Con bermudas y a lo loco
4.500 pasajeros y 1.400 tripulantes. Una semana por el Caribe, sin complejos, en el crucero m¨¢s grande del mundo. Este relato disparatado inaugura la serie de 'Viajes con historia' del verano. Turismo global al estilo de 'Vacaciones en el mar'
Al d¨ªa siguiente de estar plantado en tierra, todav¨ªa algo se mueve debajo de los pies. Un bamboleo extra?o, que puede afectar la inercia hasta la cabeza. Es un movimiento suave, que devuelve desde el inconsciente aquel tonto mecer que nos dorm¨ªa en la cuna.
O en la placenta materna, porque montarse en un crucero, aunque sea a bordo del Freedom of the Seas, el barco de pasajeros m¨¢s grande del mundo, con capacidad para 4.500 viajeros y 1.400 tripulantes de 70 pa¨ªses, es estar rodeado de agua durante una semana, ajeno al mundo, sin cobertura en los m¨®viles y chup¨¢ndose el dedo o montando el jolgorio con bermudas y a lo loco en una especie de estado independiente bucanero que s¨®lo responde a las alucinantes leyes del turismo global y de las que Billy Wilder habr¨ªa sacado petr¨®leo para una de sus ¨¢cidas comedias.
Las dimensiones del Freedom son todo un reto a las caprichosas reglas de la naturaleza que es mejor no pensar cuando uno sube a bordo: el hecho es que sus 338,9 metros de eslora y sus 154.407 toneladas se mantienen a flote con los milagros de la tecnolog¨ªa marina desde que la criatura fuese botada en junio de este a?o despu¨¦s de 18 meses de construcci¨®n a contrarreloj en Finlandia.
Cuando lo ves atracado en los muelles de Miami (Florida), sobre todo si al llegar, en vez de ese sol radiante que atrae como un im¨¢n a los jubilados del Primer Mundo cae una tormenta tropical pegajosa de las que nunca dan fe los folletos de las compa?¨ªas de viaje, te cuesta encontrar referentes que lo igualen. M¨¢s que el Titanic -menos mal- parece una Estrella de la Muerte alargada en la que en cualquier momento se te puede aparecer Darth Wader por un pasillo si no fuera porque a sus tripulantes hay que torturarles a la manera de Abu Ghraib para que borren en alg¨²n momento la sonrisa de la boca.
Pero antes de embarcar en esta arca de No¨¦ posmoderna, con todo tipo de especies humanas que pasan de la bermuda al esmoquin y al traje de gala con una facilidad pasmosa, hay que superar los controles de la polic¨ªa y dejar que un regimiento de monta?as con ojos, conocidos como carga equipajes, se echen a las costillas tus maletas. Ellos, a cambio siempre de una propina y sin que les hagas perder mucho tiempo -en su medida, m¨¢s de dos minutos por bulto, a una media de cinco d¨®lares, es un derroche-, agarrar¨¢n primero y tirar¨¢n despu¨¦s al aire, como en una competici¨®n de lanzamiento de peso, los 10.000 enseres que deben ser convenientemente inspeccionados lejos de la mirada de los due?os antes de ser trasladados al camarote.
Al tiempo que las maletas, van entrando los pasajeros, que deben llevar los papeles en regla y bien provisto de fondos el aut¨¦ntico pasaporte para cualquier ciudadano en Estados Unidos. All¨ª, m¨¢s que el documento que acredita el pa¨ªs al que uno pertenece, s¨®lo existe el pl¨¢stico de las tres naciones mejor reconocidas: Visa, Master Card y American Express.
En el Freedom, esa sant¨ªsima trinidad se convierte en una y s¨®lo una verdadera: un Sea Pass blanco y con el mismo formato que las tarjetas en el que consta un n¨²mero, la fecha de embarque, el sal¨®n donde te toca cenar, la mesa y la hora asignada, el n¨²mero de camarote y, por supuesto, la bandera que te va a dar barra libre para entrar y salir de cualquier isla del Caribe en la que atraque el barco. ?sta es la ense?a azul y amarilla de Royal Caribbean International.
