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PRIMERA PARTE

La esfinge

La imposibilidad de so?ar lleva al protagonista de este relato a buscar por todos los medios una imagen, una ilusi¨®n para el recuerdo. Una escultura hallada en la trastienda de un subastero llega a su vida para convertirse en una obsesi¨®n. Un relato que combina la intriga y la esperanza

Dicen que los vinos duermen, como los ni?os, pero nadie conoce los sue?os que se guardan en el interior de las barricas. Ni siquiera aquellos que han dedicado su vida a procurarles a cada uno el suyo, diferente al de la barrica de al lado, al de la a?ada anterior, al de otras variedades de uva.

Alonso Seguell era uno de ellos. No podr¨ªa recordar la primera vez que le pidieron silencio en la bodega ni el n¨²mero de veces que le sacaron de all¨ª para que el vino envejeciese tranquilo. "?Silencio, que vas a despertar al vino, y si est¨¢ so?ando no es bueno que lo interrumpan!". No, no podr¨ªa recordarlo, pero s¨ª recuerda que fue el sue?o del vino el que impidi¨® que ¨¦l alcanzara los suyos. Nunca so?aba. Por m¨¢s que lo intentara, jam¨¢s hab¨ªa conseguido despertar con una historia prendida del recuerdo. Su madre s¨ª, su madre le contaba todas las ma?anas el sue?o de la noche anterior. Casi siempre, el desayuno se iniciaba con la frase que ¨¦l hubiera querido pronunciar desde que era ni?o. La misma frase, repetida por los labios de su madre como si cada una fuera la primera y la ¨²nica. La misma frase. La misma que hab¨ªa escuchado y envidiado en otras bocas, siempre igual y siempre diferente, porque detr¨¢s de aquellas palabras llegar¨ªa la fascinaci¨®n de las cosas imposibles. "?Sabes lo que he so?ado hoy?".

M¨¢s informaci¨®n
Miguel ?ngel Mu?oz defiende la identidad del relato como g¨¦nero en 'El s¨ªndrome Ch¨¦jov'

A veces, la madre se sentaba a la mesa sin decir nada, se beb¨ªa el caf¨¦ a sorbos peque?os, mord¨ªa la tostada, miraba hacia el techo y se tocaba el ment¨®n. Permanec¨ªa as¨ª durante unos minutos, para salir de su ensimismamiento de repente, como si acabara de encontrar una palabra que se le hab¨ªa atascado en el borde de la lengua. "?Ya lo s¨¦, ya me acuerdo del sue?o de esta noche!".

Alonso escuchaba entusiasmado las visiones que le regalaba aquella voz, la m¨¢s m¨¢gica que oyeron sus o¨ªdos, la que mejor hilvanaba las historias que ¨²nicamente pueden suceder en otros mundos. Cada d¨ªa un sue?o distinto, una ilusi¨®n que le rescataba de su incapacidad para construir los suyos, una imagen que le transportaba m¨¢s all¨¢ del desayuno de cada ma?ana. Un regalo.

Y empez¨® a coleccionarlos.

Nadie pudo explicarle nunca por qu¨¦ los dem¨¢s so?aban y ¨¦l no. Lo sent¨ªa como si todas las noches le robaran la posibilidad de un viaje, de una aventura, del encuentro con una parte de s¨ª mismo que s¨®lo podr¨ªa darse en ese estado de inconsciencia donde ¨¦l no consegu¨ªa encontrar nada, absolutamente nada.

Lo viv¨ªa como un desgarro, como una ausencia que se materializaba cuando abr¨ªa los ojos cada d¨ªa y comprobaba, una vez m¨¢s, que la noche s¨®lo hab¨ªa sido noche, y ¨¦l segu¨ªa ciego a los mundos que guardaba.

Sin embargo, Alonso estaba convencido de que el vino podr¨ªa liberarle de aquella mutilaci¨®n. Cre¨ªa que si consegu¨ªa inducir determinados sue?os a los caldos, tambi¨¦n ¨¦l podr¨ªa provoc¨¢rselos a s¨ª mismo. Primero pens¨® en los aromas: cereza, ciruela, frambuesa, albaricoque, setas, tomillo, rosas? Los vinos se impregnaban de los olores que introduc¨ªa en las barricas, pero ¨¦l no lograba recordar una sola imagen despu¨¦s de cada despertar. Lo intent¨® tambi¨¦n con el color: amarillo pajizo, amarillo dorado verdoso, pardo acerado, rosa salm¨®n, rojo cereza, rojo p¨²rpura? Pero tampoco fue capaz de vislumbrar, m¨¢s all¨¢ del duermevela, uno solo de los brillos que consegu¨ªa para sus vinos. Y as¨ª, poco a poco, Alonso Seguell fue tomando la determinaci¨®n de que, ya que no consegu¨ªa atrapar sus sue?os de noche, los coleccionar¨ªa de d¨ªa.

