D¨ªas de septiembre
Amaneci¨® un d¨ªa espl¨¦ndido. Una de esas ma?anas en las que el aire transparente de Nueva York invita a mirar al fondo de las avenidas. La rutina de la vuelta al trabajo se vio brutalmente cercenada. Han pasado cinco a?os del 11-S. Las secuelas contin¨²an
ue la primera ma?ana respirable de aquel septiembre: esa ma?ana fresca y luminosa en la que uno percibe con alivio la cercan¨ªa del final del verano, que en Nueva York no es una estaci¨®n muy agradable. En verano, Nueva York se parece a Bangkok, escribi¨® Saul Bellow: el calor h¨²medo, que da al aire una consistencia l¨ªquida; el verde denso de la vegetaci¨®n, los diluvios de una intensidad monz¨®nica, el hedor dulz¨®n de las basuras fermentadas. De pronto, una ma?ana sopla un viento ligero y se distinguen con plena nitidez los detalles de las cosas lejanas, y la transparencia del aire impulsa la mirada hacia el fondo azulado de las avenidas. La ciudad recobraba gradualmente su ritmo despu¨¦s del letargo relativo del verano, porque era el martes de la semana posterior a la del Labor Day, que en Estados Unidos es el primer lunes de septiembre. Quiz¨¢ tambi¨¦n hubo premeditaci¨®n al elegir precisamente esa fecha, el comienzo de la nueva temporada, la ma?ana laboral en la que por fin ya no habr¨¢ indulgencia para la pereza, en una ciudad en la que el trabajo tiene algo de pasi¨®n neur¨®tica. Una ma?ana perfecta para talar irreparablemente los h¨¢bitos de la vida cotidiana, la urgencia de la gente reci¨¦n llegada a las oficinas, la prisa de los que ven¨ªan tarde y sub¨ªan de dos en dos las escaleras del metro. De hecho, a algunos lo que los salv¨® fue ese acceso de pereza que lo lleva a uno a quedarse unos minutos m¨¢s en la cama, o el fallo de un despertador que no salt¨® a la hora adecuada. Conozco a algunas personas que estar¨ªan muertas si hubieran llegado a tiempo a una cita temprana en cualquiera de las oficinas de las Torres Gemelas. Los madrugones laborales de Nueva York, ciudad donde no hay cortinas y donde el sol parece que sale m¨¢s temprano que en ninguna otra, donde la gente trabaja tanto y con un empe?o tan fan¨¢tico que los trenes de cercan¨ªas de vez en cuando tienen que adelantar la hora de las primeras salidas. Y hac¨ªa falta una ma?ana as¨ª de transparente para que pudiera verse con toda claridad lo que los ojos seguir¨ªan neg¨¢ndose a aceptar como verdadero por mucho que se repitieran las im¨¢genes con el hipnotismo de su ritmo binario: las dos torres, los dos aviones sucesivos, el doble hundimiento.
Por supuesto, para la mayor parte de nosotros esas cosas eran a¨²n m¨¢s irreales porque eran incre¨ªbles y porque s¨®lo parec¨ªan estar sucediendo en la televisi¨®n. A un paso de los hechos excepcionales, la normalidad m¨¢s abrumadora se mantiene intacta, seg¨²n atestiguan los que han vivido guerras y atravesado desastres. Los primeros carros de combate alemanes que entraron en Varsovia a principios de septiembre de 1939 se cruzaban con los tranv¨ªas y en ocasiones quedaban atrapados en atascos de tr¨¢fico. Sobre la Gran V¨ªa del Madrid sitiado ca¨ªan los obuses de la artiller¨ªa fascista mientras la gente merendaba en los caf¨¦s y hac¨ªa cola en las taquillas de los cines. Mientras las calles estrechas del bajo Manhattan eran un apocalipsis de p¨¢nico y de nubarrones de ceniza -la ceniza cubr¨ªa los cad¨¢veres, las ruinas, los coches, los intactos objetos cotidianos, como en Pompeya durante la erupci¨®n del Vesubio-, tan s¨®lo unos kil¨®metros m¨¢s all¨¢, la agitaci¨®n matinal de la ciudad se prolongaba a¨²n sin alarma aparente, y quienes nos lanz¨¢bamos a la calle queriendo ver con nuestros ojos algo de lo que relataban la televisi¨®n y la radio nos encontr¨¢bamos con la sorpresa de que nada inusual parec¨ªa que estuviera sucediendo. El viento ligero del oeste inclinaba la columna de humo en direcci¨®n a Brooklyn, a trav¨¦s del East River, de modo que el cielo limp¨ªsimo no se oscureci¨® en la mayor parte de la isla. Miraba uno hacia el cielo y s¨®lo ve¨ªa el mismo azul intacto, cruzado ahora por un estruendo de aviones militares. Pero nadie pod¨ªa estar seguro, y cada vez que sonaba un motor por encima de la cabeza y que una sombra r¨¢pida cruzaba la calle, el coraz¨®n se encog¨ªa.
