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NARRATIVA

Lo mejor era los p¨¢jaros

Mi hermano ha esperado a que su hija cumpliera nueve a?os para cont¨¢rselo. Dice que antes habr¨ªa sido demasiado pronto, que la pobre c¨®mo iba a entender, con lo tierna y lo fr¨¢gil que es. En esto ¨²ltimo, mi hermano tiene toda la raz¨®n. Hijo m¨ªo, a veces pienso que a tu prima no la alimentan como Dios manda. O que ha contra¨ªdo la anorexia a la edad en que otros ni?os se preparan para la primera comuni¨®n. El coraz¨®n me da un vuelco cuando le miro las piernas. Son tan delgadas que parece imposible que la criatura se pueda sostener. Para su ¨²ltimo cumplea?os le regalamos tu padre y yo unos leotardos de lana. Es que nos apena que vaya por ah¨ª ense?ando los huesos. Yo rezo por las noches para que t¨² salgas m¨¢s robusto. La doctora Guti¨¦rrez me aconseja en cada revisi¨®n que te amamante por lo menos durante un a?o. Conque estate tranquilo, tesoro. Pecho no te va a faltar. Me importa un r¨¢bano si por cuidarte tengo que reducir mi horario en el instituto despu¨¦s de que se me haya terminado la baja por maternidad. ?Me voy a ocupar de los hijos de los dem¨¢s y no del m¨ªo? En cuanto a lo del abuelo, te lo cuento ahora aunque no escuches, o quiz¨¢ s¨ª, qui¨¦n sabe. En una revista he le¨ªdo que algunas embarazadas ponen m¨²sica cerca del vientre para que se oiga dentro. Pues te lo cuento ahora y te lo contar¨¦ m¨¢s adelante y muchas veces mientras viva, porque es un crimen olvidar ciertas cosas. En tu familia, hijo, ver¨¢s que hay de todo menos criminales. Te aseguro que en otras casas no pueden decir lo mismo. All¨¢ cada cual con su conciencia. Al que no vas a encontrar es al abuelo Antonio. Tendr¨¢s su nombre como tu prima, la flaca y p¨¢lida Mar¨ªa Antonia. Pero no lo tendr¨¦is a ¨¦l ni ella ni t¨². Os lo quitaron, hijo. Os lo quitaron un d¨ªa en una tierra lejana, pronto har¨¢ veintitr¨¦s a?os. Tu madre andaba entonces por los doce reci¨¦n cumplidos. Una monada de ni?a, no porque lo diga yo. Ya ver¨¢s cuando nazcas y te ense?e fotograf¨ªas. La melena me llegaba hasta media espalda. Despu¨¦s me la cort¨¦. De pura pena, ?sabes? Y ya nunca me la dej¨¦ crecer. Es como un luto que he mantenido en secreto. A m¨ª vestirme de zarrios negros, como las viejas de las aldeas, no me va. Lo del pelo corto en se?al de luto no se lo he contado a nadie, ni siquiera a tu padre. S¨®lo a ti, hijo m¨ªo, a ti solamente. Ya iba a terminar la primera hora de clase. A lo mejor no me acuerdo de lo que hice ayer. En cambio, de aquella ma?ana no he olvidado un detalle. Copi¨¢bamos en el cuaderno lo que la madre Jacinta escrib¨ªa en el encerado. Hab¨ªa silencio en el aula. ?Pues no eran poco severas las monjas de aquel colegio! Y de la madre Jacinta, ni te cuento. Buena persona, catalana de Matar¨®, pero, ay, castigadora infatigable. Como te pillase distra¨ªda te mandaba escribir cien o doscientas veces la frasecita de rigor: "Debo prestar atenci¨®n a las explicaciones de la madre profesora". Yo me sentaba cerca de una ventana. Desde mi sitio se pod¨ªa ver un prado que terminaba en una hilera de ¨¢rboles. Por detr¨¢s se levantaba un monte. En oto?o sub¨ªa