Empez¨® con los relojes de arena. El tiempo guardado en dos burbujas capaces de convertir el pasado en futuro, y el futuro, en la velocidad en la que vuelve a sedimentarse la arena, y en reclamar otra vuelta que le permita volver a la burbuja de arriba.

Hab¨ªa guardado en su memoria la colecci¨®n de sue?os que le regal¨® su madre. Pero la memoria es traicionera. A veces se enreda en las cosas, y nos devuelve un instante, un tiempo y un espacio que podr¨ªan quedarse en el olvido si no los fijamos a un soporte que podamos usar a nuestro antojo: una foto, un billete de avi¨®n, la dedicatoria de un libro? Otras veces nos asalta sin buscarla, y s¨®lo hace falta una palabra para recordar todo un discurso, o un p¨¦talo seco para que volvamos a oler un ramo que se qued¨® en alguna parte.

Alonso Seguell no quer¨ªa que los sue?os de su madre dependieran ¨²nicamente de su capacidad para evocarlos, y empez¨® a buscar ese soporte donde permanecieran para siempre. Los pint¨®. Y despu¨¦s comenz¨® a pintar tambi¨¦n los suyos, los que hubiera querido tener y nunca tuvo. Las vi?as de su abuelo, donde jam¨¢s hab¨ªa pisado un tractor, porque s¨®lo las manos y los pies de los vendimiadores pod¨ªan tocar aquella tierra y aquellos racimos. El azul del mar, contra el cielo y contra la sensaci¨®n de que nada se mueve, de la monoton¨ªa de un pueblo peque?o donde todos conocen lo que hacen los otros, y lo que piensan, cada minuto del d¨ªa; un bosque donde perderse; un refugio; una monta?a; un r¨ªo; un barco para cambiar de orillas; un olor, un sabor, una emoci¨®n al otro lado del mundo? Y un camino para volver.

Intent¨® dibujar el brillo de un decantador, pero la naturaleza no s¨®lo le neg¨® la capacidad de so?ar, tambi¨¦n le neg¨® la posibilidad de recrear los sue?os que le hab¨ªa robado. No le gustaban sus pinturas. Ninguna de ellas representaba fielmente las historias que su madre le cont¨® cuando era peque?o, ni los sue?os que ¨¦l hab¨ªa deseado para s¨ª.

Pero Alonso Seguell no se daba f¨¢cilmente por vencido. Sus pinceles no pod¨ªan atrapar el brillo del cristal; en cambio, sus manos construir¨ªan un laberinto de espejos, donde recoger¨ªa, decantador tras decantador, todos los brillos que ¨¦l hab¨ªa imaginado. Decenas de estanter¨ªas de cristal guardar¨ªan su colecci¨®n de vasijas, donde se hab¨ªan oxigenado toda clase de vinos.

No le gustaba lo que hab¨ªa pintado. Destruy¨® sus telas, y se dedic¨® a buscar en otros artistas los sue?os que ¨¦l no hab¨ªa sabido plasmar.

Convirti¨® la bodega en el museo ideal de cualquier coleccionista. Picasso, Saura, Mir¨®, Kandisky, Chagall, Canogar? No hab¨ªa corriente de vanguardia de la que no tuviera una muestra.

Todos admiraban su colecci¨®n, todos hablaban de ella, y, sin embargo, todav¨ªa no hab¨ªa encontrado lo que andaba buscando.

A veces los sue?os se vuelven contra uno mismo.

Alonso buscaba lo que nadie pod¨ªa darle. Recorri¨® el mundo detr¨¢s de una imagen que ni siquiera ¨¦l hab¨ªa visto. Detr¨¢s de los sue?os prestados de su madre, detr¨¢s de la nada en la que ¨¦l nunca hab¨ªa so?ado.

Compr¨® sin medida todo aquello que pudiera recordarle, aunque fuera m¨ªnimamente, cualquiera de las historias que guardaba en su memoria. Iconos, estatuillas, cer¨¢micas, joyas, aguamaniles, ba¨²les, ¨¢nforas, caracolas? Hasta que un d¨ªa, en la trastienda de un subastero, mientras revolv¨ªa entre los lotes que nunca hab¨ªan sido adjudicados, tropez¨® con un busto, casi de tama?o natural, que cambiar¨ªa su vida.

Se cubr¨ªa con un manto blanco que le tapaba completamente el pelo, cruzado por delante de los hombros y recogido hacia atr¨¢s, como si fuera una capa. Sobre el manto, una especie de yelmo frigio, policromado en oro y en azul, coronaba su cabeza. Nadie podr¨ªa asegurar que no se trataba de un hombre ni de una mujer, nadie podr¨ªa decir que sus rasgos eran occidentales o que no lo fueran, nadie sabr¨ªa calcularle la edad. Lo ¨²nico que podr¨ªa asegurarse, a partir de su mirada, es que parec¨ªa al borde de la desesperaci¨®n.

