L'Arbo? del Pened¨¨s
Recuerdo que empec¨¦ el viaje muy cabreada porque mi madre no me hab¨ªa dejado cargar en el coche mi colecci¨®n de frascos de colonia. Aquel iba a ser un largo viaje por carretera, y mi madre consideraba que la colecci¨®n de botellas de cristal vac¨ªas era algo del todo prescindible. En el coche, un Citro?n GS familiar, viaj¨¢bamos seis personas: delante, mi madre y su sobrino mayor, Miguel, con quien compartir¨ªa volante; aunque al final fue mi primo quien se casc¨® los mil y pico kil¨®metros de ida y los mil y pico de vuelta. Detr¨¢s ¨ªbamos la mujer de mi primo, Mari Carmen, y mi hermano y yo con 14 y 13 a?os respectivamente. En el maletero abierto hab¨ªa una sillita infantil encajada entre las maletas, y en ella iba el hijo de Miguel y Mari Carmen, Miguel¨ªn, de tres a?os. Hab¨ªamos salido de L'Arbo? del Pened¨¨s (Tarragona) con destino a Uden (Holanda) un d¨ªa del mes de julio del a?o 1983. El objetivo del viaje era encontrar al t¨ªo Lorenzo, el hermano de mi madre que hab¨ªa emigrado en el 63. Llevaban a?os sin verse, catorce por lo menos, ya que mi hermano y yo no le conoc¨ªamos. Estos son pues los recuerdos del viaje, que fueron registrados por una mente femenina de 13 a?os.
Est¨¢bamos en la fiebre pos-naranjito, tras el mundial de f¨²tbol Espa?a 82; pero a m¨ª todo eso me importaba un huevo porque ya hab¨ªa dejado atr¨¢s a la ni?a marimacho que se resiste a la pubertad, y con ilusi¨®n atravesaba un momento profundamente repipi. Sin saberlo, viv¨ªa la ¨²ltima etapa en la que pod¨ªa disfrazarme de princesa o de hada sin sentir verg¨¹enza, y en la que jugar a limpiar a¨²n era divertido. A mi hermano le estaba ocurriendo algo parecido, supongo, quiero decir que tambi¨¦n hab¨ªa dado un paso sin retorno hacia alg¨²n lugar, pero de forma m¨¢s directa y brutal, sin plantearse nada el color del futuro, por ejemplo, sin fantas¨ªas ni dramatismos. Se dej¨® el pelo a lo Jackson Five, llevaba un chaleco negro, y ten¨ªa un c¨®mic medio porno que dio mucho de s¨ª, en las aburridas y eternas noches n¨®rdicas. Mi hermano apenas guarda recuerdos de aquel viaje. ?l simplemente fue, vio, se encerr¨® en todos los lavabos con su c¨®mic, y volvi¨®. Yo en cambio me hice varios planteamientos de futuro con sus correspondientes listas, y guard¨¦ absolutamente de todo: entradas a museos, azucarillos, jabones de hoteles, horrendos souvenirs. Todo lo iba metiendo en una maletita de cart¨®n fucsia de la que no me separaba ni en la cama. En las fotos que he podido recuperar, deterioradas y francamente malas, parece que el c¨®mic porno asoma enrollado dentro del chaleco de mi hermano, mientras yo me aferro a la maletita fucsia. En cambio mi primo Miguel, ya joven padre de familia, llevaba siempre encima su pasaporte porque le hac¨ªa ilusi¨®n llenarlo de sellos que dieran fe de su aventura. Pobre Miguel, en cada frontera insist¨ªa en que le pusieran el sello de las narices, y no le pusieron ni uno solo.
