Penitentes vitalicios
Salvar la obra y condenar al hombre: a grandes rasgos, ¨¦sa ha sido la postura dominante en el esc¨¢ndalo que ha desencadenado la tard¨ªa confesi¨®n de G¨¹nter Grass reconociendo su pertenencia juvenil a las SS. Y en la tarea de condenar al hombre no han faltado quienes consideran, por lo visto, que el hallazgo de un tal¨®n de Aquiles en el adversario pol¨ªtico o intelectual autoriza a dar rienda suelta a las m¨¢s bajas pasiones, porque permite disfrazarlas de rigor cr¨ªtico, de l¨²cida independencia, incluso de insobornable virtud. El repertorio de argumentos vejatorios contra el autor de El tambor de hojalata ha ido, as¨ª, desde considerar que la revelaci¨®n se inscribe en una bien orquestada campa?a publicitaria para arropar la publicaci¨®n de sus memorias, hasta la insinuaci¨®n de que, en realidad, se trata de un intento de adelantar una versi¨®n edulcorada de su biograf¨ªa para cerrar el paso a otros datos m¨¢s comprometedores. En Espa?a, la confesi¨®n de Grass ha servido, adem¨¢s, para seguir engordando en su jaula de papel a ese mu?eco del izquierdista rampl¨®n inventado por algunos escritores y periodistas que, sin que se conozca a ciencia cierta el motivo, se han arrogado entre nosotros el monopolio de las ideas liberales. Despu¨¦s de vestirlo con chompas y pasamonta?as, despu¨¦s de colocarle entre las manos pancartas defendiendo las causas m¨¢s inveros¨ªmiles, ahora le ha llegado el turno a su altarcito de referentes morales.
Si lo que se ha sabido del pasado de Grass fuese una rar¨ªsima excepci¨®n, no s¨®lo en Alemania, sino en la totalidad del mundo germ¨¢nico, y tambi¨¦n europeo, habr¨ªa motivos para despachar el asunto como una imperdonable ocultaci¨®n semejante a la de quienes pretenden protegerse de una homosexualidad latente exhibiendo una virulenta homofobia. Pero resulta que el caso Grass es un nuevo episodio en una saga de la que, de manera recurrente, se ha ido teniendo noticia con el antiguo secretario general de Naciones Unidas Kurt Waldheim, el genial director de orquesta Herbert von Karajan, o el reconocido te¨®logo y actual cabeza de la Iglesia cat¨®lica, Joseph Ratzinger. En cada uno de estos episodios, y en tantos otros menos conocidos o a¨²n por conocer, lo que quedaba impl¨ªcitamente en entredicho era el principio, o mejor, el criterio, la simple convenci¨®n, que los Aliados adoptaron para evitar que los procesos judiciales abiertos al t¨¦rmino de la Segunda Guerra Mundial sentasen en el banquillo, por una u otra raz¨®n, desde el primero hasta el ¨²ltimo de los alemanes vencidos. La decisi¨®n fue considerar que, a falta de mejores pruebas, los soldados movilizados por la Wehrmacht eran inocentes, mientras que los miembros de las SS, como prolongaci¨®n del Partido Nazi, eran culpables. Esta distinci¨®n, trazada a ojo de buen cubero entre las ruinas a¨²n humeantes del conflicto m¨¢s devastador de la historia, permiti¨® algo de lo que los herederos de los Aliados deber¨ªan sentirse orgullosos: Alemania dej¨® de ser una amenaza para nadie, incluidos los propios alemanes.
En cada ocasi¨®n en que ha estallado un esc¨¢ndalo como el que ahora envuelve a la figura de Grass, lo ¨²nico que hacen quienes se aprestan a encender las hogueras es proclamar, como si se tratase de un descubrimiento decisivo, que no es verdad algo que, en el origen, nadie consider¨® como verdad, y es que ese reparto previo de la inocencia y la culpabilidad entre la Wehrmacht y las SS obedeciera a la realidad de los hechos. Como por una burla del destino, el caso Grass parece guardar una cierta simetr¨ªa con el caso Waldheim. Mientras que ¨¦ste ocult¨® encontrarse en los Balcanes y Sal¨®nica cuando la Wehrmacht, el ej¨¦rcito en teor¨ªa inocente, perpetr¨® atroces matanzas, Grass, por su parte, ocult¨® haber pertenecido a la organizaci¨®n declarada culpable cuando ¨¦sta ya s¨®lo estaba en condiciones de reclutar criaturas para intentar una resistencia numantina. Tanto en un caso como en el otro, la responsabilidad personal, la que deriva de los actos efectivamente realizados, fue limitada: seg¨²n estableci¨® una comisi¨®n oficial de historiadores austriacos, Waldheim pudo tener conocimiento de lo que estaba sucediendo, pero no se encontr¨® prueba ninguna sobre su participaci¨®n en los cr¨ªmenes. En cuanto a Grass, el adolescente que luci¨® la doble runa en sus solapas fue hecho prisionero apenas unas semanas m¨¢s tarde de estrenar el uniforme, sin que, por fortuna, llegase a perpetrar ninguno de los desafueros que formaban parte del perverso ideario de la organizaci¨®n. As¨ª lo entendi¨® el mando Aliado cuando lo dej¨® en libertad, juzg¨¢ndole con menos severidad que sus censores actuales.
