Fidel y Ra¨²l
A mediados de febrero de 1971, cuando llevaba casi tres meses en Cuba como representante diplom¨¢tico de Chile, me toc¨® entrar en contacto con Ra¨²l Castro para organizar la visita del buque escuela Esmeralda a La Habana. Era la primera visita oficial de un barco de la escuadra chilena, despu¨¦s de largos a?os de ruptura de relaciones, y el Gobierno revolucionario le daba gran importancia al asunto. Hab¨ªa que evitar a toda costa que los trescientos o cuatrocientos j¨®venes oficiales y grumetes en viaje de instrucci¨®n transmitieran una imagen negativa de la Revoluci¨®n Cubana a su regreso a Valpara¨ªso. El presidente Allende en persona hab¨ªa acudido a despedir el barco y se hab¨ªa comunicado por tel¨¦fono con Fidel Castro para recomendarle la m¨¢xima atenci¨®n al tema. Y Fidel y Ra¨²l estaban pendientes, con las pilas puestas, como decimos nosotros, dispuestos a emplear todos sus poderes de seducci¨®n, que en aquellos a?os no eran pocos, frente a los chilenos.
Yo hab¨ªa conversado largamente con Fidel en la primera noche de mi llegada a La Habana y hab¨ªa podido sacar conclusiones diversas acerca del personaje. A uno lo citaban en un lugar y a una hora determinada y el encuentro terminaba por producirse en otro y varias horas m¨¢s tarde. Los ayudantes, los funcionarios, la gente de protocolo, le dec¨ªan a uno al o¨ªdo que todo esto obedec¨ªa a normas de seguridad, pero tambi¨¦n se pod¨ªa concluir que era una cuesti¨®n de temperamento, de gusto, de afici¨®n a lo repentino y a lo secreto. Despu¨¦s, durante la reuni¨®n misma, nunca faltaba alg¨²n elemento de sorpresa, un golpe de teatro. Yo, reci¨¦n llegado a mi hotel al final de un largo viaje, cerca de la medianoche, segu¨ªa un discurso del Comandante por la televisi¨®n cuando el director de Protocolo me llam¨® para llevarme a cenar en la ciudad. Era una hora extravagante y hab¨ªa viajado desde Lima con escala en M¨¦xico, pero no quise poner dificultades. Cruzamos La Habana a una velocidad vertiginosa, en el escarabajo VW del director, y en vez de llegar a un restaurante me hicieron entrar a las bambalinas de un gran teatro. Al otro lado de las pesadas cortinas de terciopelo granate se escuchaba la misma voz que hab¨ªa escuchado en el televisor de mi hotel. Termin¨® el discurso, hubo nutridos aplausos y el Comandante en Jefe apareci¨® detr¨¢s de las cortinas. Si hubiera sabido que hab¨ªa llegado, me dijo, habr¨ªa roto el protocolo y lo habr¨ªa llevado a la tribuna. Habl¨® con otras personas, entre ellas con el pol¨ªtico chileno Baltazar Castro, y desapareci¨® seguido de su s¨¦quito por una portezuela que daba a la calle.
"Ahora te voy a llevar a una entrevista en el diario Granma", me dijo entonces Mel¨¦ndez, el de Protocolo. ?No es un poco tarde para entrevistas?, tuve la ingenuidad de preguntar, mirando mi reloj. Pero la hora, en las revoluciones, ten¨ªa otro sentido. Y un rato m¨¢s tarde me encontraba sentado en la direcci¨®n del Granma, frente a un grupo de periodistas que sonre¨ªa y me hac¨ªa preguntas vagas sobre mi viaje. Hasta que se abri¨® una puerta lateral, entr¨® Fidel Castro y se sent¨® en una silla que estaba al lado de la m¨ªa. De las bambalinas del teatro anterior pas¨¢bamos a un escenario m¨¢s privilegiado y exclusivo. En medio de la conversaci¨®n, Fidel de repente dio un salto. ?C¨®mo era posible que no hubiera vino chileno en la mesa? Se abrieron otras puertas, como si el gui¨®n estuviera bien estudiado, y entraron botellas de un vinillo que produc¨ªa Baltazar Castro, el pol¨ªtico que acababa de conversar con Fidel. La conversaci¨®n, a todo esto, ya hab¨ªa adquirido otro tono. Dije que pod¨ªa encargarme de que se exportaran vinos chilenos de mejor calidad a la isla y Fidel replic¨®: "T¨² eres encargado de negocios, pero de negocios no sabes nada, porque eres escritor". Me re¨ª bastante, ya que Baltazar Castro, don Balta, tambi¨¦n era escritor, novelista prol¨ªfico, aunque, en honor a la verdad, m¨¢s bien mediocre en su manejo de la escritura. "?Estos escritores chilenos son unos diablos!", exclam¨® entonces Fidel, de humor excelente, y la conversaci¨®n se prolong¨® hasta altas horas de la madrugada.