Y as¨ª, sin sellos aventureros en el pasaporte de mi primo, sin saber una palabra de ingl¨¦s ni de franc¨¦s, sin cinturones de seguridad puestos, ni aire acondicionado, cruzamos media Europa en la d¨¦cada de los 80. Por desgracia no hay fotograf¨ªas del viaje en s¨ª mismo, del coche cargado y de la estrat¨¦gica distribuci¨®n, de la genuina carretera y manta que dur¨® entre dos y tres d¨ªas desde L'Arbo? a Uden. Mis recuerdos se reducen al viento que me despeinaba e irritaba, a Mari Carmen sentada en medio con los brazos cruzados para que mi hermano y yo no nos pele¨¢ramos, a Miguel¨ªn cogiendo el cochecito que m¨¢s le gustaba y saliendo de cada ¨¢rea de servicio satisfecho y tranquilo. Que nos desorient¨¢bamos y perd¨ªamos a menudo tambi¨¦n lo recuerdo, pero sobre todo recuerdo el desconcierto que me causaba ver que en general nadie nos hac¨ªa ni puto caso. Incluso en ocasiones ni siquiera nos devolvieron la mirada, pero ?es que no nos oyen?, preguntaba extra?ada. En pleno ataque agudo de cursilismo intent¨¦ que mi hermano me hiciera una fotograf¨ªa art¨ªstica frente a una reproducci¨®n de la sirenita en Ginebra; y aunque recuerde la foto con nitidez, no he sido capaz de encontrarla y podr¨ªa ser perfectamente que no existiera. S¨ª hay una del grupo familiar estirando las piernas en los lagos de Lausana, y una de un cartel de autopista con un nombre que nos son¨® estramb¨®tico M?nchengladbach-Nord, y el atardecer muy pero que muy de fondo.
Y, aunque suene a broma, recuerdo que pasamos hambre. Y es que nosotros hac¨ªamos nuestro horario espa?ol de vacaciones, y nos encontr¨¢bamos con que no nos daban de cenar en ning¨²n sitio, "pero ?ni un vasito de leche para el ni?o, silvupl¨¦?", preguntaba mi primo, sacando de la mariconera su pasaporte sin sellos. Recuerdo una crisis an¨ªmica cuando, en alg¨²n punto del viaje, mi pluma candy-candy explot¨® y manch¨® de tinta perfumada el interior de la maletita. Pero lo peor de todo, lo m¨¢s horrible y humillante, estaba por llegar: fueron los piojos que cog¨ª en un albergue suizo, y de los que mi hermano se libr¨® muy misteriosamente. Tal vez no pudieron penetrar en sus rizos afro, y mi madre siempre ha llevado el cabello muy corto, as¨ª que se vinieron todos a invadir la melena de la que me sent¨ªa tan orgullosa, mi reseca y encrespada cabellera, requemada por el sol, casi rubia. Yo ya los hab¨ªa visto, sab¨ªa que estaban ah¨ª, me picaba horrores la cabeza y sufr¨ªa en silencio. Pero consegu¨ª disimular estoicamente hasta Uden. Y habr¨ªa disimulado lo que hiciese falta para salvar mi cabellera, pero una noche mi madre pesc¨® uno en mi almohada, lo chaf¨® con las u?as, se oy¨® un chasquido como de bombeta de verbena de San Juan, comprob¨® as¨ª que eran efectivamente piojos, gordos piojos suizos, y me cort¨® el pelo sin pens¨¢rselo dos veces.
En cuanto entramos en Holanda decid¨ª que m¨¢s adelante podr¨ªa vivir una temporada en un molino holand¨¦s, rodeada de tulipanes, y con unos zuecos. ?Vivir de qu¨¦?, eso era lo de menos, eso era siempre lo de menos. Lo primero que hicimos al llegar a Uden fue parar en un bar, y no s¨¦ a qui¨¦n se le ocurri¨® preguntar directamente por Lorenzo. En cuanto pronunciamos su nombre se produjo gran expectaci¨®n. Todo el mundo conoc¨ªa a Lourensou. Le llamaron por tel¨¦fono desde all¨ª mismo: que hab¨ªa un grupo de espa?oles de diferentes edades que dec¨ªan ser familiares suyos. Lorenzo viv¨ªa cerca y acudi¨® enseguida. Mi madre le reconoci¨® de lejos y le vimos acercarse a paso ligero por la ancha avenida: bajito, moreno y con patillas, sonriente, afable, guas¨®n, inconfundiblemente espa?ol. Mi madre y ¨¦l se re¨ªan y se abrazaban y se parec¨ªan mucho, a pesar de los a?os separados.
