconocer que los nuevos paisajes de la prosperidad narcisista nos retratan mejor que esas huellas exactas del pasado, conservadas como un insecto en el azar del ¨¢mbar. Hip¨®crita lector, Marbella somos todos.
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