Aquellos ojos se clavaron en los de Alonso como si estuvieran suplic¨¢ndole; como si de ¨¦l dependiera que su tragedia no se consumara, que las l¨¢grimas no llegaran a brotar de aquella imagen por la que nadie hab¨ªa pujado, y que llevaba en la casa de subastas desde no se sab¨ªa cu¨¢nto tiempo.

No estaba tasada, la ficha de dep¨®sito no aparec¨ªa en los archivos, y habr¨ªa que encargar un estudio de la madera para averiguar la antig¨¹edad de la talla. Parec¨ªa una imitaci¨®n inspirada en el arte sacro del siglo XIX. Sobre uno de sus hombros se apreciaba una mancha de tinta que podr¨ªa confundirse con una r¨²brica o, quiz¨¢, con una marca de autentificaci¨®n del autor, pero no se trataba de una firma conocida.

El subastero no dispon¨ªa de un solo indicio por el que pudiera averiguarse la procedencia del busto. Ni siquiera sab¨ªa que estuviera all¨ª, nunca lo hab¨ªa visto antes. No pod¨ªa ponerle precio, pero la cantidad que Alonso Seguell le ofreci¨® compensaba con creces cualquiera que hubiera ajustado, incluso aunque se hubiera tratado de una talla aut¨¦ntica. Y se la entreg¨® sin saber qu¨¦ le estaba vendiendo.

No se la llev¨® al museo. Alonso deposit¨® la estatua en la biblioteca de su casa, al lado de sus relojes de arena y de sus decantadores. Todas las ma?anas, antes de salir hacia la bodega, acariciaba el yelmo dorado y se preguntaba por qu¨¦ le perturbaban tanto aquellos ojos.

Desde que la esfinge lleg¨® a su casa, ¨¦l no consegu¨ªa dormir. Algunas noches permanec¨ªa en la biblioteca durante horas, mir¨¢ndola, sin pensar en otra cosa que en su tristeza. Otras veces se la llevaba a su habitaci¨®n, la dejaba sobre la c¨®moda y la observaba desde la cama, tendido, esperando que el sue?o le venciera. Pero en m¨¢s de una ocasi¨®n se levant¨® al d¨ªa siguiente sin haber cerrado los p¨¢rpados.

Necesitaba conocer la historia de aquella estatua. Necesitaba saber qu¨¦ hab¨ªa detr¨¢s de sus ojos. Busc¨® im¨¢genes parecidas en museos, en archivos, en librer¨ªas especializadas, en bibliotecas, en galer¨ªas de arte, en casas de subastas? En algunas de las tallas que encontr¨® se vislumbraba cierto parecido con la suya: dioses abisinios, arqueros frisios, doncellas griegas, guerreros de Al Andalus, representaciones femeninas de la Revoluci¨®n Francesa?, pero, decididamente, nada ten¨ªan que ver con su esfinge. Tambi¨¦n reparti¨® fotograf¨ªas entre los anticuarios que ¨¦l sol¨ªa frecuentar, con la esperanza de que alguno de ellos la reconociera, pero todos sus intentos resultaron fallidos. Nadie sab¨ªa de d¨®nde ven¨ªan aquellos ojos. ?l los miraba de noche, y los recordaba de d¨ªa.

Todas las ma?anas acariciaba el yelmo dorado, y se marchaba a la bodega con la misma desaz¨®n. ?Qui¨¦n habr¨ªa sido el modelo de aquel rostro que le miraba desde semejante quietud? ?Qu¨¦ habr¨ªa querido decir con aquella mirada, en la que no podr¨ªa distinguirse si hab¨ªa m¨¢s esperanza que tristeza o m¨¢s tristeza que desesperaci¨®n? ?Por qu¨¦, cuando pensaba en ella, le ven¨ªa siempre a la mente la imagen de los relojes de arena, est¨¢ticos y silenciosos, siempre esperando, pacientemente, a que alguien les diera la vuelta?

Hab¨ªa analizado la esfinge desde todos los ¨¢ngulos posibles. A partir de los c¨ªrculos conc¨¦ntricos que se distingu¨ªan en la base, habr¨ªa resultado muy f¨¢cil averiguar la edad de la madera. Pero datar el tronco, utilizado de materia prima para la escultura, no probar¨ªa la antig¨¹edad de la talla. ?l sab¨ªa que muchos imitadores emplean materiales antiguos para darle verosimilitud a sus piezas. Sin embargo, la edad de su esfinge era lo que menos le importaba. Lo que ¨¦l hubiese querido averiguar era qui¨¦n y por qu¨¦ la hab¨ªa tallado. Habr¨ªa dado cualquier cosa por conocer la historia que se escond¨ªa detr¨¢s de aquel rostro, que parec¨ªa pedirle ayuda.

