Las estatuas y las flores
Al leer la noticia de que el Gobierno chino iba a instalar en el T¨ªbet la m¨¢s gigantesca estatua de Mao Tse Tung, mayor incluso que las que proliferaron en China, he recordado una escena on¨ªrica de mi primer viaje al Mosc¨² posterior al desmantelamiento de la Uni¨®n Sovi¨¦tica. La escena tuvo lugar, a finales de mayo de 1996, ahora har¨¢ diez a?os, en los amplios jardines que rodean la Nueva Tretiakov, una fea y ecl¨¦ctica galer¨ªa que nada tiene que ver con la vieja Tretiakov, tan repleta de joyas art¨ªsticas por metro cuadrado.
Los jardines estaban esplendorosos. Lo sorprendente, sin embargo, era que entre las abundantes flores que exhib¨ªan la violencia crom¨¢tica de la primavera rusa hab¨ªa un sinf¨ªn de estatuas esparcidas por el suelo. Pregunt¨¦ a mi int¨¦rprete y me contest¨® que correspond¨ªa a los personajes hist¨®ricos que en los ¨²ltimos tiempos hab¨ªan perdido su pedestal en la vida p¨²blica de Rusia. En otras palabras: los que desde su verticalidad hab¨ªan vigilado el inmediato pasado ahora yac¨ªan en la horizontalidad del presente.
El yacente m¨¢s colosal era Dzherzhinsky, fundador de la polic¨ªa secreta, cuya estatua horizontal se extend¨ªa a lo largo de treinta o cuarenta rosales de hermosas flores amarillas y rojas. Dzherzhinsky ten¨ªa la nariz y una de las piernas rotas, pero por lo dem¨¢s no parec¨ªa haber sido maltratado, en justo homenaje a su memoria, y descansaba contra el cielo con aire severo y solemne. Hab¨ªa, por supuesto, bastantes stalin, m¨¢s de los que se hubiera podido creer tras la oficial desestalinizaci¨®n de tantos a?os. Stalin, de cuerpo entero, se asemejaba a un paternal capataz de cantera, mientras en el formado busto ten¨ªa indefectiblemente el aire de un astuto jugador de cartas. Hab¨ªa, menos, lenin, la cabeza calva y con perilla que se hab¨ªa convertido en lo que ahora, siguiendo a los publicitarios, llamamos un icono del siglo XX (Lenin, no obstante, sigue todav¨ªa hoy vertical en sus pedestales en muchas ciudades rusas de provincias, sobre todo cuando uno se aleja de Mosc¨²). Hab¨ªa krushev y breznev, el uno dicharachero y p¨ªcaro, el otro con el rostro de perro gru?¨®n camuflado en cejas de casi impensable espesor. Hab¨ªa, en fin, grushenko y antonov, nombres que ya no dir¨¢n nada a la mayor¨ªa de los lectores, aunque en su momento, pese a ser los ¨²ltimos representantes de la crepuscular gerontocracia sovi¨¦tica, tuviera todav¨ªa la potestad de tener el mundo en un pu?o.
Cuando disfrutaron de la verticalidad todos hab¨ªan tenido un poder ilimitado y, no obstante, horizontales, eran tan poca cosa, tan fr¨¢giles en comparaci¨®n al poder de los rosales. Pens¨¦ que en aquel jard¨ªn estaban resumidos ochenta a?os de la historia de Rusia, tambi¨¦n de nuestra propia historia, y que no dejaba de ser esperanzador que cualquiera de los p¨¦talos desprendidos de una flor marchita brillara m¨¢s bajo el sol que toda aquella l¨²gubre colecci¨®n de cabezas.