Cuesta hacerse una idea, cinco a?os m¨¢s tarde, de nuestra pavorosa ignorancia en las primeras horas de esa ma?ana: la normalidad visible era tan fr¨¢gil que en cualquier momento podr¨ªa romperse de nuevo, y uno comprend¨ªa de pronto lo f¨¢cil que es sembrar el infierno en una metr¨®poli atareada y populosa, en una isla sin m¨¢s salida para sus millones de amenazados habitantes que unos pocos puentes muy f¨¢ciles de destruir y algunos t¨²neles que de un momento a otro y gracias a una cantidad no muy grande de explosivos pueden convertirse en trampas letales. Vimos despu¨¦s las im¨¢genes de la multitud que inundaba en su huida el puente de Brooklyn: era la misma humanidad fugitiva de tantos desastres del pasado, de las ciudades que arden y de los pa¨ªses invadidos, pero hab¨ªa en ella una rara serenidad, como el resultado de una decisi¨®n instintiva y un¨¢nime de no sucumbir al terror, de mantener el orden y las buenas maneras. Los empleados de las oficinas marchaban en mangas de camisa en la ma?ana todav¨ªa veraniega, ahora m¨¢s calurosa, seg¨²n avanzaba el d¨ªa, con las corbatas flojas, con las americanas al hombro. Yo los ve¨ªa subir por Broadway, ocupando las aceras, desbord¨¢ndolas para caminar por las calzadas de las que de pronto hab¨ªa desaparecido el tr¨¢fico. Con el metro paralizado, la di¨¢spora del sur de Manhattan se extend¨ªa como una caminata alucinada y en¨¦rgica por las avenidas, hacia el norte, y su corriente se cruzaba con el v¨¦rtigo de los coches de polic¨ªa y de bomberos que disparaban sus sirenas en la direcci¨®n opuesta, muchos de aquellos hombres camino de la muerte, agrupados junto a las ventanillas de los camiones rojos y enormes de morro cuadrado. Un amigo m¨ªo hab¨ªa salido a tomar el caf¨¦ a la terraza de su casa de Brooklyn y vio con toda claridad c¨®mo primero un avi¨®n y luego el otro se incrustaban en los prismas azulados de las dos torres, y un poco despu¨¦s, papeles quemados y copos de ceniza, y, probablemente tambi¨¦n, residuos desintegrados de cuerpos humanos ennegrec¨ªan el aire en torno suyo y le dificultaban la respiraci¨®n. Al pie de la torre norte, el directivo de un banco espa?ol miraba inm¨®vil hacia arriba, hechizado por la altura del edificio y la escala de la cat¨¢strofe, y cuando recobr¨® la conciencia comprendi¨® que hab¨ªa estado corriendo a ciegas entre el humo y la gente que hu¨ªa y los cuerpos que reventaban contra el suelo, y que hab¨ªa podido refugiarse en el zagu¨¢n de un edificio. A?os despu¨¦s, a¨²n no recuerda esos minutos en los que salv¨® su vida. Mi amiga Victoria acababa de dejar a sus hijos en la escuela, un poco antes de las nueve, a unos cientos de metros de las torres. Desde la ventana del aula, su hijo mayor vio a las v¨ªctimas que ca¨ªan como mu?ecos diminutos y descoyuntados a lo largo de las l¨ªneas verticales de los edificios.