Lourensou y su familia viv¨ªan en una casa de tres plantas con jardincito trasero y delantero, una casa c¨®moda y acogedora y bien acondicionada para el fr¨ªo. La mujer de mi t¨ªo se llamaba y se llama Mia, y sus dos hijos, Miguel y Henry, ten¨ªan y tienen m¨¢s o menos la misma edad que mi hermano y yo. Ninguno de los tres hablaba ni habla espa?ol. Ten¨ªan dos perritas horrorosas, que respond¨ªan a los nombres de Natasha y Rossy. Como buen extreme?o, mi t¨ªo se hab¨ªa empe?ado en poner una parra en el jard¨ªn; a la sombra de esa parra, fui rapada a los pocos d¨ªas de nuestra llegada. Mi madre, que es m¨¢s limpia que nadie, estaba muy impresionada de la fuerza con la que Mia estrujaba los pa?os de cocina, y secaba los cubiertos hasta sacarles brillo. Mia, a su vez, qued¨® impresionada con la cantidad de toallas de hotel que su cu?ada se hab¨ªa agenciado en el viaje. Mia y Lourensou fueron muy generosos y hospitalarios, estaban contentos de tenernos all¨ª y todo lo compartieron; pero se iban a dormir a las ocho. Acostumbrados a pasar de medianoche en el pueblo, nos qued¨¢bamos en la buhardilla. Entonces mi hermano se iba al lavabo con su c¨®mic, y yo me dedicaba febrilmente a mis enso?aciones, y a redactar las listas de las cosas que podr¨ªa necesitar.
Cuando visitamos ?msterdam decid¨ª que alg¨²n d¨ªa vivir¨ªa una temporada en un barquito vivienda, con geranios en las ventanas, y que ir¨ªa s¨²per mona en una bici y me seguir¨ªa un perrito. Lo ten¨ªa clar¨ªsimo, as¨ª que enseguida tom¨¦ una de las decisiones m¨¢s urgentes e importantes: eleg¨ª la raza del animal.
El viaje de vuelta empez¨® mal para m¨ª: me hab¨ªa dejado un vestido de Mafalda y a nadie le pareci¨® un motivo suficiente para dar la vuelta. El disgusto dur¨® poco porque me esperaba una buena noticia. Me lo dijo mi padre cuando le llamamos desde la autopista para dar el parte. Y es que durante la ingrata edad del pavo a m¨ª me hab¨ªa dado por escribir cartas a la gente que admiraba. Aquel verano mis v¨ªctimas hab¨ªan sido Michael Jackson, cuyo disco Thriller no me cansaba de escuchar, y el director de cine V¨ªctor Erice, pues acababa de ver en televisi¨®n El esp¨ªritu de la colmena y me hab¨ªa quedado fascinada. Les escrib¨ª a los dos. En el caso de Jackson el idioma no era problema para m¨ª: querido Michael. No recuerdo qu¨¦ le contaba, pero s¨ª que acababa dici¨¦ndole que al volver de Holanda pod¨ªa ir unos d¨ªas a su casa, si le parec¨ªa bien. El caso es que cuando mi padre me comunic¨® que hab¨ªa recibido carta de V¨ªctor Erice parec¨ªa mucho m¨¢s sorprendido que yo -que lo ve¨ªa bastante l¨®gico y calculaba recibir en breve la de Michael desde California- y varias veces me propuso leerme la carta por tel¨¦fono. Pero yo me negaba y logr¨¦ aguantar hasta que llegamos al pueblo. La carta fue un aliciente para resistir los ¨²ltimos kil¨®metros sin refunfu?ar ni lamentarme. Afortunadamente, Michael Jackson nunca respondi¨® y no fui invitada a Neverland aquel verano, ni ning¨²n otro.
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