En Venecia con Joseph Brodsky
No s¨¦ muy bien si estoy en Venecia con Joseph Brodsky o sucede al rev¨¦s. Es decir, que me siento tan hundido en las entra?as del poeta ruso que Venecia ha dejado de flotar. La ciudad m¨¢s hermosa del planeta y el premio Nobel que mejor la cant¨®, se hunden poco a poco de com¨²n acuerdo.
A esto se debe que empiece mi historia por el final, relatando la ¨²ltima tarde de una estancia de solo cuatro d¨ªas en Venecia, cuando el vaporetto me condujo desde Giudecca, la isla donde antiguamente reclu¨ªan a los condenados por la justicia, a la isla del cementerio habitada nada m¨¢s que por los muertos.
Aqu¨ª, al cementerio, he venido para visitar a Joseph Brodsky. No lo hab¨ªa visto desde un par de a?os antes de su muerte cuando fui a entrevistarlo a su casa de Nueva York para los lectores de este mismo peri¨®dico. En aquella entrevista no anunci¨® su deseo de ser enterrado en Venecia. Anunci¨®, en cambio, que su muerte ser¨ªa una r¨¦plica de la muerte de su padre: "Mi coraz¨®n tambi¨¦n estallar¨¢ como una bomba".
Sin autom¨®viles, motos ni bicis, solo se oyen las campanas de iglesias y las sirenas de los barcos
Ahora he tra¨ªdo su libro Marca de Agua como la ¨²nica gu¨ªa tur¨ªstica para m¨ª aceptable. Ninguna otra gu¨ªa de Venecia me interesa fuera de esta prosa tersa, afilada y negra como la proa de las g¨®ndolas que surcan el Gran Canal. Adem¨¢s no es un libro demasiado extenso. Resume en un solo cuerpo de escritura sus reflexiones de diecisiete viajes a lo largo de otros tantos a?os efectuados a esta ciudad. Fueron siempre estancias breves pero intensas. Siempre en invierno porque, como ¨¦l mismo escribi¨®, jam¨¢s pisar¨ªa Venecia en verano, aunque lo obligaran a punta de pistola.
Pero una vez muerto, las cuatro estaciones son una sola estaci¨®n. Y aqu¨ª est¨¢ Brodsky bajo una losa de m¨¢rmol blanco, sin pulir, en la que se lee su nombre y la duraci¨®n, que no fue larga, de su existencia: 1940-1996. Lo que ocurre es que no ser¨ªa f¨¢cil localizar su tumba si alg¨²n joven poeta no hubiera escrito con rotulador su nombre junto al de Ezra Pound en las escasas se?ales de tr¨¢fico funerario. Solo as¨ª pude llegar a la sepultura en la que algunos visitantes depositaron l¨¢pices y bol¨ªgrafos formando un ramillete de utensilios de escritorio. Y al verlo me pregunt¨¦ si ser¨ªa costumbre dejar este tipo de ex votos para permutarlos. ?Habr¨¦ de abandonar mi bic y llevarme otro que haya permanecido varios meses, tal vez varios a?os, sobre el coraz¨®n reventado del formidable poeta?
Un joven hizo esto con la mayor naturalidad. Luego abraz¨® emocionado a la muchacha que iba con ¨¦l, tal vez imaginando que ahora la inspiraci¨®n estaba garantizada, y se preguntaron d¨®nde podr¨ªa estar la tumba de Ezra Pound. Yo mismo hab¨ªa intentado localizarla unos minutos antes sin resultado alguno, como si Brodsky, que detestaba al autor de Los Cantos por sus servicios prestados al fascismo, y por su desprecio a los jud¨ªos, estuviera all¨ª para impedir que descubri¨¦ramos sus restos.
En su libro nos cuenta c¨®mo un d¨ªa visit¨® con Susan Sontag a la anciana viuda de Pound. Es un relato despiadado. Brodsky acorral¨® a la vieja como a una rata debajo del sof¨¢, y esta se defendi¨® con u?as y dientes de las acusaciones que le dirigi¨® Brodsky. Para ponerle la puntilla escribi¨® luego: "Los Cantos me dejaban fr¨ªo. Su principal error es muy antiguo: la b¨²squeda de la belleza".
