Un vendedor de olivos en Manhattan
Todos sabemos que en la India el tipo del triciclo habr¨ªa mirado a la c¨¢mara. Habr¨ªa sonre¨ªdo. Habr¨ªa llamado a un par de amigos para que salieran en la foto con ¨¦l. Y luego habr¨ªa ofrecido sus servicios exclusivos: transporte a pedal, gu¨ªa tur¨ªstico, int¨¦rprete y cambista de d¨®lares a rupias. Lo m¨¢s probable es que el hombre del rickshaw en Nueva Delhi hubiera acabado siendo un hombre indispensable. Una especie de secretario particular. Y, con un poco de suerte, un amigo para toda la vida.
Pero no estamos en Nueva Delhi. Estamos en Nueva York. Y aqu¨ª las cosas son distintas. En la ciudad de los rascacielos los taxistas indios y paquistan¨ªes van al volante de cualquier taxi amarillo mascando betel, mientras que los nuevos taxistas anglosajones se montan en el triciclo y sacan pecho porque este medio de transporte est¨¢ de moda y ganan bastante m¨¢s dinero pedaleando que frenando y acelerando cualquier motor.
La verdad es que no tienes m¨¢s que escribir algo para acabar creyendo que eso que escribes -aun siendo un puro disparate- se convierte en realidad
Yo mismo tuve que recurrir a uno de estos triciclos para no llegar tarde a la presentaci¨®n de mi libro Un Vendedor de Olivos en Manhattan que tuvo lugar en el Instituto Cervantes de Nueva York hace pocos d¨ªas. Y lo hice no por gusto o por esnobismo, sino porque llov¨ªa a c¨¢ntaros y no hab¨ªa otro medio de transporte. Mejor dicho, cab¨ªa la posibilidad de que desde el hotel llamaran a una de esas limusinas interminables, pero me negu¨¦ a ello y opt¨¦ por el triciclo. Debo decir que ni el conductor ni yo nos mojamos, ya que el tipo despleg¨® una capota de pl¨¢stico transparente y aunque el agua se embalsaba amenazando convertirse en una ducha, tal cosa no ocurri¨®. El ciclista tomaba las curvas con mucha habilidad y al inclinar un poco el triciclo, vert¨ªa las aguas hacia la acera. Prefiero no decir lo que me cost¨® la carrera. Pero con lo que tuve que pagar al musculoso transportista habr¨ªa vivido una familia india con holgura un a?o entero.
Llegu¨¦ por los pelos cuando la sala ya estaba llena de p¨²blico. Mi editor respir¨® con alivio al verme entrar. Y Mu?oz Molina abri¨® el acto diciendo que, menos mal, el vendedor de olivos no fallaba a la cita. Luego habl¨® un poco del libro, de Nueva York y de esta ficci¨®n que se me ocurri¨® escribir imaginando a un pobre hombre que quiere vender olivos en Manhattan, quiere llenar la ciudad, sus avenidas, las estaciones, los rascacielos, los mercados y hasta la Zona Cero de olivos andaluces, olivos de los olivares de Osuna.
La verdad es que no tienes m¨¢s que escribir algo para acabar creyendo que eso que escribes -aun siendo un puro disparate- se convierte en realidad. Y yo quise decir eso a los all¨ª reunidos: que cualquiera de nosotros, a fuerza de creer ser otro, acaba siendo otro. Y esto me parece bien. Ser siempre uno mismo es la cosa m¨¢s aburrida que existe. Piensas lo mismo. Haces lo mismo. Repites un d¨ªa tras otro lo mismo. Y al final, de tanto ser tu mismo, no eres nadie y no eres nada m¨¢s que un tedioso imitador de ti mismo.
A la gente le gust¨®. Sobre todo le gust¨® el sentido metaf¨®rico del relato, de mi personaje que no ve Nueva York como generalmente lo vemos todos los mortales. El vendedor de olivos ve la ciudad desde la perspectiva de su absurdo empe?o en vender olivos donde ning¨²n olivo podr¨ªa vivir. Pero esto le permite ver otra ciudad, inventar otra ciudad y otro paisaje urbano que, dicho sea de paso, los lectores del libro s¨ª pueden ver gracias a los dibujos de ese magn¨ªfico ilustrador que es Alfredo Gonz¨¢lez. Los edificios escupen olivos por las ventanas. King Kong transporta olivos sobre las agujas del Empire State Building. Las aceras de Wall Street se llenan de olivos. La calle 47, que es la de los jud¨ªos que venden diamantes, parece un inmenso olivar. Y as¨ª, hasta m¨¢s all¨¢ de los puentes y del r¨ªo.
