Valencia bajo una luz perfecta
La ciudad mediterr¨¢nea revela al viandante sus nuevos y viejos encantos
Uno deber¨ªa poder mirar su ciudad con ojos de reci¨¦n llegado, con la voluntad generosa del viajero entusiasta, con el humor fisg¨®n del turista que no va a ninguna parte y que s¨®lo aspira al extrav¨ªo, que es la ¨²nica f¨®rmula cient¨ªfica para encontrarle el halo a los lugares. Pero lo cierto es que la ciudad propia se nos suele ocultar a los nativos por detr¨¢s de la ciudad misma. Se nos diluye su belleza entre los sedimentos de la costumbre, en el precipitado de la rutina; en especial cuando se trata de ciudades como Valencia, de belleza reservada, de encanto circunspecto.
Hay muchas ciudades de belleza evidente, irrecusable, ciudades m¨®rbidas, y que forman parte del patrimonio sentimental de quien las ha visto y de quien no (porque las ciudades, como los libros, contagian su esp¨ªritu en presencia y en ausencia, por mirada ajena, por testimonio interpuesto). Todos somos ciudadanos de Roma, de Nueva York, de C¨®rdoba, de Granada, de Par¨ªs o de San Petersburgo. Habr¨ªa que ser muy botarate para no estar enamorado de las ciudades dadivosas: tienen tanto que dilapidan.
Me atrevo a formular la hip¨®tesis indemostrable de que la luz de Valencia se encuentra en el mismo centro de la luminosidad mediterr¨¢nea: ni demasiado africana ni ya te?ida de humedades n¨®rdicas
El barrio del Carmen, durante el d¨ªa, es un zoco de viejos tenderetes y tiendas a la ¨²ltima. Conviene vagabundear sin rumbo, entre ultramarinos antediluvianos, mercer¨ªas l¨®bregas, cuchiller¨ªas amenazantes, botiller¨ªas vetustas, peluquer¨ªas dada¨ªstas y alg¨²n que otro templo de la vestimenta
Valencia no pertenece a ese g¨¦nero de ciudades suntuosas. Yo la adscribir¨ªa a una especie distinta: la de las ciudades silentes, t¨¢citas. Ciudades cuyo atractivo no proviene de su inmediata hermosura, sino de una supuraci¨®n lenta. Que no nos cautivan -digamos- por su anatom¨ªa, sino por su sombra. Ciudades que nos exigen un aprendizaje en el hechizo. Ciudades que muchos no llegar¨¢n nunca a percibir en su calado.
Yo amo Valencia por las mismas concretas razones por las que aman su lugar de origen quienes aman haber tenido origen, y haberlo hecho en un concreto lugar que no es ni mejor ni peor que otro, pero que es el suyo, el nuestro. Porque all¨ª se despierta a los sentidos y al mundo, porque all¨ª viven muchos de quienes amamos (basta un afecto para que una ciudad se destaque en la geograf¨ªa), porque sentimos formar parte de la circulaci¨®n sangu¨ªnea de un paisaje que circula por nuestra sangre. Creo que el embrujo de Valencia proviene de una amalgama de peculiaridades que la convierten en algo que deber¨ªa estar al alcance de todos: un buen lugar donde vivir.
Tal vez la ciudad no tenga opulencia para derrochar, pero posee sus lugares perfectos. Quiz¨¢ carezca de la uniformidad y la armon¨ªa con que otras nos embelesan, pero en sus discordancias y en sus desbarajustes est¨¢ bien servida de aura. Puede que no haya alcanzado la condici¨®n de gran urbe (esa dudosa dignidad) ni que le sea dado presumir de la condici¨®n campestre de algunas, pero resulta suficiente para no ser ni provinciana ni deshumanizada. Est¨¢ en su ley: ni un cas¨®n deshabitado, ni un falansterio.
Como los inviernos y los oto?os verdaderos no existen por estos pagos, la ciudad vive en un clima de perpetua primavera a la que sucede un duro y h¨²medo verano. A condici¨®n de desaparecer de Valencia, si es posible, durante los meses de julio y agosto, uno tiene la ocasi¨®n de disfrutar de la calle durante casi todo el resto del a?o. La m¨ªa es una ciudad de intemperie, para callejearla, para perder el tiempo en sus caf¨¦s, para llegarse al mar o al campo, que est¨¢n a quince minutos de cualquier rinc¨®n, y disfrutar de la luz, que alcanza aqu¨ª una naturaleza portentosa.