Todos los referentes del mundo exterior quedan anulados al montar en el barco. No vale el dinero en efectivo, no se admiten tarjetas de cr¨¦dito en las tiendas, los restaurantes, el gimnasio o el spa? Incluso las propinas obligatorias, que son el sustento m¨¢s grande de la mayor¨ªa de los tripulantes, se van a cargar en el Sea Pass. Para entrar y salir de M¨¦xico, Jamaica, Hait¨ª o Gran Cayman, nuestros destinos, no van a hacer falta m¨¢s pasaportes ni documentos oficiales para ser reconocidos por las autoridades. Con la tarjeta en la mano, a la que le ha sido debidamente asignada tu cuenta bancaria, ya somos todos ciudadanos independientes de la compa?¨ªa naviera.
Da gusto, te sientes bien con esa ligera inconsciencia irreal que da cambiar las convenciones comerciales al uso por una aparentemente inmaculada tarjeta blanca en la que llegas a pensar que el dinero no existe. M¨¢s que al Titanic o a La aventura del Poseid¨®n, la pel¨ªcula va tomando el tono de Vacaciones en el mar. Aunque hay algo, antes de zarpar, que nos va a recordar el riesgo que supone adentrarse en alta mar.
A las 16.00 horas, una antes de soltar amarras, las sirenas suenan por todo el barco y las escaleras de los 14 pisos de altura -perd¨®n de las 14 cubiertas, seamos serios aunque subamos y bajemos en ascensores con cristaleras- se llenan de pasajeros ataviados con los chalecos salvavidas naranjas que nos hacen parecernos una procesi¨®n de bombonas de butano con patas. Los tripulantes nos colocan debajo de nuestro bote asignado y nos explican c¨®mo funcionan los chismes del chaleco. Tocan el silbato y nos forman en fila india hasta que el bochorno nos hace sudar la gota gorda y poco despu¨¦s nos hacen romper filas.
Una vez cumplidas las normas de seguridad naval pertinentes, se impone una inspecci¨®n general del barco antes de que zarpe a las 17.00 horas y ponga a quemar las 1.000 toneladas de combustible que gasta a la semana. Conviene comprobar a ojo las verdaderas dimensiones de la nave, que est¨¢n al alcance de todos los pasajeros en un folleto titulado Freedom of the Seas. Fun facts. All¨ª cuenta, para que lo visualicemos, que hay 1.817 camarotes, suficientes para albergar a todos los jugadores de la NBA y las Ligas de f¨²tbol americano y b¨¦isbol con sus entrenadores; que puesto en vertical -no lo quiera Neptuno, ni todos los dioses que en los mares han sido- es m¨¢s alto que la Torre Eiffel o el edificio Chrysler de Nueva York; que su anchura es mayor que la largura de la Casa Blanca; que los 1.350 asientos del teatro Arcadia superan a tres pasajes de un Boeing 747?
As¨ª que un solo paseo de inspecci¨®n no da para hacerse ni una ligera idea. Ni la semana en el barco basta para conocerlo en su verdadera dimensi¨®n. Por tanto toca relajarse y hacerse primero al sentido de la orientaci¨®n. Camarote 8.275, cubierta 8, junto a la proa del barco. Nada m¨¢s abrir la puerta, a la que se accede por un pasillo en el que caben un par de gordos sin apenas apartarse, se presenta Daniel: "Soy el encargado de planta, cualquier cosa que necesite, estoy a su disposici¨®n". Es jamaicano, tiene bigote y un ¨¢nimo cachondo que le va a hacer colocarme las toallas transformadas en esculturas de perros o animales dom¨¦sticos que adorna con las gafas de sol que encuentra tiradas encima de la cama.
A las 17.00 zarpamos sin que desde dentro hayamos notado ning¨²n movimiento brusco, ni el pito ensordecedor de la sirena. Todo parece herm¨¦tico y perfectamente insonorizado dentro del camarote asignado. M¨¢s que en un barco, uno se siente en la habitaci¨®n de un hotel. Antes, el capit¨¢n, Carlos Pedercini, argentino autoexiliado en el Caribe, nos ha puesto al corriente del trayecto, el clima, la mar que nos espera y la ruta que seguiremos hasta el siguiente puerto, la isla mexicana de Cozumel.
Al subir a las cubiertas 11 y 12, que est¨¢n al aire libre con sus piscinas para todas las edades, sus tumbonas y sus barras de bar, uno va entrando en el ambiente que m¨¢s va a predominar en el viaje: el puramente festivo, el de la m¨²sica pachanguera y los c¨®cteles a granel: "?Un miami vice, al rico miami vice!", van diciendo los camareros con bandeja por cubierta animando al personal a tirar la timidez por la borda y empezar a utilizar las tarjetas blancas sin complejos. ?Viva la virgen!
