El mismo mar de todos los veranos
En la d¨¦cada de los sesenta, el esp¨ªritu conc¨¦ntrico de Veraneantes, de Gorki, pareci¨® infiltrarse en incontables ficciones. A vuelapluma, pienso en Moravia y Antonioni, y, aqu¨ª, el primer Garc¨ªa Hortelano (Nuevas amistades, Tormenta de verano), Jos¨¦ Mar¨ªa Sanju¨¢n (R¨¦quiem por todos nosotros), o el Aldecoa de Parte de una historia. En teatro, curiosamente, s¨®lo detecto Vent de garb¨ª i una mica de por, de Maria Aur¨¨lia Capmany.
El esquema de todas ellas era casi siempre el mismo: un grupo de burgueses insatisfechos, atrapados en rutinas pegajosas, perdidos en conversaciones que giraban como moscas en torno a una copa abandonada junto a la piscina. Un verano interminable, id¨¦ntico a todos los anteriores, y un breve estallido final tras el que las cosas volv¨ªan a quedar m¨¢s o menos como estaban. Sin embargo, Veraneantes no conoci¨® excesivos montajes, quiz¨¢ porque el texto de Gorki tiende a verse como un Ch¨¦jov menor. Abri¨® fuego la hist¨®rica puesta de Peter Stein en la Schaub¨¹hne, en 1976, y despu¨¦s s¨®lo recuerdo la direcci¨®n de Gandolfo en el Bellas Artes, en 1979, y Les Estivants de Llu¨ªs Pasqual en el Od¨¦on, en 1993. Carlota Subir¨®s, una de las mejores directoras de nuestro pa¨ªs, acaba de estrenar una nueva versi¨®n, Estiuejants, en traducci¨®n catalana de Miquel Cabal: pocas veces se ha llenado tan bien la sala grande del Lliure, con una producci¨®n bella y sobria, cuidad¨ªsima y de gran altura; servida por un excelente reparto y con un ritmo que no decae a lo largo de las casi tres horas de funci¨®n. Gorki escribe Veraneantes en 1904; el mismo a?o en que Ch¨¦jov estrena El jard¨ªn de los cerezos. Militancias aparte, la diferencia entre ambos dramaturgos radica, creo, en una cuesti¨®n de subtextos. En los personajes de Gorki no hay sombra de pudor emocional: todos dicen sin ambages lo que piensan y sienten, en continuas explosiones de angustia, tedio, anhelo y desesperanza, y su, digamos, perfil psicol¨®gico se advierte tan pronto pisan la escena: B¨¢rbara (?urea M¨¢rquez), la burguesa neur¨®tica; Basov (David Selvas), el marido c¨ªnico; Vlas (Xavier Ripoll), el idealista que oculta su rabia tras una m¨¢scara de clown; Suslov (Andreu Benito), el nuevo rico grosero y brutal, sin un ¨¢tomo de culpa. Personajes pintados, quiz¨¢, de un solo y r¨¢pido trazo, pero cuyo dibujo es vigoroso y muy bien observado. Es chejoviana la encenagada situaci¨®n y algunos secundarios: el escritor Shalimov (Santi Pons), un Trigorin sin talento, o el ben¨¦volo humorismo con que retrata al atribulado doctor Dudakov (Albert Ribalta) y a Olga (Mia Esteve), su quejosa pareja, o al viejo millonario Dovoietchoy (Jordi Serrat), empecinado en llenar como sea la soledad de su mansi¨®n de doce habitaciones. A primera vista, el "mensaje" revolucionario corre a cargo de la doctora Mar¨ªa Lvovna, encarnaci¨®n de la "conciencia activa", a a?os luz de Astrov o Chebutikin, sus esc¨¦pticos o resignados colegas chejovianos. Gorki, que pod¨ªa ser did¨¢ctico pero no idiota, regala a su personaje-portavoz una sabidur¨ªa casi oriental y una hermosa historia de amor imposible. Vicky Pe?a, guiada por una espl¨¦ndida direcci¨®n, se encarga de desmontar, con una fuerza tranquila y constante, sin apenas alzar la voz, la etiqueta de sermoneadora insoportable construida por sus compa?eros de veraneo. Es la reina indiscutible de la funci¨®n, secundada por Xavier Ripoll, que hace una verdadera creaci¨®n del rol de Vlas, el buf¨®n amargo. Destacan, asimismo, la pareja formada por Andreu Benito, desatando su ferocidad en el tercio final, y una ¨¢cida y carnal Rosa G¨¢miz, que se marca un Ochichornie de aupa, as¨ª como su chulesco amante Zamislov (David Vert).
El nivel de los quince int¨¦rpretes
es ¨®ptimo, y quiz¨¢ por ello desentone, l¨¢stima, la interpretaci¨®n sorprendentemente externa de ?urea M¨¢rquez, una B¨¢rbara gesticulante, gritona (o peor: con tonillos), y "mostrando" en exceso sus estados de ¨¢nimo; defectos que se aten¨²an en la segunda parte, donde alcanza un controlado voltaje emocional. En cuanto a su esposo en la ficci¨®n, David Selvas, trabaja a su buen nivel habitual, pero corre el peligro de encasillarse en un tipo: el c¨ªnico sonriente y suavemente perverso que de un tiempo a esta parte viene repitiendo en cine y teatro. Para no perder la costumbre, Veraneantes est¨¢ "ambientada" en la actualidad. Es decir, que los personajes se sientan en sillas de dise?o y visten como usted y como yo, salvo en unos breves flashes en los que cruzan la escena como si fueran los fantasmas de sus bisabuelos, con unos trajes tan preciosos como infrautilizados. Nada de esto es necesario, pero tampoco llega a ser molesto: predomina la intensidad del texto y los int¨¦rpretes, as¨ª como la seguridad de la puesta en escena, con su complicada coreograf¨ªa de entradas y salidas, o esas conversaciones que parecen seguir una pauta musical de d¨²os, tr¨ªos, y escenas grupales con voces superpuestas, aunque hay problemas de vocalizaci¨®n (a ratos, Santi Pons como Chalimov) y, rizando el rizo, una escena en la que los sirvientes magreb¨ªes (Mohamed al Gharbi, Abd al Aziz Almuntassir) hablan en su idioma sin un mal subt¨ªtulo. Carlota Subir¨®s da el do de pecho en la secuencia, magistralmente montada y medida, de la fiesta nocturna, tan larga y terminal como el baile de El Gatopardo, y culmina, en clave ¨ªntima, con el emocionante di¨¢logo entre Mar¨ªa Lvovna y su hija Sonia (Mar¨ªa Ribera, otra fuerza tranquila). A aplaudir, igualmente, la escenograf¨ªa de Glaenzel y Cristi¨¤ (una amplia sala con ventanales, muy al estilo de Hildegarde Bechter), la iluminaci¨®n de Mingo Albir (con esos farolillos de jard¨ªn como luces a la deriva en un mar de petr¨®leo) o la estupenda banda sonora de Crespo y Serradesanferm, con piezas de jazz nocturno, en sordina, y, a modo de colof¨®n, el Gung Ho de Patti Smith y su sarc¨¢stico estribillo: "One more revolution, one more turn of the wheel". Sin duda, uno de los grandes montajes del a?o, que deber¨ªa girar por toda Espa?a.
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