Por aquellos a?os, Theo Angelopulus, el director de cine, tuvo la feliz idea, en La mirada de Ulises, de trasladar una enorme imagen de Lenin, tambi¨¦n en posici¨®n vertical ya, a trav¨¦s del r¨ªo Danubio, como simb¨®lico final de un era. Al parecer, el cambio de posici¨®n de las estatuas es el mejor signo para reconocer las etapas terminales. La ocupaci¨®n de los escultores depende, as¨ª, del p¨¦ndulo de la Historia. Al fin y al cabo, Lenin y Stalin se hab¨ªan divertido de lo lindo con la demolici¨®n de las estatuas del zar Nicol¨¢s II, no conform¨¢ndose con demoler su vida. Segu¨ªan una largu¨ªsima tradici¨®n en la que sus admirados Marat y Robespierre hab¨ªan sido maestros incomparables. Finalmente tambi¨¦n a ellos les hab¨ªa tocado el turno de la horizontalidad.Antes o despu¨¦s los colosos de piedra deben caer, precisamente para que las rosas prevalezcan. Es una liturgia necesaria a la que nadie puede escapar por m¨¢s que los tiranos construyan sus ilusiones para la eternidad. La libertad exige que s¨®lo queden, en cuanto testimonios, peque?os fragmentos de estas ilusiones, como esos pies y esas manos gigantescas que exhiben los museos romanos, pedazos de alguna estatua de Constantino el Grande, el emperador que quiso inmortalizarse recurriendo a su perpetuaci¨®n p¨¦trea a escala egipcia.
Hay que derribar las estatuas de los dictadores, pero derribarlas bien. Las im¨¢genes, televisadas a todo el mundo, de las fuerzas de ocupaci¨®n norteamericana demoliendo la de Sadam Husein en Bagdad no pod¨ªan augurar nada bueno. No lo hicieron los iraqu¨ªes, como ritualmente correspond¨ªa; el pedestal se resisti¨® m¨¢s de la cuenta; se colg¨® la bandera de Estados Unidos, signo de conquista. Aquel acto no anunciaba la victoria sino el desastre. En t¨¦rminos rituales, en Espa?a hemos sido ejemplares al permitir la supervivencia de estatuas de Franco incluso treinta a?os despu¨¦s de la instauraci¨®n de la democracia. Para esa catarsis que jam¨¢s se produjo no fue tan decisivo que el dictador muriera en la cama como que no conservemos ninguna imagen del derribo de sus estatuas, sobre todo de aquellas en que un militarote ignorante imitaba el gesto ecuestre de Marco Aurelio.
Tampoco tenemos im¨¢genes de la demolici¨®n de estatuas de Mao Tse Tung. Y el mundo calla cuando el Gobierno chino anuncia la erecci¨®n de la mayor de todas en T¨ªbet, una tierra ocupada y ultrajada. La aparici¨®n de esta informaci¨®n en los peri¨®dicos ha coincidido con la edici¨®n aqu¨ª de la mayor biograf¨ªa de Mao escrita hasta el momento, la de Jung Chang y Jon Halliday. Estos historiadores hablan de "sesenta millones de chinos muertos en tiempos de paz". El responsable ¨²ltimo: Mao. Rebajemos en un veinte por ciento el n¨²mero -siempre hay que rebajar las cifras de los historiadores- y a¨²n quedan cincuenta millones. La mayor cat¨¢strofe del siglo XX.
Sin embargo, apenas ning¨²n Gobierno occidental se atreve a poner en juicio a los herederos declarados de Mao que siguen monopolizando un r¨¦gimen de partido ¨²nico. Hay argumentos de peso. En una reciente encuesta en doce pa¨ªses de gran envergadura, y ante la interrogaci¨®n ?el capitalismo lleva a la felicidad?, los chinos han contestado afirmativamente en un noventa por ciento, el pa¨ªs m¨¢s feliz por tanto, seguido de Jap¨®n y Estados Unidos. Y bajo la vigilancia del partido comunista. Liberalismo econ¨®mico y totalitarismo pol¨ªtico, el binomio que m¨¢s atrae a los inversores del planeta ?Qui¨¦n va a protestar porque se construya una nueva estatua del antiguo tirano, la mayor, en el pa¨ªs ocupado, T¨ªbet?
Nadie va a protestar. Y no obstante nuestra libertad depende de que tambi¨¦n se derriben las estatuas de este dictador. El propio Mao Tse Tung ya lo sugiri¨®: "Que florezcan cien flores". En el jard¨ªn de las estatuas yacentes que incluya la suya.
Rafael Argullol es escritor y fil¨®sofo.
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