hasta all¨ª con mis amigas del pueblo a coger avellanas. Todo era muy verde y muy agradable a los ojos. Cuesta entender que en medio de tanta hermosura hubiera gentes empe?adas en causar el mayor da?o posible. Yo era una alumna bastante espabilada. No lo digo por presumir. Acababa las tareas antes que muchas de mis compa?eras, y si la monja de turno no se daba cuenta, me entreten¨ªa contemplando el paisaje. Lo mejor eran los p¨¢jaros. Los hab¨ªa de muchas clases. Blancos, verdes, sueltos, en bandadas... Una maravilla. A m¨ª siempre me han gustado los p¨¢jaros. Quiz¨¢ porque van y vienen a su antojo. No viven apegados a la tierra como la mayor¨ªa de la gente. Un p¨¢jaro no es de aqu¨ª ni es de all¨¢, sino de todos los lugares. Llega, se posa, se va. Eso me gusta, tesoro. Tambi¨¦n recuerdo que a menudo se ve¨ªan vacas pastando la mar de tranquilas en el prado. Me daba por contarlas: once, doce, las que fueran. Otras veces hab¨ªa ovejas. Una ma?ana, qu¨¦ risa, el carnero no paraba de perseguir a una de ellas. Nada m¨¢s alcanzarla intentaba montarla. La oveja mordisqueaba la hierba como si nada. En el momento en que el otro le pon¨ªa las patas sobre el lomo, arrancaba a correr y dejaba al gal¨¢n chasqueado. La escena se repet¨ªa sin variaciones. Se lo dije a la ni?a que se sentaba a mi derecha, ¨¦sta se lo dijo a la siguiente, y en unos instantes toda la clase ten¨ªa la cabeza vuelta hacia la ventana. Sonaron risas. La madre Jacinta quiso saber la causa de aquella animaci¨®n a sus espaldas. La calmaron con un embuste. Aun as¨ª, la fila de las m¨¢s sonrientes no se libr¨® del castigo. Yo, ahora, hijo de mi vida, veo igual que si la tuviera delante a la madre Jacinta la ma?ana en que escrib¨ªa en el encerado aquellos p¨¢rrafos tediosos sobre los musgos y los helechos. Dios bendito, ?c¨®mo me puedo acordar de estas peque?eces al cabo de tantos a?os? La madre Jacinta cuidaba mucho la letra. Escrib¨ªa limpio y despacio, y a m¨ª, entre una l¨ªnea y otra, me daba tiempo para pasear la mirada por el paisaje. As¨ª estaba cuando se produjo un estruendo ni lejos ni cerca. Las vacas levantaron a un tiempo la cabeza. Una bandada de palomas pas¨® volando a toda velocidad. En aquel momento no supuse que hubiera ocurrido nada grave. Pens¨¦ en alguna cantera de los alrededores o en la demolici¨®n de alguna nave industrial. El ruido hab¨ªa hecho temblar los vidrios. Me fij¨¦ asimismo en que la madre Jacinta se qued¨® varios segundos inm¨®vil con la mano en alto y el trozo de tiza entre los dedos. Despu¨¦s mir¨® su reloj. ?Por qu¨¦ lo mirar¨ªa? Sin decir palabra, continu¨® escribiendo. Transcurri¨® una hora. Nosotras bajamos a jugar al patio, volvimos al aula al final del recreo y empezamos la clase de franc¨¦s con la se?orita Pilar, que no era monja. Hasta ah¨ª, todo como de costumbre. De pronto se abre la puerta. La madre Jacinta hace una se?a imperiosa a la se?orita Pilar para que salga al pasillo. A la se?orita Pilar le falta poco para salir corriendo. La cara de la madre Jacinta trasluce una seriedad que no es de enfado. De eso no me cabe la menor duda. Es otra cosa que yo noto, pero no comprendo. Bis bis bis, se les oye cuchichear a las