Las guerras internas
El continente nuestro es el continente de S¨ªsifo, el personaje de la mitolog¨ªa griega que estaba condenado a subir una pesada roca hasta la cumbre de una monta?a, a verla caer de nuevo y a volver a subirla eternamente. Nosotros pertenecemos al mundo de la repetici¨®n, de las refundaciones. Tenemos la costumbre maldita de partir de cero a cada rato. Parecer¨ªa que Chile podr¨ªa ser la excepci¨®n, pero no hay que cantar victoria todav¨ªa. Hemos sido buenos en ¨¦pocas pasadas y ahora mismo para llegar hasta el umbral del desarrollo, pero no hemos conseguido pasarlo. En todo caso, llegar al umbral del progreso social, econ¨®mico, de todo orden, es quiz¨¢ menos triste que llegar al desarrollo y empezar despu¨¦s a subdesarrollarse, como tambi¨¦n ha ocurrido en nuestra complicada regi¨®n.
En mi larga experiencia, me he asomado muchas veces al mundo brasile?o. Con buenos gu¨ªas, con los mejores mentores, con explicaciones inmejorables. Ahora llegu¨¦ de nuevo a la ciudad de S?o Paulo, despu¨¦s de largos a?os, y ya hab¨ªa estallado la guerra entre el crimen organizado, el llamado PCC, y la polic¨ªa estatal. S?o Paulo es uno de los monstruos urbanos de la ¨¦poca moderna y la guerra siempre ocurr¨ªa en otra parte. En el viaje entre el aeropuerto internacional y la ciudad, aparte de un atasco monstruoso de tr¨¢fico, de las filas de veh¨ªculos detenidos en los grandes puentes, alcanc¨¦ a divisar una columna de humo negro en un lugar no demasiado lejano. Me explicaron que era el efecto de una bomba incendiaria en un cuartel policial de los alrededores. Me lo explicaron sin dramatizar demasiado, como si se tratara de un desastre natural, de una ventolera o de una tempestad el¨¦ctrica.
Llegu¨¦ a un hotel c¨¦ntrico y sal¨ª a caminar un rato, de acuerdo con una antigua costumbre. Pero pronto descubr¨ª que la calle, a trav¨¦s de signos m¨¢s bien imprecisos, me invitaba a regresar a mi refugio. Uno puede alejarse de los sujetos de aspecto peligroso y cruzar las esquinas con precauciones, pero si uno, por razones de seguridad personal, se ve en la necesidad de atravesar con las luces rojas, parece mejor abstenerse. Regres¨¦, pues, a paso de marcha, y me dediqu¨¦ a recuperar el acento brasile?o con sus inflexiones particulares, el "sotaque", en dos o tres programas de televisi¨®n. Hab¨ªa luchas campales, buses volcados e incendiados, presos que mostraban carteles subversivos y exhib¨ªan armas de fuego en las torres de las c¨¢rceles. Las autoridades del Estado y de la polic¨ªa declaraban que todo estaba bajo control. Los periodistas, por su lado, daban a veces la impresi¨®n de echarle le?a al fuego.
A la ma?ana siguiente part¨ª a la Universidad de S?o Paulo y no hab¨ªa el menor problema. Con nuestra costumbre de ver a estudiantes encapuchados que lanzan piedras y bombas molotov, como representantes de la mayor barbarie imaginable, el campus paulista era, por el contrario, el oasis m¨¢s perfecto. Me hizo recordar algunos recintos universitarios de los Estados Unidos. No era Yale ni Harvard, pero en m¨¢s de alg¨²n sentido andaba cerca. Y me permiti¨® comprobar una vez m¨¢s algo que he observado muchas veces y en diferentes ¨¦pocas: que los brasile?os saben mucho m¨¢s de nosotros que nosotros de ellos. En otras palabras, ellos saben algo de nosotros y nosotros de ellos no sabemos nada. Ellos convivieron con Alfonso Reyes, siguieron de cerca a Jorge Luis Borges, acogieron a Neruda en sus navegaciones y sus regresos. Y han seguido esa historia hasta ahora. Neruda sol¨ªa decir algo m¨¢s o menos divertido, pero en el fondo equivocado. Dec¨ªa que los poetas del Brasil eran "verdaderos sabios", insinuando que eso pod¨ªa ser un inconveniente para escribir buena poes¨ªa. Pero Goethe y Paul Val¨¦ry tambi¨¦n eran sabios, y en su ¨¦poca, a juzgar por el c¨²mulo de sus referencias cl¨¢sicas, don Luis de G¨®ngora tambi¨¦n lo era, y Charles Baudelaire era un sabio a su extravagante modo. Pero lo de Neruda era una an¨¦cdota y una broma, y lo dec¨ªa sin mala sangre, con su sentido del humor habitual. Y los brasile?os, por su parte, se re¨ªan de buena gana.
