Suerte, pap¨¢
Supongo que mi hermano tambi¨¦n deb¨ªa de estar presente en aquellas extra?as tardes en casa de la abuela, pero por m¨¢s que intento acordarme de ¨¦l no lo consigo. En mi memoria s¨®lo estamos nosotras, las mujeres, un gineceo que resulta de lo m¨¢s adecuado para realzar la figura de nuestro hombre. Mi abuela paterna, anciana y enlutada; mi t¨ªa Mercedes, viuda; mi t¨ªa Conchita, soltera en una ¨¦poca en la que todav¨ªa exist¨ªan las solteronas; mi madre, tan guapa y tan esbelta y mucho m¨¢s joven de lo que yo soy ahora; y yo, con cuatro o cinco a?os. Y en el centro de este coro femenino, el protagonismo fulgurante de mi padre.
Mi padre era torero profesional. Cuando toreaba en Madrid, siempre iba a vestirse a casa de su madre. Sub¨ªamos andando por Reina Victoria con el hato del traje de luces bajo el brazo y, una vez en el piso de la abuela, mi padre se met¨ªa en el cuarto de ba?o ataviado de simple mortal y sal¨ªa transmutado en un personaje fabuloso, todo brillos y sedas y diamantes. Un pr¨ªncipe de cuento que adem¨¢s se dedicaba a algo muy raro y muy peligroso, algo que yo no sab¨ªa bien lo que era pero que, seg¨²n me hab¨ªan contado, exig¨ªa un indecible valor y era extremo y hermoso. Luego, con el tiempo, milenios despu¨¦s de todo aquello, crec¨ª y comprend¨ª que a m¨ª no me gustaban las corridas de toros, que me parec¨ªan demasiado brutales; pero por entonces, en el ambiente taurino y desde dentro, yo s¨®lo percib¨ªa una especie de romanticismo legendario, la proeza del reto, el coraje de afrontar el beso de la muerte cada tarde. La costumbre, que es una clase de ceguera, hac¨ªa que nadie fuera consciente del nivel de violencia. De hecho, mi padre siempre fue un apasionado amante de los animales. As¨ª de complejos somos los humanos.
El mundo de los toros es muy ritualizado y todas aquellas tardes eran exactamente iguales unas a otras: la hora de llegada a casa de la abuela, la tensi¨®n que se palpaba en el ambiente, el encierro en el cuarto de ba?o, la asombrosa mudanza a un padre relumbrante, las ¨²ltimas palabras que yo deb¨ªa decirle antes de que saliera por la puerta, "suerte, pap¨¢", exactamente eso y s¨®lo eso, una f¨®rmula fija a modo de conjuro o de encantamiento, porque la costumbre supersticiosa manda despedir as¨ª a los toreros que se van a la plaza, suerte, maestro, ¨¦sas deben ser las ¨²ltimas palabras que les diriges, de manera que suerte, pap¨¢, fueron las primeras palabras que me ense?aron a balbucear cuando era ni?a. Y al decirlas, yo sent¨ªa que le estaba protegiendo con mi hechizo verbal de los graves peligros que le acechaban.
Entonces, cuando mi padre se iba envuelto en el chisporroteo de su traje m¨¢gico, el gineceo regresaba por el oscuro pasillo hasta la sala. Y ah¨ª empezaba nuestra parte en la gesta, nuestro humilde papel de mujeres en la retaguardia: nos sent¨¢bamos en c¨ªrculo y rez¨¢bamos un rosario tras otro rogando la intercesi¨®n de los poderes divinos para la protecci¨®n de nuestro hombre. Ahora que lo pienso, tambi¨¦n el rosario era un sortilegio oral, un modo de ampararlo con palabras. Las mujeres hablando, los hombres ejecutando silenciosos actos de muerte y de sangre.
Cuando vuelvo la vista tan atr¨¢s siento la misma extra?eza ante aquel mundo que si estuviera contemplando un paisaje lunar. Espa?a ha cambiado de manera tan abrupta y vertiginosa en las ¨²ltimas d¨¦cadas que la vida de mi infancia me resulta estramb¨®ticamente arcaica, una antigualla polvorienta en la que es dif¨ªcil reconocerse. Recuerdo, por ejemplo, que en la habitaci¨®n siempre hab¨ªa una capillita itinerante. Estas capillas, que eran unas cajas de un metro de altura en madera barata, labradas en estilo seudo g¨®tico y con puertecitas practicables, albergaban la imagen en escayola coloreada de una Virgen, o del Coraz¨®n de Jes¨²s, o de alg¨²n santo. Las m¨¢s modernas ten¨ªan bombillas por dentro, pero lo importante era encender a los pies de la figura tres o cuatro lamparillas votivas, humildes y medievales lamparillas de aceite, con el pabilo flotando sobre la grasa. Las capillas eran llevadas de casa en casa por un propio, que cobraba una m¨®dica suma por dejar la imagen prestada durante algunos d¨ªas. Naturalmente, cada vez que mi padre toreaba en Madrid, la abuela contrataba su hornacina y su santo.