dos. A m¨ª se me figura que para entonces ya hab¨ªa como una tensi¨®n de alarma en el aire. Es dif¨ªcil de explicar. A los seres humanos, seg¨²n en qu¨¦ situaciones, se les suele encender un sexto sentido. Cuando seas grande, ya lo entender¨¢s. Enseguida me ol¨ª que hab¨ªa ocurrido una desgracia en el pueblo. Y que esa desgracia afectaba a una de las veintitantas ni?as que ocupaban asiento en el aula. Est¨¢bamos todas calladas. Pod¨ªamos haber aprovechado que nadie nos vigilaba para echarnos a hablar. Bueno, pues no se o¨ªa una mosca. En esto, la se?orita Pilar se asoma al hueco de la puerta y me pide que vaya adonde ella. Era una mujer alta y joven que ca¨ªa bien a todas las alumnas por sus maneras suaves y su brillo de bondad en la mirada. Sin embargo, en el momento de llamarme hab¨ªa en sus ojos una fijeza que me asust¨®. Me levant¨¦ despacio. Si quieres que te diga la verdad, hubiera hecho todo lo posible por tardar varios a?os en recorrer los seis o siete metros que me separaban del pasillo. Sab¨ªa que all¨ª me esperaba algo malo. Dej¨¦ caer al suelo mi estuche con los l¨¢pices de colores. Cinco segundos ganados a la desgracia. El hecho de que la profesora no me metiese prisa confirmaba mis augurios. Al fin sal¨ª del aula. No me atrev¨ªa a enfrentar la mirada de mis compa?eras. Sin necesidad de volver la cara, yo percib¨ªa que me observaban desde detr¨¢s de una pared invisible. Ellas estaban en el mundo de hasta entonces; luego ir¨ªan a sus casas a comer, luego volver¨ªan al colegio y por la tarde se reunir¨ªan en la calle para jugar en grupos de amigas. Yo no sab¨ªa a¨²n ad¨®nde iba, pero ten¨ªa bien claro que con cada paso que daba me alejaba de aquel mundo de hasta entonces. En el pasillo encontr¨¦ a la Neli, los ojos rojos como de haber llorado. La Neli, para que sepas, era la hija mayor del sargento. Ah, y adem¨¢s, cuando la vi, se estaba mordiendo el labio de abajo. Otra mala se?al. La madre Jacinta me puso una mano en el hombro. Nunca, en todos los a?os que yo llevaba estudiando en aquel colegio, me hab¨ªa tocado. Me dijo: "Recoge tus cosas, esta chica te acompa?ar¨¢ a tu casa. Que Dios te bendiga". La Neli no me llev¨® a mi casa, sino a la suya. Camin¨¢bamos en silencio por las calles del pueblo. Al pasar por delante de la iglesia, ella me susurr¨® que mi padre estaba herido. No me declar¨® qu¨¦ le hab¨ªa pasado. S¨®lo que estaba herido. Le temblaba la voz. A?adi¨® que no me preocupase. No le quise preguntar. Por miedo, supongo. En su casa encontr¨¦ a mi hermano. Tu t¨ªo C¨¦sar iba a cumplir pronto siete a?os. Era rollizo, todav¨ªa lo es, no como su hija Mar¨ªa Antonia, que est¨¢ en los puros huesos. Lo ten¨ªan en la cocina untando bizcocho en un taz¨®n de Cola-Cao. Al verme me dijo con una sonrisa sucia de chocolate que pap¨¢ estaba herido. Parec¨ªa contento de comunicarme una noticia importante. Y para demostrar que no ment¨ªa se volvi¨® hacia la esposa del sargento: "?A que es verdad lo que digo, se?ora Paca?". La Paca le acarici¨® la cabeza. Eso fue todo. No le contest¨® ni que s¨ª ni que no. Pobre C¨¦sar. Tan inocente. Lo hab¨ªan sacado del colegio igual que a m¨ª. En cuanto nos dejaron un momento solos le dije