La ausencia de graves responsabilidades personales en el caso de Waldheim y Grass, comotambi¨¦n en el de Von Karajan y Ratzinger, deber¨ªa contribuir a calibrar el verdadero alcance y el verdadero fundamento de los esc¨¢ndalos en los que estas figuras eminentes se han visto envueltas. Entre otras cosas, porque el riesgo mayor que ha terminado provocando el aproximativo reparto de la inocencia y la culpabilidad realizado por los Aliados al t¨¦rmino de la guerra no es el de haber dejado sin castigo a los principales responsables de los cr¨ªmenes del nazismo; por sorprendente que resulte, el riesgo mayor es el de haber contribuido a consagrar una manera de contar la historia reciente de Europa que, de alg¨²n modo, se est¨¢ volviendo contra Europa misma. A fuerza de repetir que la Wehrmacht era inocente y las SS culpables, a fuerza de concentrar la mirada sobre lo que sucedi¨® en Alemania y s¨®lo en Alemania, se ha llegado progresivamente a la convicci¨®n de que las siniestras fuerzas de ¨¦lite del nazismo no s¨®lo fueron responsables de las innumerables y sobrecogedoras atrocidades que cometieron, sino tambi¨¦n del ingente n¨²mero de las que no cometieron. Hasta el punto de que, seg¨²n se relata hoy el pasado, la Segunda Guerra Mundial ha sido elevada a la categor¨ªa de conflicto moral entre un ¨²nico culpable, encarnaci¨®n del mal y la tiran¨ªa, y una constelaci¨®n m¨¢s o menos amplia de inocentes, encarnaci¨®n del bien y la democracia.
De este modo se ha perdido de vista que el culpable no fue ¨²nico ni estuvo solo, sino que cont¨® con entusiastas partidarios en un buen n¨²mero de pa¨ªses europeos, incluso instalados en el gobierno, como fue el caso de Francia, Italia o Espa?a, donde los extrav¨ªos de juventud son tratados hoy, y precisamente por quienes m¨¢s se ensa?an con Grass, con un rasero cuando menos distinto. En el bando de los inocentes, por su parte, y siempre de acuerdo con el relato escatol¨®gico de la Segunda Guerra Mundial que se ha impuesto, habr¨ªa que contar gobiernos tan democr¨¢ticos como la Uni¨®n Sovi¨¦tica de Stalin; o pr¨¢cticas tan caracter¨ªsticas del bien como arrasar un pa¨ªs de punta a punta para aterrorizar a la poblaci¨®n, seg¨²n la orden literal de Churchill a Harris, jefe del monstruoso Bombing Command, o como lanzar un artefacto nuclear contra Hiroshima y, apenas unos d¨ªas m¨¢s tarde, contra Nagasaki. No deja de resultar desconcertante que una de las pocas voces capaces de hablar con claridad desde el interior mismo de aquel pozo negro de la historia, que no guerra moral, ni conflicto escatol¨®gico entre el bien y el mal, fuera la de un escritor cat¨®lico hoy apenas frecuentado, como fue Fran?ois Mauriac: combatir a un enemigo tan feroz, vino a decir en Le cahier noir, nos est¨¢ arrastrando fatalmente a emplear sus mismos m¨¦todos. Uno de sus m¨¢s tempranos y ardientes contradictores acabar¨ªa siendo, parad¨®jicamente, uno de sus lectores m¨¢s atentos y respetuosos: Albert Camus.
Salvar la obra y, en cualquier caso, no caer en la vileza de creer, como se ha cre¨ªdo con G¨¹nter Grass, que el hallazgo de un tal¨®n de Aquiles en el adversario pol¨ªtico o intelectual autoriza a dar rienda suelta a las m¨¢s bajas pasiones. Si quienes hemos tenido la suerte de vivir en un mundo que, hasta ahora, no nos ha obligado a realizar opciones tr¨¢gicas tenemos la osad¨ªa de juzgar comportamientos ajenos en el pasado, de ganar guerras que ya fueron ganadas, deber¨ªamos al menos ser conscientes de que nada nos garantiza que nosotros hubi¨¦ramos adoptado entonces la postura noble y no la indigna. De Sophie Scholl y tantos otros resistentes alemanes al nazismo hay, sin duda, mucho que aprender; pero tanto como de Grass, Waldheim, Von Karajan o Ratzinger, j¨®venes fatalmente equivocados y no criminales, que intentaron extraer, cada cual a su modo, cada cual en ¨ªntimo combate con sus fantasmas y su verg¨¹enza, como penitentes vitalicios, las amargas lecciones de su error.
Jos¨¦ Mar¨ªa Ridao es diplom¨¢tico.
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