Sal¨ª en buenas condiciones de mi encuentro con los universitarios, profesores y alumnos, pero en la tarde ya no pude entrar al Instituto Cervantes, que me hab¨ªa invitado a dar una conferencia. La gente hab¨ªa salido temprano de sus trabajos y hab¨ªa una cola de buses y autom¨®viles que parec¨ªa detenida para la eternidad. Regres¨¦ a mi refugio, donde se realizaba un congreso cuyo t¨ªtulo, a esas alturas de la batalla de los suburbios, parec¨ªa ir¨®nico, Democracia y Libertad, y me encerr¨¦ a leer y descansar un rato. Me asom¨¦ despu¨¦s por la ventana, desde mi piso n¨²mero catorce, y me encontr¨¦ con una ciudad de grandes rascacielos, de nubarrones negros y que se hab¨ªa quedado desierta: una ciudad electrizada y fantasmag¨®rica, un escenario de teatro del futuro. En la televisi¨®n se hablaba de m¨¢s de cuarenta polic¨ªas muertos, de muertos del otro lado que ya pasaban de cien, de asaltos a cuarteles, a casas de funcionarios de los sistemas de seguri-dad, a dep¨®sitos de autobuses. Y muchos de los entrevistados afirmaban con toda claridad que los polic¨ªas estatales, en furiosa represalia, disparaban antes de hacer preguntas.
El viaje m¨ªo de pocos d¨ªas a S?o Paulo y R¨ªo de Janeiro fue intenso, lleno de episodios apasionantes e instructivos, y me falta espacio para relatarlo. Para ser justo, debo decir que hubo muchos instantes de excitaci¨®n, de asombro, y ninguno de verdadero miedo ni nada que se parezca. La ciudad tiene alrededor de 22 millones de personas, el Estado m¨¢s de 40, y se vive bajo la impresi¨®n constante de que la extensi¨®n, la geograf¨ªa, constituyen el mejor resguardo. Los chilenos de ¨¦pocas anteriores pensaban que en Chile nunca pasaba nada. En Brasil siempre pasa algo, y mucho, pero en otra parte. Hacia el final de los disturbios, por ejemplo, se supo que los presos de una c¨¢rcel hab¨ªan degollado a un delincuente acusado de traici¨®n y hab¨ªan exhibido su cabeza desde el techo, ensartada en una picota, pero mientras ocurr¨ªa esto, o muy poco rato m¨¢s tarde, la sociedad paulista, los "gran finos", como se dec¨ªa antes y no s¨¦ si todav¨ªa se dice, beb¨ªan champa?a de buena calidad en la inauguraci¨®n de una extraordinaria muestra de Edgar Degas en el Museo de Arte Moderno. En otras palabras: en uno de los techos del monstruo citadino se pod¨ªa leer una p¨¢gina de la Revoluci¨®n Francesa y del a?o del Terror; en otra parte, entre muros y terraplenes de arquitectura racional, se desarrollaba una escena del Proust de El tiempo recobrado.
Uno habla del presidente Lula en Chile y lo interpreta, qui¨¦ralo o no, con las coordenadas del presidencialismo y del centralismo chilenos. Pero uno llega a S?o Paulo y a R¨ªo de Janeiro y tiene la sensaci¨®n inmediata de que el Poder Ejecutivo, Brasilia, la Administraci¨®n central del pa¨ªs, son entidades, fen¨®menos mucho m¨¢s lejanos. Los detalles del estallido de la revuelta que empezaron a conocerse a los dos o tres d¨ªas, para nosotros, para los equilibrados h¨¢bitos nuestros, parec¨ªan episodios dignos de la narrativa fant¨¢stica. El jefe de la facci¨®n criminal, de apodo Marcola, es un hombre todav¨ªa joven, de m¨¢s o menos buena figura, de leyenda donjuanesca, lo cual, desde luego, no le hace el menor da?o, y que, por lo que se vio, dirige su organizaci¨®n desde la c¨¢rcel con la mayor eficacia. Hac¨ªa pocos d¨ªas, la polic¨ªa hab¨ªa organizado una reuni¨®n reservada para discutir temas de seguridad. Ah¨ª se hab¨ªa resuelto trasladar a Marcola a una celda bien vigilada y hacer algo parecido con los delincuentes principales. Pues bien, la grabaci¨®n de este encuentro privado fue vendida al PCC por uno de los funcionarios encargados del audio en 200 reales, equivalentes a unos 70 euros. Cuando el responsable del soborno fue interpelado respondi¨® que su sueldo mensual no era superior al equivalente de 500 euros. Estoy perfectamente justificado, pareci¨® decir, y nadie se escandaliz¨® m¨¢s de la cuenta.
Otro detalle revelador fue la actitud del gobernador del Estado. En primera instancia, se opuso terminantemente a la intervenci¨®n de las tropas federales. Enseguida, de acuerdo con testimonios concordantes, opt¨® por negociar en secreto con las fuerzas del crimen. Una de las concesiones que ellos solicitaban, al parecer, era contar en las c¨¢rceles con televisores de plasma para seguir el pr¨®ximo Campeonato Mundial de F¨²tbol. Ya ven ustedes. No poder mirar una jugada de Ronaldo, un gol de Ronaldinho, en el pa¨ªs de Pel¨¦, de los campeones m¨²ltiples, era un castigo no previsto por las leyes penales, de una crueldad probablemente innecesaria. Y como el gobernador del Estado, Claudio Lembo, es de derecha, aliado del ex gobernador y actual candidato presidencial Gerardo Alckmin, todos piensan que las violentas jornadas de S?o Paulo sirvieron para asegurar la pr¨®xima reelecci¨®n de In¨¢cio Lula da Silva. Era la "mayor¨ªa blanca perversa" enfrentada al "presidente obrero y padre de los pobres". As¨ª se dijo all¨¢, al menos, y no estar¨ªa mal que comencemos a entender estas sutilezas. Para entender el complicado universo latinoamericano de estos d¨ªas. De otra manera, las claves del rompecabezas regional, las salidas secretas del laberinto, nos fallan.
Jorge Edwards es escritor chileno.
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