Salimos con una especie de calma chicha que dura dos d¨ªas. Tan s¨®lo algunos n¨²meros que salen al acecho del viajero rompen la extra?a sensaci¨®n de potente tranquilidad que da el Freedom? Tienes que ser muy afortunado para no encontrarte un pasacalles o unos imitadores de Village People o de Madonna en cualquier esquina. Si te lo pierdes, te lo ponen por televisi¨®n, en el canal del barco, que tiene su estudio y todo. Emite los concursos, a caballo entre deportivos o reality shows; las funciones del Arcadia, que var¨ªan entre c¨®micos al uso que se meten con el personal, musicales de Broadway inspirados en cuentos infantiles, a los que dan la vuelta a la manera de Shrek, y magos que no pueden disimular los trucos ni pase¨¢ndose en liana por el escenario. Tambi¨¦n emiten las piruetas de la pista de patinaje sobre hielo y las entrevistas a la tripulaci¨®n. Si usted no lo ha experimentado en vivo, lo puede ver tranquilamente tumbado en su camarote. La estrella absoluta, el rey del show bussines en el barco, es Ken Rush, el director del crucero, un enterteiner de cuidado.
Lo mismo le puedes ver impecable con traje que disfrazado de marciano o en pijama en las fiestas, pero casi siempre llevar¨¢ un micr¨®fono en la mano. Firma aut¨®grafos y tiene un ¨²nico lema para todo el pasaje: "P¨¢senlo bomba"; "p¨¢senlo bomba, genial, como nunca, a lo bestia?". ?l se encarga de organizar los espect¨¢culos tambi¨¦n. "Mi trabajo consiste en ser showman al tiempo que director art¨ªstico de un gran teatro", dice. Su objetivo: "Hacer feliz todo el mundo". Casi nada. Poquita cosa.
Algunos lo parecen o hacen sus esfuerzos por serlo plenamente en el barco. Por ejemplo, los que por la noche paran en el piano bar, donde todos los d¨ªas toca Peter Ritz, de Seattle, o en la taberna donde canta con su guitarra Jimmy Blakemore, californiano que vive en Hawai, a los que corean las canciones con entusiasmo. La primera vez sorprende el repertorio que Ritz tiene a disposici¨®n en un men¨² de la A a la Z donde, seg¨²n ¨¦l, "hay 300 o 400 t¨ªtulos". Blakemore va m¨¢s all¨¢: "Debo saberme 500", afirma. La competencia es dura, por lo que parece, aunque todas las noches interpretan lo mismo, cada uno por su lado y con Hotel California, de los Eagles, siempre a mano.
Por all¨ª y por La Cripta, la discoteca g¨®tica, siempre paran Michael y Mar¨ªa, joyeros instalados en Miami; ¨¦l, de Florida, mexicana ella, con tres hijos entre 22 y 16 a?os, que les siguen la marcha generalmente animada por la madre, la reina de todas las fiestas. A Mar¨ªa le encanta bailar mientras su marido, que se ha tomado varias bebidas energ¨¦ticas, la contempla y dice: "Parece una estrella de cine".
El que lo prefiera puede bajarse a una subasta donde le ofrecer¨¢n cuadros de Dal¨ª, Picasso, Rembradt, Goya o Deg¨¢s, y alg¨²n retrato en blanco y negro de, por ejemplo, el boxeador Mohamed Ali. Su precio es incalculable: "Tard¨® 40 minutos en firmarla, imaginen lo que puede valer", anima el subastador al contar la an¨¦cdota del deportista que padece parkinson. Cerca de la exposici¨®n est¨¢ la galer¨ªa de fotograf¨ªas del crucero, donde te puedes reconocer si te gusta buscar a Wally, adem¨¢s de llevarte el recuerdo entre 10 y 20 d¨®lares, y el casino, el lugar donde m¨¢s se fuma de todo el barco.
A muchos, el rintint¨ªn de las m¨¢quinas y el ritmo pesado con movimiento percusionista y tamborilero de las monedas al caer les produce ansiedad. Por ah¨ª tambi¨¦n corren las bebidas duras y blandas que inventan Gianluca Cornelli, italiano, y Nicol¨¢s Fern¨¢ndez, hondure?o. Los dos son los mandos en tropa de los 150 camareros en los 29 bares del barco. "Lo que m¨¢s beben, pi?a colada y daiquiris", dice Corelli. Para que sienten bien y est¨¦n perfectamente mezclados no basta con las medidas. "El movimiento del cuerpo al hacerlo, eso es lo que hace que sienten bien", asegura Fern¨¢ndez. Lo cuenta en la vinoteca del barco, un lugar en alza. "Antes, el vino era un 10% de lo que se consum¨ªa. Ahora llega al 30%", a?ade Corelli.