Brodsky no buscaba la belleza. Ni siquiera dese¨® fabricar belleza alguna. Le importaba la verdad. Y en cierto modo produjo esa verdad en sus mejores poemas. Y en sus frases sueltas y cerradas: "Dios es solamente tiempo". Tambi¨¦n habla en este libro del cansancio de la luz de Venecia. Es decir, del cansancio de una belleza extrema, del agotamiento de la vida. Por eso mismo, m¨¢s que la afirmaci¨®n de ninguna evidencia, su propio epitafio trasero es un simple deseo: Letum non omnia finit, leemos en la parte posterior de la piedra.
Ahora, ya en el vaporetto de regreso a la isla de los vivos, incluso de los demasiado vivos, encuentro a un hombre de avanzada edad con su perro en brazos. No es un perro peque?o, pero es que el hombre tampoco es peque?o y a duras penas cabe en su asiento. Acaricio la cabeza del perro. Es bastardo, dice el hombre, y adem¨¢s es un perro ingl¨¦s porque ¨¦l vivi¨® cincuenta a?os en aquel pa¨ªs, y lo sac¨® de una perrera de Londres. Calculo que este hombre y su perro deben tener ya la misma expectativa de vida. El perro cumpli¨® 14 a?os. Su amo, que dice llamarse Ruggero, pas¨® de los 83.
Es importante que a?ada que el perro de Ruggero se llama Mascara. Buen nombre para el perro de un veneciano. Ruggero me explica que un napolitano, un romano, un milan¨¦s o un siciliano no se parecen nada a un veneciano. "El veneciano es alguien que estando en la otra parte del mundo, porque no le queda otro remedio para tener un trabajo, piensa todos los d¨ªas en su Venecia. Ni un solo d¨ªa dejaba yo de pensar en mi Venecia. Y me dec¨ªa: ?existe otro lugar m¨¢s hermoso en el mundo entero?".
Cuando por fin llega el vaporetto al muelle de los jardines de la Bienal, Ruggero se levanta y me tiende la mano. Pero espera que nos veamos muy pronto por aqu¨ª, eso dice con un gesto firme, mientras el joven encargado de echar el cabo y de arrimar la embarcaci¨®n al muelle se despide del anciano y de su perro llam¨¢ndolos por su nombre. "Todos los d¨ªas aparecen en el mismo sitio y a la misma hora", a?ade el marinero.
Sin autom¨®viles, sin motos ni bicicletas, en esta isla solo se oyen las campanas de las iglesias y las sirenas de los barcos. Las cabezas de los venecianos se ocupan de otras cosas ajenas a c¨®mo evitar atropellos mortales. Observo que existe una relaci¨®n familiar entre muchos viajeros de cercan¨ªas. El vaporetto navega despacio y se balancea para adormecer a sus ocupantes que, tontos ser¨¢n, si no aprovechan la oportunidad para seguir el vuelo de las palomas que escapan hacia la laguna sorteando cualquiera de los cuatrocientos puentes de la ciudad.
En la plaza de Roma, que es de donde parten todos los autobuses y se acaba de golpe la tranquilidad, me ocurre lo que a veces puede ocurrir en las historias de Paul Auster: Ruggero aparece erguido con su perro Mascara, que ahora lleva puesto el bozal, porque hoy -dice al reconocerme- van a visitar a su hija que vive en un pueblo cercano a Venecia. Reanuda la conversaci¨®n en el punto mismo en el que la hab¨ªa dejado la v¨ªspera al bajar del vaporetto, en los jardines de la Bienal: "Le dec¨ªa que en Londres, donde trabaj¨¦ mas de cincuenta a?os, nadie te obliga a ponerle bozal al perro, mientras que aqu¨ª te fuerzan a cometer esa crueldad. S¨®lo por eso echo de menos Londres".
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