en voz baja: "Como se entere mam¨¢ de que te quitas el hambre antes de la comida, te va a re?ir". "Mam¨¢ no me va a re?ir", respondi¨®, "porque mam¨¢ est¨¢ cuidando a pap¨¢". Le digo que cuando vuelva se lo contar¨¦. "Yo como lo que quiero", dice. "Me deja la se?ora Paca". Sent¨ª ganas de arrearle un cachete. No soy pegona, hijo. Nunca lo he sido, as¨ª que no temas. Es que yo empezaba a perder los nervios. No porque mi hermano se atiborrara de chocolate y bizcocho, sino porque me irritaba una especie de euforia que le hab¨ªa tomado, como si todas aquellas cosas anormales que estaban sucediendo a nuestro alrededor fueran parte de una fiesta. Alguna vez hemos hablado de esto, ya de mayores, pero no se acuerda. Cuando termin¨® de beberse el taz¨®n le pregunt¨¦ si sab¨ªa lo que significa estar herido. "Eso es cuando uno se cae", me respondi¨®. No se daba cuenta de nada y ya no insist¨ª. La Paca mand¨® a la Neli a preguntarme si a m¨ª tambi¨¦n me apetec¨ªa un Cola-Cao. Dije que no. ?C¨®mo iba yo a comer ni a beber con aquel nerviosismo que me apretaba la garganta? Nos propusieron encender la tele. A eso contest¨¦ que s¨ª. C¨¦sar y yo estuvimos mirando dibujos animados y otros programas para ni?os durante m¨¢s de dos horas, la Neli con nosotros en el sof¨¢ hasta que se fue a la habitaci¨®n de al lado a hablar por tel¨¦fono con su novio. Dejarnos solos fue un gran fallo suyo, pues al rato de marcharse empez¨® el telediario. Y lo primero de todo ense?aron la foto de tu abuelo Antonio de los hombros para arriba, con los galones de cabo. C¨¦sar se entusiasm¨® y se solt¨® a dar gritos: "Pap¨¢ en la tele, pap¨¢ en la tele". La Neli y la Paca vinieron corriendo a desconectar el aparato, pero ya era tarde, ya yo hab¨ªa o¨ªdo lo que hab¨ªa o¨ªdo. Entonces les pregunt¨¦ sorprendida: "?Por qu¨¦ hab¨¦is contado que est¨¢ herido si el hombre de la televisi¨®n dice que est¨¢ muerto?". Seg¨²n la Paca, no hab¨ªa que fiarse del lenguaje de los locutores. Nos explic¨® que cuando una persona se hallaba en una situaci¨®n extrema, lo normal era decir que hab¨ªa muerto, pero que ten¨ªamos que conservar la esperanza porque seguramente no estaba todo perdido. A m¨ª, hijo, lo de la situaci¨®n extrema me daba que pensar. Intentaba imaginarme a tu abuelo en la dichosa situaci¨®n. No se me ocurr¨ªa nada. En mis pensamientos ve¨ªa a mi padre con su pelo negro peinado en ondas hacia atr¨¢s, con su cara de bromista y su sonrisa de siempre. Todav¨ªa lo sigo viendo as¨ª, alegre y guapo como era. Yo es que no me lo puedo imaginar de otro modo. No puedo y no quiero. Me arrebataron el padre, pero el recuerdo que guardo de ¨¦l lo decido yo. Ese recuerdo no es el de un hombre muerto. Tendr¨ªan que matarme para borrar su risa en mi memoria. T¨² ahora eres muy peque?o para entenderme. Alg¨²n d¨ªa ya me entender¨¢s. Total, que hacia las cuatro de la tarde, C¨¦sar y yo recibimos la confirmaci¨®n de la tragedia. Hasta entonces, las mentiras compasivas de la Paca y de la Neli me hab¨ªan puesto una niebla delante de los ojos. Una niebla ni tan fina que dejara entrever la verdad, ni tan densa que no me permitiera alimentar sospechas. Claro que para rato iba yo a figurarme