Seg¨²n avanzaba la tarde, la ciudad se fue quedando despoblada y en silencio, un silencio raro y traspasado de sirenas, m¨¢s profundo que el de esos d¨ªas de invierno en los que Nueva York amanece sumergida en niebla y transfigurada por la nieve. Una ciudad intacta en la que no queda nadie: pero segu¨ªan reluciendo los letreros luminosos y las pantallas gigantes de Times Square, y algunas tiendas de electr¨®nica barata y de recuerdos para turistas permanec¨ªan abiertas, m¨¢s grandes y m¨¢s iluminadas por contraste con sus amplitudes desiertas. En vez de espect¨¢culos de Broadway, los letreros luminosos anunciaban cifras de v¨ªctimas y tel¨¦fonos de urgencias. En las calles oscurecidas brillaban tras las ventanas las pantallas de los televisores. El presidente Bush, del que apenas se hab¨ªan tenido noticias a lo largo del d¨ªa, iba a dar un discurso.
Despu¨¦s de una noche de sirenas insomnes y de malos sue?os, la ma?ana id¨¦ntica del mi¨¦rcoles ya no pod¨ªa enga?arnos con su aire sereno de normalidad. Hab¨ªa que bajar hacia el sur e intentar aproximarse a la zona del desastre, pero muy pronto empezaban los primeros obst¨¢culos: la Quinta Avenida estaba cortada a la altura de la calle Treinta y Cuatro, porque hab¨ªa vallas atravesadas y cordones policiales que imped¨ªan acercarse al edificio Empire State. En taxi s¨®lo pod¨ªa llegarse a la calle Catorce: el estado de sitio empezaba justo al sur de Union Square. Y ya en esa plaza siempre tan jubilosa de gente hab¨ªa una pesadumbre de confusi¨®n y de luto, y el aire ten¨ªa una tonalidad de ¨®xido, y la ceniza y el humo sofocaban la respiraci¨®n. Justo en Union Square, en la embocadura de University Place, a trav¨¦s de la atm¨®sfera enrarecida que enturbiaba el brillo del sol, nuestros ojos vieron por primera vez el desastre, no en la irrealidad de una pantalla de televisor, sino en el espacio indudable de la vida de siempre: de pronto, al fondo de University Place, cualquier rastro de horizonte quedaba borrado por una ancha columna de humo negro, un humo muy denso, tormentoso, que se alzaba m¨¢s alto que todas las terrazas y los dep¨®sitos de agua de la ciudad, suplantando lo que hab¨ªa existido hasta la ma?ana anterior, lo que ya no parec¨ªa que hubiera estado nunca all¨ª, al fondo de las calles de Greenwich Village y del Soho, el doble espejismo vertical de las Torres Gemelas.
La gente caminaba numerosa y so- n¨¢mbula por las calles sin tr¨¢fico, entre Union Square y Washington Square, por los callejones arbolados del Village, m¨¢s ¨ªntimos que nunca, sin ruido de coches. La gente se cubr¨ªa la cara con mascarillas o pa?uelos, y hab¨ªa desaparecido esa determinaci¨®n de tareas en l¨ªnea recta que tiene la vida callejera en Nueva York. Se escuchaban las palas de los helic¨®pteros que aparec¨ªan y desaparec¨ªan en torno al Everest de humo negro que segu¨ªa ascendiendo de las ruinas de las torres, y el trepidar de los remolques que ya hab¨ªan empezado a alinearse en la S¨¦ptima Avenida para ir retirando los escombros, entre los cuales los bomberos se mov¨ªan buscando supervivientes como entre las laderas de lava todav¨ªa no enfriada de un volc¨¢n que hubiera roto las entra?as de la ciudad.