Llegu¨¦ a una entrevista de trabajo con Ra¨²l Castro, en v¨ªsperas del arribo del buque escuela, y empec¨¦ a comprobar que el ministro de las Fuerzas Armadas era el exacto reverso, casi la ant¨ªpoda, de su famoso hermano. Tuve la impresi¨®n, incluso, de que manipulaba el contraste en forma deliberada. Ser hermano del L¨ªder M¨¢ximo no deb¨ªa de ser f¨¢cil, y el juego de las oposiciones probablemente ayudaba a mantener el tipo. Son¨® la hora precisa de la cita y la puerta del despacho ministerial se abri¨®. Ra¨²l, mucho m¨¢s bajo que Fidel, m¨¢s p¨¢lido, lampi?o, en contraste con la barba guerrillera, frondosa y famosa, del otro, era un hombre amable,que hasta pod¨ªa resultar simp¨¢tico, pero de una cordialidad evidentemente fr¨ªa. Estaba sentado detr¨¢s de una mesa de escritorio pulcra, impecablemente ordenada, y supe que ah¨ª no cab¨ªa esperar sorpresas ni golpes de efecto de ninguna especie. Sus servicios, entretanto, lo hab¨ªan previsto todo: la entrada del barco al muelle, el transporte por tierra de la tripulaci¨®n, el programa oficial hasta en sus menores detalles. Habr¨ªa que asistir a tales y cuales ceremonias y pronunciar tales y cuales discursos de tantos minutos de duraci¨®n cada uno. El personal a cargo tendr¨ªa las respectivas ofrendas florales preparadas. Y el ministro procedi¨® a entregarme carpetas cuidadosamente preparadas con el programa, mapas de acceso, credenciales, contrase?as. Conven¨ªa, dijo, antes de la despedida, que se produjo al cabo de media hora justa de reuni¨®n, que visitara los recintos de la Marina de Cuba, donde los radares registraban minuto a minuto la navegaci¨®n del barco nuestro. Lo hice, desde luego, y debido, quiz¨¢, a mi total ignorancia, me qued¨¦ asombrado por el control perfecto de la situaci¨®n del buque en los mares caribe?os.
Los marinos chilenos visitaron instalaciones militares guiados por Ra¨²l Castro y debo decir que hicieron comentarios sorprendidos y hasta elogiosos de la eficacia defensiva de lo que hab¨ªan visto. En esta etapa, la voz cantante en el proceso de seducci¨®n de los oficiales de la Esmeralda, la sirena de turno, era Ra¨²l, no su hermano Fidel. Pero hubo m¨¢s tarde un detalle revelador. Ernesto Jobet, el comandante de nuestro barco, ofreci¨® una recepci¨®n a todo el Gobierno y el cuerpo diplom¨¢tico. Ah¨ª hubo roces y tropiezos de toda clase y a cada rato. Protocolo me ped¨ªa permiso para hacer una completa inspecci¨®n del buque por motivos de seguridad. El comandante Jobet contestaba que por ning¨²n motivo: ¨¦l, en su calidad de anfitri¨®n, respond¨ªa por la seguridad de sus invitados. Y jam¨¢s, por razones de principio, admitir¨ªa el ingreso a su barco de gente armada. El d¨ªa de la recepci¨®n, Fidel Castro apareci¨® en el muelle de repente y subi¨® en compa?¨ªa de una escolta provista de grueso armamento. Fue un momento de tensi¨®n extraordinaria. Media hora m¨¢s tarde ingres¨® con toda su escolta a la sala privada del comandante chileno. Se produjo ah¨ª una situaci¨®n notable: el comandante Jobet, con un gesto, le pidi¨® a Castro que expulsara a los intrusos, y ¨¦ste, con un dedo, les orden¨® retirarse. La reuni¨®n no pod¨ªa partir en un ambiente peor. Pero Fidel, al poco rato, tuvo una idea brillante: invit¨® a Ernesto Jobet a jugar una partida de golf a la ma?ana siguiente y todos los tropiezos del d¨ªa quedaron aparentemente superados.
Me imagino que Ra¨²l Castro, con buen olfato, previ¨® estos problemas de antemano. De todos los personajes importantes invitados a la fiesta del buque escuela, fue el ¨²nico que no asisti¨®. A pesar de haber sido el organizador de la gira. No quer¨ªa provocar conflictos y prefiri¨®, una vez m¨¢s, asumir un perfil bajo. No le gustaba, sin duda, estar en el mismo barco en compa?¨ªa del hermano mayor, sobre todo cuando el otro acaparaba todas las c¨¢maras.
En buenas cuentas, la actitud de Ra¨²l fue prudente y astuta, adem¨¢s de organizada. Fidel y su escolta, en cambio, metieron la pata a cada rato. Pero Fidel, con su chispa, con su sorprendente invitaci¨®n a un deporte brit¨¢nico y tradicional, gan¨® la partida. Al menos en el primer momento. Dos d¨ªas despu¨¦s, cuando el buque se preparaba para zarpar, Ernesto Jobet impart¨ªa terminantes instrucciones a sus subordinados para que escribieran cartas, todas las cartas que pudieran, a sus familiares y amigos. Era una operaci¨®n discreta y eficaz de contrapropaganda. Algunos grumetes hab¨ªan sido invitados en la calle a la casa de un m¨¦dico cubano y hab¨ªan comprobado con extra?eza que no estaba en condiciones de ofrecerles una modesta cerveza o una taza de caf¨¦. ?Cu¨¦ntenlo todo!, exclamaba Jobet, con una sonrisa socarrona.
Alrededor de tres a?os m¨¢s tarde, se supo que la Marina hab¨ªa sido la primera en iniciar, con veinticuatro horas de anticipaci¨®n, las operaciones que condujeron al golpe de Estado contra Allende. Pens¨¦ en los tripulantes de la Esmeralda y en la posibilidad de que alguno, m¨¢s de alguno, estuviera implicado en ese proceso. Era una historia terrible: un reflejo lateral, menor, pero no por eso menos dram¨¢tico, de un gran conflicto pol¨ªtico del siglo XX. En el episodio de la visita de los marinos, seg¨²n mi balance final, Ra¨²l hab¨ªa sido prudente, adem¨¢s de ausente cuando conven¨ªa, y Fidel hab¨ªa sido teatral, excesivo, palabrero, improvisador. Ninguno de los dos, en cualquier caso, habr¨ªa podido evitar nada, y temo que sus amigos chilenos tampoco.
Jorge Edwards es escritor chileno.
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