Mi propuesta, pues, era muy simple: ya que en cada viajero hay, o puede haber, un vendedor y un comprador de sue?os, debemos viajar imaginando que no somos tal como somos, sino que somos otros seres distintos. Por ejemplo, si subes a un rascacielos de Manhattan y ya en el ascensor te imaginas ser la se?ora de la limpieza de la planta 48, ese rascacielos te parecer¨¢ completamente distinto. O si bajas al metro y ya no eres el tipo que va cargado de bolsas de almacenes, no eres el consumidor que cae y vuelve a caer en el consumo, sino que eres el genial publicitario que lograste que todos esos desgraciados vayan cargados a la misma hora con id¨¦nticas bolsas de almacenes y una mirada de tarjeta de cr¨¦dito agotada, qu¨¦ duda cabe que el metro no es el mismo metro para ti y para los dem¨¢s. Porque t¨² no llevas bolsas. T¨² haces que los otros las lleven aunque no quieran.
La realidad no podemos cambiarla pero al menos cambiamos algo en nuestro interior, algo que nadie alcanza a ver, y eso que cambiamos nos permite vivir de otro modo cualquier viaje y cualquier experiencia.
El vendedor de olivos llega a cambiarse el nombre por consejo de un experto chino a quien conoce en el Waldorf Astoria. Los chinos que desean triunfar en los negocios cambian sus nombres porque de lo contrario fracasar¨¢n. Llamarse de otro modo equivale a ser mejor que eras. Es el primer acto del triunfo.
A la ma?ana siguiente, y sin previo aviso, yo mismo me encontr¨¦ con el vendedor de olivos en Manhattan mientras tomaba caf¨¦ en el Rockefeller Center. Lo reconoc¨ª gracias a los dibujos de Alfredo. Adem¨¢s, llevaba un bonsai-olivo bajo el brazo. Y tomaba medidas en lo que en invierno es una pista de patinaje sobre hielo. Golpe¨¦ la cristalera para que el tipo se volviera a mirar. Y lo hizo. Y a continuaci¨®n le indiqu¨¦ con un gesto que entrara. Y entr¨®. Desayunamos juntos y ¨¦l, como si no hubiera yo escrito el libro, empez¨® a contarme su historia, lo dif¨ªcil que resultaba vender olivos en una ciudad en la que se vende cualquier cosa, pero un olivo no era cualquier cosa. Ni siquiera los jud¨ªos de la calle 47 lo ten¨ªan claro, a pesar del Huerto de Getsemani. Ni los cristianos de la casa Cartier o de la firma Gucci. ?Los musulmanes? Todav¨ªa peor. Mucho peor porque les dec¨ªa que los olivos eran de Osuna y entend¨ªan Osama. Y si nombras a Osama (Bin Laden) en Nueva York, ya sabes en la que te metes.
El vendedor dijo que ten¨ªa prisa. Nos despedimos. Suerte, le dije. Pero no s¨¦ si la tendr¨¢ o si alguna vez volver¨¦ a verlo.
www.ignaciocarrion.com
Tu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo
?Quieres a?adir otro usuario a tu suscripci¨®n?
Si contin¨²as leyendo en este dispositivo, no se podr¨¢ leer en el otro.
FlechaTu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PA?S desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripci¨®n a la modalidad Premium, as¨ª podr¨¢s a?adir otro usuario. Cada uno acceder¨¢ con su propia cuenta de email, lo que os permitir¨¢ personalizar vuestra experiencia en EL PA?S.
En el caso de no saber qui¨¦n est¨¢ usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contrase?a aqu¨ª.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrar¨¢ en tu dispositivo y en el de la otra persona que est¨¢ usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aqu¨ª los t¨¦rminos y condiciones de la suscripci¨®n digital.