Unas 2.900 botellas de vino se llegan a consumir en todo un pasaje. Algo m¨¢s de cerveza, 10.700 botellas, por 11.500 de refrescos. Poco si se compara con el agua, con las 1.400 toneladas que corren al d¨ªa, sin contar las 530 que hay en las piscinas. Beber y beber, los d¨ªas de calor esa parece la m¨¢xima.
Comer y comer es la de todas las jornadas, la de todas las horas m¨¢s bien. Se cocinan 105.000 raciones al d¨ªa, 300.000 postres a la semana, 70.000 filetes? Ivo Jahn, alem¨¢n, el jefe de una gigantesca cocina de varios pisos donde trabajan 250 personas, "filipinos, indios y caribe?os, en su mayor¨ªa", da fe. Es un enamorado de la cocina internacional y de la tecnolog¨ªa de los fogones. "Muchos pasteleros no se pueden permitir estos hornos para hacer galletas en cinco bandejas al tiempo", asegura. Del horno a los frigor¨ªficos, donde est¨¢n cargados los alimentos perecederos; de ah¨ª a la plancha y a las neveras, donde guarda interminables raciones de tiramis¨², o a los enormes tanques donde hacen las sopas. "Lo que m¨¢s consumen: carne y pollo, 3.000 kilos, m¨¢s o menos", asegura.
La cocina es un ente aparte, que se ocupa del buf¨¦ gigantesco y lleno de calor¨ªas, en lo que es una bacanal diaria de hamburguesas, salchichas, pizzas, pastas, postres y alternancias de sabor chino, indio y espa?ol con paellas a granel; de la hora de las comidas y de las cenas multitudinarias, sean de gala o no, por no contar las celebraciones, incluso bodas?
Ildefonso Est¨¦vez, farmac¨¦utico de New Jersey, acaba de casar a su hija, que tambi¨¦n celebr¨® su puesta de largo en un barco. Ella no est¨¢ para que la molesten mientras hace caritas y posa con su novio para un reportaje fotogr¨¢fico por todo el barco. Pero el padre de la novia lo cuenta todo. "Espero que sea muy feliz, yo ya me he casado cuatro veces", afirma un tanto esc¨¦ptico y con la sabidur¨ªa que da el estar convencido de que el amor es una cosa tan fr¨¢gil que ni el buque m¨¢s grande del mundo te lo asegura eternamente.
El equipo de cocina se esmera tanto para los banquetes de boda como para las demostraciones propias de sus encargados, que a veces sorprenden con esculturas hechas con sand¨ªas que te dan la bienvenida, cisnes de hielo y todo tipo de animalitos adornados con frutas.
Entre la comida y las cremas bronceadoras, existe una invasora presencia de la grasa en todo el barco, una mezcla de calor¨ªas y sudor que se carga en los comedores y se libera en el gimnasio, que est¨¢ en la proa y cuenta a la entrada con un reluciente ring de boxeo copado y en el que es habitual ver a chicas aspirantes a Million dollar baby descargando adrenalina. Hay m¨¢s materias gelatinosas por dentro y por fuera, porque una r¨¢pida vista a bordo por las tumbonas da idea de lo importante que es entre los pasajeros el concepto cirug¨ªa est¨¦tica. Tanto que siempre te encuentras resguardado y a cubierto. Si la cosa se pone fea y naufragamos, a falta de botes, siempre quedar¨¢ a mano alg¨²n implante salvavidas al que abrazarse. Una idea: el pr¨®ximo barco de los 20 que tiene la compa?¨ªa bien podr¨ªa llamarse Sillycon of the Seas.
Lo podr¨ªan probar y ofrecer un buen precio a los Russells, de Florida, que son Diamond Plus Members de la compa?¨ªa. Es decir, que han hecho ya m¨¢s de 25 cruceros con Royal Caribbean. "En concreto hemos hecho 40", asegura Jon y asiente su esposa, Katherine. Han probado con otros, pero no hay color para ellos: "Somos sus mejores relaciones p¨²blicas", a?ade. Llegaron a montar en el primero, el Son of Norway, y se han recorrido todas las costas de Am¨¦rica, el Atl¨¢ntico y el Pac¨ªfico, del Caribe a Canad¨¢ y de Alaska a California.
