No seas egoc¨¦ntrico y piensa en ti mismo
El hecho ocurri¨® har¨¢ cinco o seis a?os. Aquella tarde nos hab¨ªamos reunido en una taberna unos cuantos amigos de siempre para conversar y beber cerveza. La cerveza circulaba con fluidez, pero no la conversaci¨®n, monopolizada casi desde el principio y casi por completo por Ferm¨ªn Dom¨¨nech, periodista y persona bondadosa y entera y novelista casi secreto. La verdad es que el mon¨®logo de Ferm¨ªn -donde conviv¨ªan en un caos frondos¨ªsimo y distorsionado por la neurosis todo tipo de historias minuciosamente personales- era, como siempre, puntiagudo, inteligente y divertido, pero tambi¨¦n es verdad que empezaba a dilatarse demasiado y que la cerveza no es el ant¨ªdoto ideal contra la impaciencia, as¨ª que en alg¨²n momento intervino el pintor David Sanmiguel -el amigo m¨¢s antiguo de Ferm¨ªn, y acaso el m¨¢s ¨ªntimo- y ataj¨® su verborrea incontrolable con una de las frases m¨¢s brillantes que he escuchado en toda mi vida. "Pero Ferm¨ªn", dijo, en un tono en el que era imposible distinguir la reconvenci¨®n de la burla. "No seas egoc¨¦ntrico y piensa en ti mismo".
Ya se sabe: los escritores y dem¨¢s gente de la far¨¢ndula padecemos una fama tremenda de egoc¨¦ntricos, lo que explica que la mayor¨ªa de las personas sensatas reh¨²yan por sistema nuestra compa?¨ªa. De egoc¨¦ntricos y de vanidosos. Claro que no es exactamente lo mismo un vanidoso que un egoc¨¦ntrico. El vanidoso reclama a todas horas atenci¨®n sobre sus logros, que no tolera que se pongan en pie de igualdad con los de nadie o casi nadie; el egoc¨¦ntrico reclama a todas horas atenci¨®n sobre s¨ª mismo, porque todav¨ªa no ha encontrado un asunto de mayor inter¨¦s general, o simplemente porque es lo que m¨¢s cerca le pilla. El vanidoso es un exhibicionista: no se cansa de que el mundo hable de ¨¦l; su vanidad linda con el narcisismo: "Que hablen de m¨ª, aunque sea bien", es su lema, como lo fue de Salvador Dal¨ª. El egoc¨¦ntrico es a menudo un t¨ªmido que habla de s¨ª mismo para ocultarse; su vanidad linda con la soberbia: "Gracias, majestad", dicen que le dijo Miguel de Unamuno a Alfonso XIII cuando ¨¦ste le impuso una condecoraci¨®n. "Me la merezco". "Caramba", contest¨® el monarca, sonriente y perplejo. "Es el primero de sus predecesores que me dice esto: todos aseguraban que no se la merec¨ªan". "Y llevaban raz¨®n", contest¨® Unamuno. Dicho esto, es f¨¢cil admitir que un vanidoso es mucho m¨¢s pelmazo, y hasta m¨¢s peligroso, que un egoc¨¦ntrico, quien puede llegar a ser extremadamente agradable. Dicho esto, es f¨¢cil admitir que todo el mundo -y no s¨®lo los escritores y dem¨¢s gente de la far¨¢ndula- necesita para su salud mental satisfacer una cierta dosis de vanidad o egocentrismo, a la que tal vez convenga llamar amor propio. Dicho esto, aventuro que nada es m¨¢s nocivo para los escritores y dem¨¢s gente de la far¨¢ndula -m¨¢s incluso que para cualquier otra persona, sensata o no- que sobrepasar esa dosis, y no s¨®lo por el riesgo cierto de convertirse en un mamarracho insufrible, sino porque nadie debe ser m¨¢s consciente de la pobreza comparativa de sus logros que un artista de verdad, y porque esa conciencia es la ¨²nica garant¨ªa posible de que alguna vez esos logros no sean del todo pobres.
Aduzco dos an¨¦cdotas como prueba insuficiente de esa hip¨®tesis. La primera la cuenta Cioran y ata?e a Samuel Beckett (Cioran y Beckett eran amigos: el primero consideraba al segundo "el ¨²nico contempor¨¢neo incre¨ªblemente noble"; el segundo consideraba al primero un amigo, hasta que decidi¨® que era un escritor superficial y su amistad se enfri¨®). Una noche, ambos cenaron en casa de unos amigos, que inopinadamente convirtieron a Beckett en el centro de la reuni¨®n, acuci¨¢ndolo con preguntas eruditas sobre su persona y su obra. Inc¨®modo, Beckett primero se refugi¨® en un mutismo completo, luego volvi¨® la espalda a los comensales, o casi, y por fin, antes de que la cena acabase, se levant¨® de repente y se fue, "concentrado y sombr¨ªo, como se puede estarlo antes de una operaci¨®n o de un apaleamiento". La segunda an¨¦cdota me la cont¨® precisamente Ferm¨ªn Dom¨¨nech, y ata?e a Rafael Azcona (las historias de la literatura omiten el nombre de Azcona, quien es, sin embargo, uno de los escritores fundamentales que ha dado Espa?a en el ¨²ltimo medio siglo: no s¨®lo ha escrito algunas de las mejores pel¨ªculas del cine espa?ol, sino tambi¨¦n algunas novelas imprescindibles, como Los europeos, reci¨¦n publicada por Tusquets). Dom¨¨nech public¨® no hace mucho una novela; como todas las suyas, apenas se ley¨®, pero poco despu¨¦s de su aparici¨®n su editor le rebot¨® un e-mail en el que Azcona declaraba haberla le¨ªdo con admiraci¨®n. Loco de felicidad, puesto que, como cualquier persona sensata, considera a Azcona un cl¨¢sico vivo, Dom¨¨nech decidi¨® agradecerle a Azcona su e-mail envi¨¢ndole un libro de art¨ªculos publicado a?os atr¨¢s, en uno de los cuales hablaba de Azcona como de un cl¨¢sico vivo. Dom¨¨nech recibi¨® poco despu¨¦s la respuesta de Azcona; en s¨ªntesis, dec¨ªa esto: "Estimado se?or Dom¨¨nech, le agradezco mucho el env¨ªo de su libro, pero todav¨ªa agradezco m¨¢s no haber le¨ªdo antes el art¨ªculo que me dedica: si hubiera sabido que eso es lo que usted opina de m¨ª, nunca hubiera le¨ªdo su novela, que, en efecto, me gust¨® mucho. Atentamente: Rafael Azcona". Ese d¨ªa Dom¨¨nech decidi¨® dejar de ser un egoc¨¦ntrico y empezar a pensar en s¨ª mismo.
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