Nos pas¨¢bamos la tarde en la penumbra, porque por entonces, en el Madrid sin aire acondicionado, se hu¨ªa del sol en los veranos. Con la persiana medio bajada, rez¨¢bamos al un¨ªsono mientras las llamas temblorosas de las lamparillas hac¨ªan bailar las sombras. Apenas quince a?os despu¨¦s, yo me convertir¨ªa en una hippy, llevar¨ªa espeluznantes minifaldas y camisas transparentes de flores, asistir¨ªa a conciertos de rock, fumar¨ªa porros y comprar¨ªa la p¨ªldora clandestinamente en las farmacias progres durante los ¨²ltimos estertores del franquismo, pero por entonces todav¨ªa habit¨¢bamos en un mundo inm¨®vil y vetusto de mujeres enlutadas, santos de escayola y r¨ªtmicos susurros en lat¨ªn. M¨¢ter Amant¨ªsima, Ora pro Nobis. Y as¨ª iba pasando la tarde, hora tras hora. Las densas y lentas tardes de la infancia.
Hasta que, al fin, ya con el sol muy bajo, las cosas empezaban a salir de su letargo. La abuela verificaba la hora y guardaba el rosario: "Ya debe de haberse terminado". Era el momento de recurrir a la tecnolog¨ªa puntera, que consist¨ªa, a la saz¨®n, en una peque?a radio de baquelita de color vainilla y fresa, igual que un helado. Mis t¨ªas encend¨ªan respetuosamente el aparato, cuyo dial se iluminaba con un fulgor mortecino y amarillento, semejante a la luz de las lamparillas. El cuarto se llenaba con los chisporroteos est¨¢ticos, esos ruidos radiales antes tan comunes y hoy olvidados, mientras las t¨ªas buscaban la emisora adecuada. Al cabo recalaban en alg¨²n programa de toros, en el que un comentador daba el parte de la corrida. Un informe que se escuchaba casi sin respirar, con una atenci¨®n intensa, sobrecogida. Incluso yo permanec¨ªa petrificada, prendida de la voz del hombre, aunque no pudiera desentra?ar su argot taurino ni comprender lo que dec¨ªa. Hasta que el parte se acababa y todo el gineceo romp¨ªa a hablar al mismo tiempo: menos mal, est¨¢bamos de suerte, no hab¨ªa sucedido nada malo.
Entonces se dec¨ªan unas cuantas oraciones, algo muy cortito, s¨®lo en acci¨®n de gracias por el apoyo que la divinidad hab¨ªa prestado a nuestro hombre, y mi madre suspiraba aliviada, sin duda por el buen resultado de la corrida, pero tambi¨¦n, me parece, porque lo de pasarse la tarde rezando siempre le result¨® un fastidio. Y ah¨ª daba comienzo lo mejor de todo. Como el sol ya hab¨ªa ca¨ªdo y la tarde veraniega empezaba a refrescar, se levantaban las persianas y una luz alegre inundaba el cuarto; y a m¨ª se me permit¨ªa sentarme en el alf¨¦izar de la ventana, con las piernas metidas a trav¨¦s de los barrotes y colgando por fuera, a esperar la llegada de mi padre. Era un primer piso, de manera que mi posici¨®n de vig¨ªa era inmejorable. Conservo una foto de aquella ¨¦poca, tomada en una finca de toros bravos. Mi padre est¨¢ vestido de corto, distra¨ªdo y mirando para otro lado; yo, en cambio, miro a c¨¢mara derretida de orgullo y embeleso filial. Con parecido orgullo deb¨ªa de aguardar su llegada; y con ese mismo y acaparador embeleso deb¨ª de borrar de mi memoria la figura inevitable de mi hermano.
Al cabo, tras la deliciosa angustia de la espera, se deten¨ªa a mis pies el enorme coche negro de los toreros. Mi padre descend¨ªa sujetando el capote bajo el brazo, miraba hacia arriba y nos sonre¨ªa. A estas alturas ya est¨¢bamos todas apretujadas dentro del marco de la ventana, con la emoci¨®n yo ni me daba cuenta, pero ah¨ª estaban ellas pegadas a mi espalda, mi madre, mi abuela, que morir¨ªa cinco a?os despu¨¦s al caerse por las escaleras, y mis t¨ªas Mercedes y Conchita, que envejecer¨ªan hasta convertirse en dos ancianas y luego tambi¨¦n fallecer¨ªan. Todas saludaban calurosamente a mi padre, que ven¨ªa del peligro y del dolor, que llegaba (esto era lo que m¨¢s me sobrecog¨ªa, lo que m¨¢s me chocaba) con la pechera manchada de sangre seca, sangre tiesa y marr¨®n del pobre toro. El gineceo en pleno, en fin, recib¨ªa al h¨¦roe con feliz alboroto, pero yo sab¨ªa que ¨¦l s¨®lo me sonre¨ªa a m¨ª, porque yo le hab¨ªa salvado con mis palabras m¨¢gicas de la mala suerte y de la mala muerte. Esa mala muerte que termin¨® atrap¨¢ndole cuarenta a?os despu¨¦s (enfisema, botella de ox¨ªgeno, silla de ruedas), cuando mis palabras se hicieron tan adultas que perdieron sus poderes protectores. Aquella casa de mi abuela estuvo deshabitada durante alg¨²n tiempo y al cabo la compr¨® un desconocido. A menudo paso con el coche por delante, pero las ventanas siempre est¨¢n cerradas.
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