Ahora lo hacen a menudo solos, a veces hasta tres al a?o. A Jon le gusta la comida y los shows, y a Katherine, las tiendas. Pero lo pasaban mejor cuando viajaban con "los ni?os", que hoy tienen 37 y 35 a?os. El mayor se ha enganchado tanto a los cruceros que se cas¨® con el Royal Wedding Program de la compa?¨ªa en Gran Cayman, donde esta vez no han querido desembarcar. "No bajaremos hasta Labadee", aseguran.
Tampoco extra?a tanto su decisi¨®n cuando te das una vuelta por la isla, gran para¨ªso fiscal independiente. S¨®lo hay tiendas de joyas, relojer¨ªas -por supuesto, bancos-, cadenas de hamburgueser¨ªas, anuncios de cursos de buceo y barcos piratas con sus tours organizados a la manera anglosajona, como en Londres te ofrecen visitas a los escenarios de los cr¨ªmenes de Jack el Destripador. Todo vale. Los taxis pueden ser hoy una digna estirpe de corsarios en Gran Cayman. Trasladan en camionetas de cuatro en cuatro como m¨ªnimo, y si les pides que te lleven a la playa solo, te clavan. Como le pasa a Yolanda, una taxista muy simp¨¢tica que se ofrece a darte el paseo por 20 d¨®lares. No muy lejos, a lo mejor dos kil¨®metros en l¨ªnea recta.
Algo es algo en la temporada baja: "Estos d¨ªas hay poco trabajo. Vienen cuatro o cinco barcos a la semana. En temporada alta llegan siete todos los d¨ªas", asegura. A Yolanda le gusta hablar espa?ol, aunque su primer matrimonio con un chileno y su amor imposible con Felipe Clark, cubano, no le animen a hacerlo mucho: "Ese hombre me ha matado seis veces", dice. "Mira, ah¨ª est¨¢", le se?ala en el aparcamiento de la playa donde acaba el trayecto. Entonces caes en que tiene una peculiar manera de hacer las cuentas. Cuando le das los 20 d¨®lares sin vuelta te responde: "Gracias, pero que al volver no te cobren m¨¢s de cuatro".
Era lo que costaba m¨¢s o menos en la isla mexicana de Cozumel, inquietantemente mutilada por los huracanes, a no ser que te dieras un garbeo hasta las ruinas mayas o las playas apartadas, que entonces te ped¨ªan 70 d¨®lares por la broma. Si te quieres quedar en alguno de los bares del puerto, donde muchos pierden despu¨¦s el barco y previamente la consciencia a margaritas y tequilas, puedes ver atracados en cadena los cruceros, con su altiva presencia en mitad del mar.
Menos que en Montego Bay, Jamaica, donde por dos horas de paseo Antonio cobra 120 d¨®lares y trata de llevarte a todos los puestos de sus amigos en los que ofrecen desde figuritas de madera hasta marihuana: "?Yaaa man!". Pero Antonio no es s¨®lo un taxista; es todo un gu¨ªa: "Aqu¨ª est¨¢ la bandera de Jamaica. ?Por qu¨¦ es negra, verde y amarilla?", pregunta. "Verde por el paisaje, amarilla por el sol y negra por la gente que la puebla". Vale. "A la izquierda tenemos el taller de reparaciones corporales, el hospital, y a la derecha, el hotel en el que todo el mundo entra pero nadie sale, el cementerio".
Por la ciudad fluye una vitalidad pasmosa en la que se mezclan talleres mec¨¢nicos, m¨ªnimos resquicios de los primeros colonizadores, supermercados y ni?os en uniforme a la salida del colegio. Tan s¨®lo baja la tensi¨®n la excesiva contemplaci¨®n de los rastafaris, que pululan como esp¨ªritus sin due?o por las calles de Montego Bay. En el ranking de los p¨®sters y las iconograf¨ªas reina Bob Marley, y Antonio elige para el recorrido por los barrios m¨¢s conflictivos el ritmo seductor de Natural mystic, la primera canci¨®n del disco Exodus.
Jamaica es el ¨²ltimo resquicio de vida caribe?a aut¨¦ntica antes de que termine el recorrido porque la parada en Labadee, situada supuestamente en Hait¨ª, te hace penetrar en una inc¨®moda dimensi¨®n. Es el ¨²nico puerto donde no han querido bajar los Russell. En el resto se quedaron a bordo porque, seg¨²n Jon, "el objetivo del viaje siempre es estar en el barco". ?Por qu¨¦, entonces bajaron en Labadee?