Alonso Seguell acariciaba las aristas doradas del gorro frigio, como si el tacto pudiera responder a sus preguntas. Las hab¨ªa trazado una por una, hab¨ªa dibujado con sus dedos todos los canales que discurr¨ªan entre ellas. Mil veces los hab¨ªa recorrido, recre¨¢ndose en la suavidad del pan de oro, pero nunca se hab¨ªa dado cuenta de algo que habr¨ªa respondido a todas sus preguntas. La esfinge guardaba un secreto. Un secreto que s¨®lo esperaba un peque?o roce, muy peque?o, pero suave y exacto, para caer en sus manos.

Una peque?a muesca serv¨ªa de artilugio para separar el yelmo del resto de la escultura.

Nadie podr¨ªa decir que aquel tronco no era un solo tronco. Nadie podr¨ªa asegurar que aquel yelmo no perteneciera a la misma madera que el resto de la esfinge. Nadie podr¨ªa averiguar, a menos que encontrara la pesta?a, que la estatua se compon¨ªa de dos piezas, ensambladas perfectamente como si se tratara de una sola. Nadie podr¨ªa saber, a menos que consiguiera separarlas, que entre las dos piezas se escond¨ªa una carta.

"Ojal¨¢ te reconozcas alg¨²n d¨ªa en la esfinge que he tallado para ti. Ojal¨¢ el destino permita que puedas encontrarla. Ojal¨¢ no sea demasiado tarde, y tus sue?os y los m¨ªos puedan verse de cerca. Mientras tanto, yo estar¨¦ aqu¨ª, esperando, hasta que encuentres la manera de saber que somos uno, que siempre lo hemos sido, aunque hayan intentado robarnos nuestros sue?os. Aunque a veces parezca que lo han conseguido, y nadie nos avise de que detr¨¢s de un sue?o puede venir otro, y despu¨¦s otro, y otro m¨¢s. Ojal¨¢ puedas verte en esta esfinge y encuentres el resorte que te traiga hasta esta carta. Si es as¨ª, b¨²scame, no permitas que vuelva a detenerse el tiempo".

Alonso Seguell no conoc¨ªa la existencia de la carta. No pod¨ªa conocerla. Sus dedos pasaron muchas veces por encima de la pesta?a que la habr¨ªa puesto en sus manos, pero nunca presion¨® suficientemente fuerte, o suficientemente alto, o despacio, o m¨¢s arriba, o m¨¢s lento, o m¨¢s suave. Sin embargo, sin saberlo, no dejaba de buscar a la persona a la que iba destinada, la misma que inspir¨® la imagen de la talla.

En numerosas ocasiones estuvo a punto de descubrir el secreto, pero no lo supo nunca. ?l segu¨ªa escudri?ando aquellos ojos, esperando descifrar aquel enigma, y llev¨¢ndose a la bodega, casi todas las ma?anas, el cansancio de otra noche sin sue?o.

Hasta que una madrugada, despu¨¦s de haberla contemplado durante horas, sus p¨¢rpados se cerraron. Y por primera vez, desde que le alcanzaba la memoria, apareci¨® una imagen en lo m¨¢s profundo de su sue?o. La esfinge le miraba desde una de las salas de la bodega.

Incluso dormido, se dio cuenta de que estaba so?ando. Incluso en ese estado de inconsciencia, que ¨¦l tanto hab¨ªa buscado, sabore¨® su primer sue?o como el mayor de los triunfos posibles.

Cuando despert¨®, la estatua continuaba sobre la c¨®moda, observ¨¢ndole, esperando a que ¨¦l la rescatara de no se sab¨ªa qu¨¦ tragedia. Esperando a que ¨¦l comprendiera que no deber¨ªa guardarla para s¨ª, que deber¨ªa llevarla a la bodega, donde otros pudieran mirarla y, quiz¨¢ alg¨²n d¨ªa, reconocerse en su rostro.

Y all¨ª sigue, en el museo, con su secreto guardado bajo el yelmo frigio, contemplando a todos los que se detienen ante ella y se preguntan cu¨¢l ser¨¢ su historia, extra?ados por la mezcla de tristeza y de esperanza de sus ojos.

Inma Chac¨®n. Tiene 51 a?os. Hermana gemela de la escritora Dulce Chac¨®n, public¨® su libro 'La princesa india' (Alfaguara) como una deuda contra¨ªda con la escritora fallecida hace dos a?os.

CARMEN GARC?A HUERTA

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