que aquellas mujeres bondadosas nos enga?aban. En esto, hacia las cuatro, como te digo, son¨® el timbre de la puerta. Reconoc¨ª la voz de mi madre. Quer¨ªa abrazar a sus hijos. Ay, sus hijos. Que d¨®nde estaban. Que si hab¨ªan comido ya. Que si ya conoc¨ªan la desgracia. C¨¦sar y yo corrimos a apretarnos contra su pecho. Tu abuela nos habl¨® con mucha serenidad. "Tengo algo triste que contaros", dijo. "Vuestro padre ha muerto". No entr¨® en explicaciones. C¨¦sar pregunt¨® en tono tranquilo si pap¨¢ hab¨ªa subido al cielo. Tu abuela asinti¨® mientras la Paca, detr¨¢s de ella, se enjugaba las l¨¢grimas con un cabo del delantal. A?os despu¨¦s, tu abuela me confes¨® que se hab¨ªa hecho administrar un calmante antes de venir a vernos. Tem¨ªa perder la entereza delante de sus hijos. Hab¨ªa incluso rezado para que Dios la librara de desmayarse en nuestra presencia. Nos envolvi¨® a los dos juntos en sus brazos, y all¨ª la ¨²nica que no se pod¨ªa aguantar los hipos era la Paca. Yo no llor¨¦. No ser¨ªa por falta de ganas. Ya ver¨¢s, tesorito, cuando me conozcas. Soy de l¨¢grima f¨¢cil. "De clima lluvioso", suele decir tu padre de broma. Por cualquier menudencia suelto el trapo a llorar. Pero aquella tarde, en casa del sargento, se me figuraba que si me mostraba afligida agravar¨ªa las penas de mi madre. Olfato que tiene una. Lo hemos hablado tu abuela y yo m¨¢s de una vez. Quiz¨¢ los duelos en compa?¨ªa aportan consuelo por ese motivo. Todo el mundo echa un poco el freno a las emociones para no empeorar las del pr¨®jimo. Al final, el trance se hace m¨¢s llevadero. ?sa es mi impresi¨®n, no me hagas mucho caso. En soledad, por el contrario, te lo tienes que tragar todo t¨² solito. Mi madre y yo nos mir¨¢bamos serias, las caras muy juntas, sin saber qu¨¦ decirnos. Los dem¨¢s tampoco abr¨ªan la boca como no fuera tu t¨ªo C¨¦sar, que con su voz candorosa le pidi¨® de pronto perd¨®n a mam¨¢ por haber tomado Cola-Cao antes de la comida. Se conoce que le remord¨ªa la conciencia. Pobre angelito. Mam¨¢ le bes¨® en la frente. Entonces yo cont¨¦ que adem¨¢s del Cola-Cao hab¨ªa comido bizcocho. Mam¨¢ fij¨® en m¨ª sus ojos claros, llenos de ternura, y tambi¨¦n me bes¨®. Luego le preguntaron a la Neli si pod¨ªa sacar del cuartel a los ni?os. Tu abuela prefer¨ªa que no estuvi¨¦ramos cerca cuando instalaran la capilla ardiente. Conque fuimos con la Neli y su novio al centro del pueblo. Como se celebraban las fiestas patronales, hab¨ªa m¨²sica y atracciones. Se ve¨ªan las calles animadas.

Pues te lo cuento ahora y te lo contar¨¦ muchas veces mientras viva, porque es un crimen olvidar ciertas cosas. En tu familia, hijo, ver¨¢s que hay de todo menos criminales
Tu abuela nos habl¨® con mucha serenidad. "Tengo algo triste que contaros", dijo. "Vuestro padre ha muerto". No entr¨® en explicaciones
En aquel momento no supuse que hubiera ocurrido nada grave. Pens¨¦ en alguna cantera de los alrededores o en la demolici¨®n de una nave industrial
C¨¦sar y yo recibimos la confirmaci¨®n de la tragedia. Hasta entonces, las mentiras compasivas de la Paca y la Neli me hab¨ªan puesto una niebla delante de los ojos
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