Es el para¨ªso, dicen. Lo malo es que lo hayan plantado en uno de los pa¨ªses m¨¢s pobres del orbe. Pero eso no les importa a la mayor¨ªa de los viajeros. La compa?¨ªa ha comprado un trozo de isla para ellos, donde, alrededor de las maravillosas playas, han instalado un parque de motos acu¨¢ticas y toboganes, campos de voleyplaya con gradas, tiendas de souvenirs y chiringuitos en los que te ofrecen la misma comida del buf¨¦ del barco. Mientras degustas tu hamburguesa con pepinillos y unos buenos daiquiris o tu refresco sin calor¨ªas, a veces traspasa el murmullo de alg¨²n tambor al otro lado del muro y las alambradas que separan Labadee, esa disneylandia t¨®rrida, de los que remueven en sus basuras para llevarse algo de comer a la boca.
Cuando compruebas que las patra?as de los para¨ªsos en las fotograf¨ªas son directamente proporcionales a la incomodidad insalvable de la arena picajosa y el estiramiento constante del salitre en el cuerpo, lo mejor es regresar al barco un tanto decepcionado.
All¨ª nos esperan las ¨²ltimas horas a bordo, en las que nos recibe el capit¨¢n Pedercini en el puente de mando. No ¨ªbamos mal encaminados al describir el Freedom of the Seas como lo m¨¢s parecido en sofisticaci¨®n a la Estrella de la Muerte de La guerra de las galaxias. Es un espacio di¨¢fano, con cristaleras desde la que s¨®lo se puede mirar la proa y el horizonte. Las cartas de navegaci¨®n se han sustituido por pantallas de ordenador y el tim¨®n por un joystick m¨¢s peque?o que el que utilizan muchos ni?os para matar marcianitos. Hay otro testimonial, que gobierna el barco mec¨¢nicamente si falla la tecnolog¨ªa.
Al capit¨¢n le ha dado tiempo a desarrollar un intenso sentido de la responsabilidad y a no saber d¨®nde est¨¢ el l¨ªmite de los cruceros en el mar. "Cuando yo empec¨¦, hace 15 a?os, hab¨ªa barcos gigantes de 1.800 pasajeros. No pod¨ªa imaginar que hoy ¨ªbamos a navegar en ¨¦ste de 4.500. La verdad es que los barcos son cada vez m¨¢s grandes, y los puertos, m¨¢s chicos. El l¨ªmite est¨¢ en saber que vas a poder cumplir con las normas de seguridad", asegura el capit¨¢n. Esa es palabra sagrada para el pasaje, m¨¢s cuando la gran mayor¨ªa proviene de Estados Unidos. Por eso, el capit¨¢n tambi¨¦n es la estrella. Baja a las cenas de gala en uniforme, firma aut¨®grafos y maquetas del barco en las tiendas. "Para muchos, el mero hecho de verme en los primeros d¨ªas es muy importante", dice.
Gobierna el barco con una serenidad natural. Lleva 250 marineros a bordo, el mismo n¨²mero que cocineros, y est¨¢ orgulloso de contar con una tripulaci¨®n tan internacional. "Es la prueba de que podemos hacer bien las cosas juntos. Yo he llegado a ver c¨®mo un griego y un turco compart¨ªan un camarote en mitad de un conflicto entre sus dos pa¨ªses. Les ofrecimos cambiar de compa?ero y dijeron que no, que ellos se llevaban muy bien, que eran sus pa¨ªses los que no se entend¨ªan. Trabajamos mejor ac¨¢ que en la ONU", asegura.
Al dejar el puente y bajar a la proa, el cielo se ha partido en dos. Hay tormentas a babor y cae el sol con pocos s¨ªntomas de rendici¨®n a estribor. El barco no navega a toda m¨¢quina. Pocas veces ha alcanzado los 23 nudos -unos 40 kil¨®metros por hora- de velocidad m¨¢xima. A nadie se le ha pasado por la cabeza, pues, imitar a Leonardo DiCaprio gritando: "Soy el rey del mundo", con los brazos abiertos. Cuando ha ca¨ªdo implacable la noche se distingue un ligero resplandor sobre las nubes. Son las luces de Miami, que sustituyen su pesada capa de ne¨®n por el rumbo que podr¨ªan habernos marcado las estrellas.
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