Ya s¨¦ que la luz es un asunto que a muchos parecer¨¢ metaf¨ªsico, pero para un valenciano es -deber¨ªa ser- tan palpable como la brisa salobre de la playa, los efluvios del azahar cuando despunta el verano o el sabor sacramental de un caldero humeante de arroz de marisco. Me atrevo a formular la hip¨®tesis indemostrable de que la luz de Valencia se encuentra en el mismo centro de la luminosidad mediterr¨¢nea: ni demasiado africana, como la luz de Alicante y Murcia, ni ya te?ida de humedades n¨®rdicas, como sucede con la luz de la Costa Brava. Con sus amarillos justos, con su n¨¢car exacto, con sus briznas mesuradas de leve bermell¨®n, tiene la naturaleza id¨®nea para que resplandezca la realidad. Resulta dif¨ªcil que bajo esta luz las cosas no se conviertan en ofrendas.
Al viajero que llega, yo le sugerir¨ªa que renunciase a cualquier veleidad de desplazamiento mec¨¢nico que no fuesen sus propias piernas. Los secretos del paisaje esperan siempre a los andarines. A d¨ªa de hoy, Valencia es una ciudad efervescente, en marcha, transform¨¢ndose a s¨ª misma con voluntad probada, a veces encomiable y a veces ca¨®tica.
Para entender qu¨¦ est¨¢ pasando en el perfil de la ciudad, yo me adentrar¨ªa, de buena ma?ana y con vocaci¨®n viandante, en el viejo cauce del Turia, y desde all¨ª ir¨ªa haciendo calas hacia el exterior. Desde hace a?os, el primitivo curso levantisco del r¨ªo es un espacio p¨²blico que recorre la ciudad: diez kil¨®metros de jardines, parques, instalaciones deportivas, arboledas. Hubo un tiempo en que algunos cr¨¢neos quisieron hacer all¨ª una autopista de varios carriles. Todav¨ªa no s¨¦ c¨®mo no prosper¨® aquella obra, en virtud del principio de raz¨®n dislocada, seg¨²n el cual cualquier disparate supremo tiene m¨¢s posibilidades de llevarse a cabo que las alternativas razonables (como est¨¢ sucediendo con la desaparici¨®n del litoral de toda la Comunidad, engullido por el urbanismo rapaz).
Desde el viejo cauce, uno adquiere de Valencia una mirada a vista de pez. En un extremo de los jardines del Turia est¨¢ -por ahora- la Ciudad de las Ciencias, y en el otro, el parque de Cabecera, dos ejemplos distintos de arquitectura p¨²blica, alrededor de los cuales crece parte de la ciudad nueva con sus altas torres de edificios por lo com¨²n despersonalizadas, sin ning¨²n atisbo serio de planificaci¨®n urban¨ªstica.
Para bien o para mal, la Ciudad de las Ciencias, esa profusa antolog¨ªa del estilo Calatrava, es ya hoy el emblema de uno de los m¨²ltiples rostros de Valencia. Denostado por los exquisitos e idolatrado por el poder administrativo, que es quien acaba por encargar las obras, el proyectista valenciano ha dibujado con el Museo de las Ciencias, el Hemisf¨¦rico, el Umbr¨¢culo, el Palacio de las Artes, con sus puentes y con las futuras torres salom¨®nicas de 250 metros de altura, cierto perfil de Valencia, ese que parece m¨¢s interesado en parecerse algo a casi todas las ciudades modernas antes que en terminar por parecerse mucho a s¨ª misma. A Calatrava (que no es, creo, ni tan adocenado como pretenden los agoreros, ni tan genial como pretenden los amantes de la arquitectura del espect¨¢culo) le ha sucedido lo que a tantos triunfadores de moda: a fuerza de imitarse est¨¢ a punto de morir de ¨¦xito.
El paseante deber¨ªa abandonar durante unos minutos el cauce para contemplar, a los pies de la Torre de Francia -uno de los m¨¢s sobrios y elegantes edificios de la zona-, El Parotet (La Lib¨¦lula), la escultura monumental de Miquel Navarro, mitad insecto volador varado, mitad guerrero. Como en su c¨¦lebre fuente Pantera Rosa, la geometr¨ªa juega a humanizarse y los vol¨²menes antropom¨®rficos y zoom¨®rficos se esencializan en la pureza geom¨¦trica.
