Blanduras
Soy un blando, lo reconozco. Dif¨ªcilmente podr¨¦ ser un legionario, aunque hay quienes me atribuyen un esp¨ªritu asc¨¦tico, cierta dureza en las costumbres, lo que en todo caso da para ser un san Jer¨®nimo, no para ser un general de la Legi¨®n. Hasta dicen que doy miedo, y, la verdad, no entiendo por qu¨¦. Un amigo me tach¨® en cierta ocasi¨®n de puritano calvinista, a lo que le respond¨ª que s¨®lo pretend¨ªa ser honrado, pese a que raras veces lo consegu¨ªa. Me maravill¨® que la honradez, o el deseo de ser virtuoso, pudieran ser estigmatizados de esa forma, sin que ello supusiera obst¨¢culo para pasar a hablar a continuaci¨®n de la moral p¨²blica. Ah¨ª, mi amigo no se arredr¨® para pedir honradez a los dem¨¢s. Soy un blando, s¨ª, pero, de alguna forma, debo de ser tambi¨¦n un duro. Me sublevan en especial los mentirosos y los hip¨®critas, rasgos que suelen compartir los manipuladores de toda laya, esos que usan siempre a los dem¨¢s como medios para un fin que no suele ser precisamente el deber. Resabios de una moral aprendida en Emmanuel Kant de la que no consigo desprenderme. Sin embargo, soy una persona compasiva, y es este desliz el que me plantea problemas, no tanto con mi moralidad como con la que est¨¢ m¨¢s en uso, que es una moral de tienda de campa?a.
Se afirma profusamente que la pol¨ªtica se debe guiar por principios. S¨ª, sin duda, pero no estoy convencido de que esos principios hayan de ser principios morales. Estos s¨ª han de regir para los pol¨ªticos, en tanto que personas, pues somos las personas las que atendemos a criterios morales. F¨ªjense que digo las personas, y no los ciudadanos, sin que con ello pretenda desactivar la validez de un t¨¦rmino de uso tan hinchado estos ¨²ltimos tiempos. La ciudadan¨ªa me define como miembro de una comunidad pol¨ªtica, de un Estado constituido seg¨²n normas que se atienen al Derecho. De ah¨ª que la ciudadan¨ªa siempre vaya acompa?ada de un adjetivo: se es ciudadano espa?ol, o ciudadano franc¨¦s, o ciudadano americano. Nunca se es ciudadano a secas, ni tampoco ciudadano del mundo, un desideratum cuyo logro no le puede ser encomendado a la moralidad, sino en todo caso a la pol¨ªtica. Es la ley la que rige para m¨ª como ciudadano, en tanto que es ella la que me constituye como tal, otorg¨¢ndome mis plenos derechos civiles. Y es en la legalidad, guiada por el acuerdo de intereses y por el logro del mayor bienestar de los ciudadanos, incluso de su felicidad, en la que se asientan los principios que deben regir la pol¨ªtica. Pueda ser que ¨¦stos no atenten contra la moralidad, es decir, que la ley no me obligue a cometer como ciudadano acciones que la moralidad me las hace reprobables, pero esto no quiere decir que no nos hallemos ante dos planos distintos, y esta distinci¨®n establece una diferencia b¨¢sica entre un Estado de derecho y un Estado fundamentalista.
Desde luego no es uno de los fines de la pol¨ªtica el de alcanzar el Bien, o el de dirimir el conflicto entre el Bien y el Mal, tarea de la que siempre se han considerado protagonistas las diversas religiones. Y sorprende que sea ahora la pol¨ªtica la que se empe?e en esa labor, y que lo haga en nombre justamente de los valores ilustrados, por m¨¢s que a ¨¦stos se los identifique con el Bien absoluto, un Bien al que habr¨ªa que defender de sus enemigos. No digo yo que los valores ilustrados nada tengan que ver con el bien y el mal, pero han sabido otorgarles su ¨¢mbito espec¨ªfico, que no es otro que el de la conciencia individual. Dif¨ªcilmente defenderemos nuestros valores si los transvaloramos y es lo que en definitiva estamos haciendo si invocamos para la pol¨ªtica el principio de moralidad. La estamos sustrayendo al principio de legalidad para situar en su lugar lo que no corresponde, y efectuamos adem¨¢s la permutaci¨®n para convertir la moralidad en moral de combate, t¨¦rminos que no son precisamente equivalentes. ?Se puede orientar la pol¨ªtica al margen de la legalidad, incluso en las relaciones internacionales? ?No estar¨ªamos tratando, mediante nuestra transvaloraci¨®n, de establecer un estado de excepci¨®n universal, es decir, un estado de guerra? ?Se puede imponer la democracia?, no digo ya si se debe, sino si se puede.
Esta transformaci¨®n de la moralidad en moral de combate, con el ciudadano como militante b¨¢sico, apenas si da cabida a la compasi¨®n. En realidad es un s¨ªntoma m¨¢s de una tendencia generalizada a la rigidez de criterios, en la que el bien y el mal, lo apto y lo no apto, lo capacitado y lo no capacitado, se establecen de una vez y de forma definitiva sin posibilidad alguna de redenci¨®n. A fuerza de invocar a la moral donde no se debe, ?no estaremos expuls¨¢ndola definitivamente del ¨¢mbito humano? S¨ª, lo reconozco, soy un blando.
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