El aparecido
Esta fotograf¨ªa se public¨® el 30 de noviembre para ilustrar un trabajo sobre la pena de muerte. Se trataba de una imagen sumamente locuaz a la vez que tercamente muda, pues te lo dec¨ªa todo y no te dec¨ªa nada. Mejor a¨²n: estaba cargada de un sentido que el lector del peri¨®dico pod¨ªa comprender, pero que era incapaz de expresar. Si la primera obligaci¨®n de una buena foto es dejarte sin palabras, ¨¦sta era genial. "Me qued¨¦ mudo", decimos, para expresar no tanto la falta de sentido como su exceso. No hay forma humana de ponerse, verbalmente, a la altura de algunos retratos. Pese a ello, la imagen contin¨²a teniendo una consideraci¨®n ancilar respecto al texto. Esta fotograf¨ªa es la demostraci¨®n, no diremos de su superioridad, porque no se trata de eso, sino de su autonom¨ªa.
Por fin, me dije, he dado con algo evidente. Lo evidente, con frecuencia, es lo que no se ve
Clav¨¦ la fotograf¨ªa sobre un corcho, delante de mi mesa de trabajo, y la dej¨¦ estar. Hay im¨¢genes en las que penetras e im¨¢genes que te penetran. ?sta pertenec¨ªa a la segunda categor¨ªa. Encend¨ªas la luz, te sentabas a la mesa y al rato estabas contemplando la foto, esperando que te hablara, que te dijera algo. A veces, mientras escrib¨ªa un art¨ªculo, ten¨ªa la impresi¨®n de que el condenado a muerte me observaba. Pero cuando yo levantaba la vista, ¨¦l volv¨ªa a bajar los p¨¢rpados. Quiz¨¢, me dije, se trate de una norma del reglamento interno de la prisi¨®n: los condenados a muerte jam¨¢s miran a los ojos a nadie.
Un d¨ªa me di cuenta de que hab¨ªa algo en la foto, algo que, sin embargo, no estaba. Eran los grilletes de las manos y de los tobillos. No estaban, desde luego, pero el hombre (negro) se hab¨ªa acostumbrado a ellos de tal modo que actuaba como si los tuviera. Ya no era necesario atarlo f¨ªsicamente porque estaba atado metaf¨ªsicamente. Incluso en el caso improbable de que abandonara el corredor de la muerte y saliera a la calle, pasar¨ªa el resto de su vida unido a esas cadenas invisibles. No es dif¨ªcil imaginarlo levantando las dos manos a la vez para llevarse un trozo de pan o un vaso de agua a la boca. Por fin, me dije, he dado con algo evidente. Lo evidente, con frecuencia, es lo que no se ve, pero no logr¨¦ encontrar otras cosas que no se vieran.
Telefone¨¦ a Gorka Lejarcegi, el autor de la foto, y le pregunt¨¦ cu¨¢ndo la hab¨ªa sacado y por qu¨¦. Me dijo que era de 1987. Hab¨ªan pasado por ella casi 20 a?os. Se public¨® originalmente para ilustrar un reportaje de Emma Bonino sobre la pena de muerte. Entonces, me dije, la otra cosa que no se ve¨ªa, pero que estaba, era el tiempo. Y el tiempo era lo que daba al condenado ese aire fantasmal. Cuando una foto es muy locuaz, se publica de forma peri¨®dica para ilustrar el tema del que trata. Es lo que se llama "tirar de archivo". Un d¨ªa, sin darte cuenta, al tirar de archivo, en vez de sacar una foto, sacas un fantasma.
Ah¨ª tienen, pues, al fantasma de Victor Stafford, que as¨ª se llamaba el hombre (negro) de la imagen. Ten¨ªa entonces 29 a?os y una hija de 9. Llevaba 10 en el corredor de la muerte y se hab¨ªa convertido al islam. Lo m¨¢s probable es que hoy no tenga a?os ni hija ni cuerpo. De ah¨ª el silencio que sale a borbotones de la foto. Es el mismo tipo de silencio lastimero que escuchamos cuando vemos un aparecido.
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