Los padres con alguna brizna de aliento aventurero y que viajen con ni?os est¨¢n obligados a visitar el Gulliver, un parque infantil que reproduce a escala gigante al personaje de Swift, atado al suelo por las diminutas criaturas de la isla de Lilliput.
Los puentes del Turia merecen contemplarse con detenimiento. Los antiguos (del Mar, del Real, de la Trinidad, de Serranos), que riman en piedra con las viejas defensas de f¨¢brica del cauce, y los modernos (la Peineta, de Calatrava, el de las Flores). Al pasar por debajo de un puente comprendemos su verdadero significado, su naturaleza l¨ªrica, que consiste, como en las met¨¢foras, en trazar un nexo entre dos realidades alejadas, en crear un espacio habitable en mitad del vac¨ªo. Por eso los puentes adquieren su corporeidad cuando los vemos bajo sus arcos, flotando en el aire.
Por los ojos de los puentes abandonamos la Valencia que aspira a la vanguardia y llegamos a la Valencia que respira tradici¨®n. Me confieso devoto de la vista, desde el cauce, del museo de San P¨ªo V, con la c¨²pula de la iglesia rematada en ladrillo azul vidriado, que resplandece bajo el sol, como un faro para los caminantes que se dan al extrav¨ªo.
Prescribo el abandono del r¨ªo y la entrada, a trav¨¦s de las Torres de Serranos, en la ciudad vieja. El barrio del Carmen, durante el d¨ªa, es un zoco de viejos tenderetes y tiendas a la ¨²ltima. Conviene vagabundear sin rumbo, entre ultramarinos antediluvianos, mercer¨ªas l¨®bregas, cuchiller¨ªas amenazantes, botiller¨ªas vetustas, peluquer¨ªas dada¨ªstas y alg¨²n que otro templo de la vestimenta para el correcto ejercicio de la metrosexualidad.
El mercado Central
Cuando uno est¨¦ cansado de ambular por la medina es necesario que pregunte por el mercado Central, frente a la Lonja, y que all¨ª asista a la universidad de la fruta fresca y las verduras de la tierra, de las legumbres nativas y del pescado de playa. Ar-Rusafi de Valencia ya recetaba en el siglo XII la peregrinaci¨®n a los mercados y a las casas de misericordias corporales para entender el alma de una ciudad nueva. Si a los diez minutos de zangoletear por el mercado Central uno no tiene claro el concepto de mediterraneidad es mejor que postergue sus estudios y que emplee sus fuerzas en otra empresa. Si no padece un modesto ¨¦xtasis religioso ante la algarab¨ªa crom¨¢tica de los alimentos terrenales, lo m¨¢s probable es que no llegue a percibir jam¨¢s el profundo nimbo de sacro regocijo de Valencia.
Nada m¨¢s terminar el curso de posgrado en regodeo de los sentidos, uno puede regresar al cauce y caminar hasta morir, o sentarse en alguna de las terrazas de la calle para reponer fuerzas. Despu¨¦s del refrigerio, perm¨ªtanme que les invite a un paseo por mi barrio, el Ensanche. A grandes rasgos, sus l¨ªmites van de la calle de Col¨®n, l¨ªnea de la antigua muralla de la ciudad, por la Gran V¨ªa, rumbo al sureste, hasta la cuadr¨ªcula del llamado Segundo Ensanche, que termina en la avenida de Peris y Valero. Se trata de una de las zonas burguesas por excelencia. Todo lo burgu¨¦s, en seg¨²n qu¨¦ ¨¢mbitos, ha gozado de muy mala fama. Hay una llamada moral burguesa -puesta siempre al descubierto y denostada por los burgueses liberales- que suele manifestarse de forma pacata y conservadora. Por lo dem¨¢s, al universo burgu¨¦s se debe buena parte de todo lo mejor que se ha creado en el ¨¢mbito de la cultura y el progreso.