Me acordaba de una terraza de University Place desde la que tan s¨®lo un a?o antes hab¨ªamos visto desaparecer cada tarde las Torres Gemelas entre una niebla delicada de llovizna: llegaba la niebla y el perfil de los dos edificios se volv¨ªa ligeramente espectral, y al poco rato s¨®lo se entreve¨ªan algunas luces encendidas y los pilotos rojos e intermitentes de las antenas de radio que las coronaban. Las Torres Gemelas resum¨ªan visualmente Nueva York para los turistas, pero la gente de la ciudad nunca les tuvo mucho cari?o. Hab¨ªa en ellas una insolencia demasiado literal, una afirmaci¨®n brutal de la supremac¨ªa del puro tama?o: ganaban cuando se las ve¨ªa en la distancia, cuando surg¨ªan al fondo de una calle en mitad de la noche o cuando al atardecer las iluminaba el sol poniente desde el otro lado del r¨ªo Hudson.
El segundo d¨ªa, la parte sur de la ciudad se fue llenando de fotograf¨ªas de desaparecidos, de memoriales improvisados en las aceras, con flores y velas encendidas y notas y oraciones manuscritas; de personas errantes que rondaban los hospitales mostrando a quien se cruzara con ellas la foto de alguien que ya ten¨ªa cara anticipada de muerto en los colores d¨¦biles de las fotocopias. No pudo verse ni una sola imagen de alguna de las v¨ªctimas, pero ese vac¨ªo respetuoso fue ocupado por las caras de los desaparecidos que llevaban de un lado a otro sus familiares, peg¨¢ndolas por las paredes, en las farolas, junto a las entradas de los hospitales. Caras de fotos casuales, de fiesta o de boda, instant¨¢neas borrosas convertidas de pronto en efigies tremendas de vidas amputadas, de fantasmas que nunca m¨¢s recobrar¨ªan su presencia corp¨®rea. Las caras de los vivos con mascarillas o con expresiones de insomnio y de esperanza agotada eran tan fantasmales como las de los desaparecidos de las fotograf¨ªas. Al anochecer, la gente se congregaba en silencio encendiendo velas en las plazas, pero tambi¨¦n hab¨ªa turistas que se tomaban fotos con el fondo de la columna negra de humo, y al paso de los d¨ªas empezaron a brotar los vendedores de banderitas, de camisetas con las torres ardiendo y de baratijas de recuerdo.
De noche, al sur de Canal Street, empezaba una frontera de oscuridad y de vallas policiales con linternas rojas que s¨®lo pod¨ªan cruzar quienes acreditaran que viv¨ªan en el vecindario. Era la oscuridad casi deshabitada de las ciudades en guerra, y al fondo, como un gran incendio helado, se ve¨ªan los reflectores que iluminaban sin descanso el socav¨®n inmenso de la Zona Cero, la cordillera de escombros y armazones rotos y vigas retorcidas sobre la cual se mov¨ªan las gr¨²as y las palas de las excavadoras, con esa trepidaci¨®n sobrehumana que tiene el trabajo de las construcciones y las demoliciones en Nueva York. Pantallas de tela o de papel montadas sobre andamios imped¨ªan la vista a quien hubiera conseguido sortear las vallas policiales. S¨®lo se ve¨ªa el choque de los reflectores contra el cielo, y se escuchaba el rugido de los motores y las m¨¢quinas. Pero un poco m¨¢s all¨¢, en las calles estrechas como desfiladeros en las que est¨¢n los bancos y las compa?¨ªas financieras reinaba ese silencio hostil que cae sobre ellas despu¨¦s del cierre de las oficinas. Con el olor habitual a ceniza h¨²meda se mezclaba otro m¨¢s insidioso a materia org¨¢nica en descomposici¨®n que no proced¨ªa s¨®lo de las monta?as negras de bolsas de basura.
Al cabo de los a?os, ¨¦se sigue siendo el olor indeleble de aquellos d¨ªas.
El libro 'Aftermath. Archivo del World Trade Center', con fotograf¨ªas y textos de Joel Meyerowitz, sale a la venta la pr¨®xima semana en Espa?a, en edici¨®n de Phaidon. www.phaidon.com/aftermath.
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