La ¨²ltima foto de Juantxu Rodr¨ªguez
La periodista recuerda la muerte del fot¨®grafo durante la invasi¨®n norteamericana de Panam¨¢
No recuerdo aquella semana navide?a de 1990 como se recuerda un reportaje, sino como una pesadilla. Tambi¨¦n fue una premonici¨®n. Yo hab¨ªa salido de Madrid, semanas antes y acompa?ada por el fot¨®grafo Juantxu Rodr¨ªguez, para realizar un trabajo que recoger¨ªa la labor de los jesuitas espa?oles en Am¨¦rica Latina. En Panam¨¢, nuestro objetivo se vio brutalmente truncado.
Una semana despu¨¦s de nuestra llegada a la capital paname?a, Juantxu y yo regresamos a Espa?a. Yo lo hac¨ªa viva, por los pelos, y ¨¦l, en un f¨¦retro sellado. ?sa es la pesadilla.
Recuerdo Panam¨¢ como una ciudad blanca, de calor pegajoso y ondulantes crestas de palmeras bordeando el oc¨¦ano; recuerdo la sensualidad de la gente y recuerdo tambi¨¦n a Rodrigo, que nos hizo de ch¨®fer, y a Rafael Candanedo, periodista local que se convertir¨ªa en un gran ayuda, y recuerdo unas cervezas compartidas con el delegado de la agencia EFE, Andreu Claret, que me puso al corriente del momento tirant¨ªsimo que se viv¨ªa en el pa¨ªs a causa de la disputa por el canal, por las malas relaciones entre el general Noriega y su antiguo patrocinador, el Gobierno de Estados Unidos, en ese momento presidido por George Bush, padre, que mientras dirigi¨® la CIA hab¨ªa sido quien m¨¢s us¨® a Noriega como agente doble.
Recuerdo que los soldados de las fuerzas invasoras, que hab¨ªan bombardeado una ciudad para imponer la democracia, no hicieron nada para impedir el caos
Le vi caminar hacia delante y caer, pero quise pensar que lo hac¨ªa para tomar una foto mejor. Era tan joven. En realidad, ya estaba muerto
Tambi¨¦n recuerdo una madrugada -poco antes de la una, hora local- en que me despert¨¦ s¨²bitamente, creyendo no haber desconectado el televisor. "Una pel¨ªcula de tiros", pens¨¦. Y no. Los disparos se escuchaban en las cercan¨ªas de nuestro hotel, el Marriott. Desde el ventanal abierto a un paisaje paradis¨ªaco vi algo que nunca antes hab¨ªa podido contemplar con tanta perspectiva. Un bombardeo. Un genuino, aut¨¦ntico, supert¨¦cnico y moderno bombardeo, por parte del ej¨¦rcito m¨¢s poderoso del mundo, sobre uno de los barrios m¨¢s paup¨¦rrimos de la capital, El Chorrillo.
Juantxu us¨® la puerta que comunicaba nuestras habitaciones para entrar en la m¨ªa y, con su audaz sonrisa de joven reportero gr¨¢fico sin miedo, exclam¨®: "?Han invadido! ?Tengo montado el tr¨ªpode!". Pues se necesitaba inmovilidad para captar las siluetas monstruosas de los aviones, el infierno de fuego que par¨ªan sobre los paname?os indefensos. Yo le dije que callara, que los norieguistas estaban tomando rehenes norteamericanos en el hotel, perteneciente a una cadena gringa. Echados en el suelo, escuchamos la radio. Ninguna emisora daba noticia alguna, hasta que consegu¨ª conectar Radio Caracol, a la que llamaban paname?os desesperados, contando lo que estaba ocurriendo.
Nunca recuperamos el tr¨ªpode, ni las fotos que hizo Juantxu en aquel momento. En cuanto se hizo de d¨ªa nos largamos con lo puesto y el imprescindible material de trabajo, y nos dedicamos a recorrer la ciudad con Rodrigo, que hab¨ªa dimitido instant¨¢nea y h¨¢bilmente de su empleo en el casino del hotel para convertirse en nuestro ch¨®fer.