El Ensanche es hoy un barrio apacible, de moderada uniformidad arquitect¨®nica, que las obras de nueva planta van poco a poco quebrantando. Por las ma?anas es una zona industriosa repleta de comercios, despachos, oficinas y negocios, a la vez que un cl¨¢sico lugar residencial, y por la noche, el territorio con mayor n¨²mero de restaurantes y bares de copas. Como residente, lo identifico con concretos individuos con nombres concretos, vecinos que generan en silencio la energ¨ªa de la ciudad y sin cuyo trabajo no se puede entender la Valencia verdadera de hoy mismo. En la calle de Jorge Juan ha vivido hasta hace poco Francisco Brines, el autor de Ensayo de una despedida, una de las cumbres de la poes¨ªa espa?ola del siglo. En el Ensanche (qu¨¦ bonita palabra para comprender la labor del arte, su ensanchamiento espiritual y material) tienen Manuel Borr¨¢s, Manuel Ram¨ªrez y Silvia Pratdesaba la editorial Pre-Textos, un sello legendario ya en las dos orillas del mundo hisp¨¢nico del libro. Por estas calles paseaba -viv¨ªa en Taqu¨ªgrafo Mart¨ª- Juan Gil-Albert, con su atildada figura diminuta: yo le observaba caminar, lleno de admiraci¨®n por su prosa meditativa y sus poemas celebratorios, sin atreverme a dirigirle la palabra. Aqu¨ª tiene su estudio el arquitecto Manuel Portaceli, uno de los autores de la magn¨ªfica rehabilitaci¨®n del teatro romano de Sagunto, que supuso a sus ruinas lo que una perfecta edici¨®n cr¨ªtica a un texto cl¨¢sico que se encontraba corrompido. Son pintores del barrio Rosa Mart¨ªnez-Artero, Jos¨¦ Saborit, Javier Chapa, Horacio Silva, Marcelo Fuentes. Aqu¨ª escriben las novelistas Susana Fortes y Teresa Garb¨ª y los poetas Jaime Siles y Marc Granell. A menudo me cruzo al atardecer con el director teatral Antonio D¨ªaz-Zamora. Aqu¨ª vivieron Ram¨®n Gaya y Max Aub.
Para completar alguna de las Valencias posibles -ni cainita, ni campanilista; ni pirot¨¦cnica, ni ensimismada- es preciso tener presente su pujanza creadora de vocaci¨®n privada y universal, porque una ciudad se edifica sobre todo con los basamentos del esp¨ªritu.
- Carlos Marzal (Valencia, 1961) fue premio Nacional de Poes¨ªa en 2002. Su primera novela se titula Los reinos de la casualidad (Tusquets, 2005).
GU?A PR?CTICA
Comer- Riff (963 33 53 53). Conde de Altea, 18. Bernd Kn?ller es uno de los chefs m¨¢s serios e imaginativos de la ciudad. Tiene una tienda en el local adyacente con un delicioso panettone de chocolate. Men¨²s para el almuerzo alrededor de 30 euros. A la carta, unos 60 euros.- Albacar (963 95 10 05). Sorn¨ª, 35.Un cl¨¢sico de la ciudad, donde los hermanos Albacar ofrecen su cocina de ra¨ªz mediterr¨¢nea. Desde 40 euros.- Torrijos (963 73 29 49). Doctor Sumsi, 4. Raquel, la hija de ?scar Torrijos, una instituci¨®n gastron¨®mica en Valencia, regenta junto con su marido este restaurante de nueva cocina. Buena bodega. Desde 50 euros.- Nostre Bar (963 74 95 28 y 619 99 19 72). Carlos Cervera, 8. Muy recomendables la selecci¨®n de cecinas, las ensaladas -en especial la de trigo- las sartenes y el codillo. Paco Gim¨¦nez es un excelente conocedor de los vinos valencianos.A partir de 20 euros. S¨®lo cenas.Salir - La Fulop. Literato Azor¨ªn, 7. Duranteel d¨ªa es restaurante -con buen men¨² para comer- y por la noche bar de copas. - La Iguana Azul. Almirante Cadarso, 32. Una cueva cl¨¢sica para quienes gusten de la penumbra y el baile hasta altas horas. - Un Sur. Maestro Gozalbo, 17. Discoteca que ha conocido mil muertes y mil resurrecciones, y ah¨ª sigue. Ahora pone m¨²sica funky.Informaci¨®n- Turismo de Valencia (www.comunitatvalenciana.com)- www.turisvalencia.es
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