El escritor secreto
Todos los lectores tienen un escritor secreto al que regresan cada vez que quieren ser ellos mismos. Se le llama secreto porque a veces es un autor inconfesable, que est¨¢ fuera de todos los c¨¢nones del prestigio y al mismo tiempo es capaz de producir uno de esos placeres intensos y excluyentes que no se pueden compartir con nadie.
Y se los reconoce porque uno siempre est¨¢ postergando con infinitas astucias el momento de terminar sus libros, avanza por las p¨¢ginas como por una fatalidad, a sabiendas de que cuando llegue el fin la realidad de fuera ser¨¢ un terrible vac¨ªo, una tristeza que tardaremos semanas en apagar.
Esa experiencia me ha sucedido siempre, o casi siempre, con Italo Calvino, pero con quien me ha sucedido m¨¢s es con Julio Verne. A Verne lo descubr¨ª al empezar la adolescencia, en las traducciones espantosas de la editorial Sopena, y s¨®lo dej¨¦ de frecuentarlo cuando Borges me convenci¨®, fugazmente, de que era un escritor sin importancia.
Recuerdo muy bien el d¨ªa de mi primera desilusi¨®n. Yo hab¨ªa cumplido ya 16 a?os y estaba leyendo por tercera o cuarta vez Las aventuras del capit¨¢n Hatteras con un raro presentimiento de p¨¦rdida. Se acercaba el episodio en que el sombr¨ªo capit¨¢n, avanzando m¨¢s all¨¢ de la isla de North Cornwall, avistaba el volc¨¢n donde la tierra termina, en el ¨¢pice del Polo Norte, y yo no sab¨ªa c¨®mo demorar el instante en que los p¨¢jaros y los peces se borran de los aires y del hielo, el mar y el cielo se inmovilizan en una sola trenza, y la noche respira mansamente bajo los rel¨¢mpagos del sol.
Fue entonces cuando en el camino de mi lectura se cruz¨® una p¨¢gina de Otras inquisiciones titulada "El primer Wells" donde, con su habitual absolutismo, Borges predicaba la inapelable superioridad del novelista ingl¨¦s. "Wells", insist¨ªa, "fue un admirable narrador, (...) Verne, un jornalero laborioso y risue?o. Verne escribi¨® para adolescentes; Wells, para todas las edades del hombre".
Los j¨®venes de provincia que a¨²n no hab¨ªamos cumplido 20 a?os acept¨¢bamos los dict¨¢menes de Borges como algo sacramental. Si a ¨¦l no le gustaba Verne deb¨ªa ser por razones que exced¨ªan nuestra inteligencia.
Seg¨²n Borges, las ficciones de Verne s¨®lo "traficaban en cosas probables": no hab¨ªa en ellas el menor asomo de invenci¨®n. Y aunque el volc¨¢n del Polo Norte fuera una de las met¨¢foras m¨¢s abrumadoras y originales de la literatura, yo descre¨ªa de mi placer y prefer¨ªa confiar en Borges.
As¨ª perd¨ª algunos meses leyendo obras que a Borges lo conmov¨ªan y a m¨ª me dejaban indiferente. Los m¨ªsticos le interesaban m¨¢s que los metaf¨ªsicos. Prefer¨ªa a Swedenborg y a Pascal antes que (supongo) a Dostoievski y Spinoza. Y, aunque tradujo La metamorfosis, ha dejado se?ales de que los espejismos de Kafka le parec¨ªan menos estimulantes que las par¨¢bolas morales de Lord Dunsany y de Le¨®n Bloy.
No quisiera, sin embargo, que Borges me haga perder de vista una vez m¨¢s a Verne. Tard¨¦ alg¨²n tiempo en volver a las p¨¢ginas de "Hatteras", pero desde que lo hice no pas¨® un solo a?o sin que releyera alguno de los viajes extraordinarios editados por Hetzel y descubriera, detr¨¢s de una escenograf¨ªa falsamente ingenua, atlas de naturalezas imaginarias y teolog¨ªas que completaban los dibujos de Lautr¨¦amont y Rimbaud.
La ¨²ltima novela de Verne, El eterno Ad¨¢n, es la m¨¢s misteriosa de todas y si uno se abre a sus infinitas posibilidades de lectura advierte que cualquier realidad cabe en el laberinto de sus met¨¢foras. El narrador es el zartog Sofr-Ai-Sr, sabio de una civilizaci¨®n muy refinada, en cuyo nombre el propio Borges cre¨ªa ver un anagrama de Zaratustra. Como un eco remoto de las ideas positivistas, el zartog cree que la historia evoluciona en l¨ªnea recta y que no retrocede.
Cierto d¨ªa, en el fondo de un pozo, el zartog descubre un rollo de hojas superpuestas escritas en una lengua desconocida. La lengua es el extinto franc¨¦s. Un maremoto colosal ha borrado los continentes y s¨®lo un grupo ¨ªnfimo de n¨¢ufragos sobrevive a la cat¨¢strofe.
A diferencia de lo que suced¨ªa en La isla misteriosa o Dos a?os de vacaciones, que exaltaban el ingenio humano, en El eterno Ad¨¢n hay s¨®lo corrupciones, ambici¨®n y decadencia.
Poco a poco, los n¨¢ufragos pierden el sentido del tiempo, la noci¨®n de la propiedad com¨²n y el af¨¢n de vestirse. Uno de ellos desgarra a otros dos en el af¨¢n de ser reelegido como jefe. La vida se convierte en una b¨²squeda incesante de comida.
"Comer, comer, es nuestro perpetuo objetivo", escribe Verne. "Comer es nuestra preocupaci¨®n exclusiva". Y la prehistoria empieza otra vez, el hombre se convierte de nuevo en un oscuro S¨ªsifo que alza sus piedras desde la nada.
Que Verne siga relegado a los s¨®tanos de la literatura para que se pueda exaltar, en compensaci¨®n, la obra de Wells, es una injusticia y un empobrecimiento. La m¨¢quina del tiempo o La isla del doctor Moreau siguen siendo libros valiosos, aunque existan La isla misteriosa, Veinte mil leguas de viaje submarino o Los hijos del capit¨¢n Grant.
La literatura no es una carrera de obst¨¢culos o un cat¨¢logo de r¨¦cords sino, por fortuna, una ceremonia de placer ¨ªntimo, de secreto encuentro con uno mismo.
Millones de lectores disfrutan, por fortuna, con Dostoievski, con Victor Hugo, con las hermanas Bront?. Yo no me niego a esas navegaciones pero soy m¨¢s feliz con el modesto Verne.
La lectura, creo, no tiene por qu¨¦ ser diferente de la felicidad.
Tom¨¢s Eloy Mart¨ªnez es escritor y periodista argentino, autor de La novela de Per¨®n, Santa Evita y El vuelo de la reina. ? Tom¨¢s Eloy Mart¨ªnez, 2006. Distribuido por The New York Times Syndicate.
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