Recuerdo que la ciudad que encontramos a la salida del hotel -en adelante pernoctar¨ªamos en la Embajada de Espa?a, en donde el titular, don Tom¨¢s Lozano, se comport¨® como un padre- no se parec¨ªa en nada a la que hab¨ªa cre¨ªdo entrever a mi llegada. Recuerdo los carros de combate USA, las avionetas achicharradas de un helipuerto tur¨ªstico, y m¨¢s tarde, tras una in¨²til conferencia de prensa en la ya obsoleta canciller¨ªa paname?a -Guillermo Endara, el t¨ªtere adiposo puesto por Bush, hab¨ªa jurado la presidencia en una base de la zona del canal; Noriega estaba en paradero desconocido-, recuerdo haber tenido que correr entre disparos hasta la legaci¨®n espa?ola, que se encontraba al otro lado de la plaza. Recuerdo los saqueos, perpetrados por paname?os de todas las clases sociales -un hombre intentaba sacar de una tienda una lancha motora, manejando el volante; una mujer arrastraba varias piezas de tela de brocado; otros arrastraban lavadoras, frigor¨ªficos, cascos de peluquer¨ªa-; recuerdo los ojos de ira del propietario de un supermercado, que se defend¨ªa de los saqueadores armado con un palo, y c¨®mo se ech¨® a llorar cuando le pagu¨¦ una botella de imprescindible whisky, mientras sus compatriotas trataban de asaltarle. Recuerdo las patadas contra los cierres met¨¢licos de la muchedumbre enajenada, los alaridos de los norieguistas linchados, los cuerpos que se amontonaban en los pasillos de la morgue del hospital de Santo Tom¨¢s. Recuerdo a los prisioneros, maniatados y boca abajo en los parques, con las botas de los marines en sus espaldas. Recuerdo, sobre todo, que los soldados de las fuerzas invasoras, que hab¨ªan bombardeado una ciudad para imponer la democracia, no hicieron nada para impedir que el caos les asegurara la necesidad de orden.
S¨ªmbolo de la locura
El 21 de diciembre, Juantxu y yo volvimos al hotel Marriott para intentar recoger nuestras pertenencias. Se hallaba en poder de los norieguistas cuando lo abandonamos, y ahora lo controlaban tropas estadounidenses. Por encima del hombro de uno de los soldados que nos conminaron a marcharnos vi cad¨¢veres alineados en el vest¨ªbulo. Tal vez entre ellos se encontraba el amable director que nos hab¨ªa invitado a una copa en ese mismo lugar, que ya pertenec¨ªa a otro mundo: el vest¨ªbulo, con su Santa Claus montado en reno colgado del techo, era un s¨ªmbolo de la locura, de la destrucci¨®n. Como la ciudad entera.
Recuerdo que retrocedimos hacia un edificio destinado a convenciones, y que vimos acercarse lentamente un convoy de los marines por la avenida que bordea el mar, y permanecimos quietos mientras giraba en direcci¨®n al Marriott, y a nosotros, que mont¨¢bamos la guardia enfrente. Hab¨ªa otros fot¨®grafos: entre ellos, Roberto Armicione, de Reuters en Honduras, y uno o dos franceses. Yo mir¨¦ a mi alrededor, buscando francotiradores. Ni uno. Ni d¨®nde esconderse.
No s¨¦ qui¨¦n abri¨® fuego antes, seguramente los que llegaban, incapaces de distinguir a los suyos, entre otras cosas porque Estados Unidos hab¨ªa proporcionado los uniformes del Ej¨¦rcito paname?o. Lo que s¨ª s¨¦ es que la tanqueta que encabezaba la comitiva detuvo sus disparos, tras abatir a unos cuantos de los suyos. Luego, la torreta de donde sal¨ªa el fuego dio un giro de 45 grados y enfoc¨® al grupo de periodistas. Ech¨¦ a correr entre las detonaciones que me ensordec¨ªan, con Rodrigo y un amigo, hacia la ¨²nica protecci¨®n que se nos ofrec¨ªa, por risible que parezca: el autom¨®vil. Antes de apretujarme con los otros bajo su panza llam¨¦ a Juantxu a gritos, pero ¨¦l se hab¨ªa ido con su c¨¢mara. Le vi caminar hacia delante y caer, pero quise pensar que lo hac¨ªa para tomar una foto mejor. Era tan joven. En realidad, ya estaba muerto. Una bala le atraves¨® el ojo izquierdo y as¨ª muri¨®, abrazadito a su c¨¢mara.
Fue una pesadilla y una premonici¨®n. Porque regres¨¦ a Espa?a con un f¨¦retro y con la convicci¨®n de que Estados Unidos inauguraba una nueva era de intervenciones imperialistas ajenas a la legalidad internacional, en las que la presencia de la prensa libre no iba a ser bienvenida. Con los soldados hab¨ªan aterrizado sus propias cadenas de televisi¨®n, que instalaron sus estudios en las bases del canal y empezaron a difundir informaci¨®n embustera y sesgada.
Esto es lo que recuerdo de Panam¨¢. No lo que escrib¨ª.
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