El milagro de Mart¨ªn Chambi
Una exposici¨®n recupera en la Fundaci¨®n Telef¨®nica de Madrid la memoria del fot¨®grafo peruano
Desde principios de la fotograf¨ªa, se ponen de moda las tarjetas para vender pueblos ins¨®litos y gentes remotas. Pigmeos, tatuados, mujeres barbudas y guerreros con sus armas se representan en su entorno, subrayando la deformidad consensuada de su diferencia. En la serie que el peruano Mart¨ªn Chambi (1891-1973) dedica al gigante de Paruro, don Juan de la Cruz Sihuana, modelo arquet¨ªpico del ind¨ªgena extravagante, imposible, pordiosero y arrastrado, las cosas no son tan obvias ni tan folcl¨®ricas.
Para empezar, Chambi sube al taller al gigante encontrado en las calles, lo trata con el protocolo de un cliente m¨¢s, no lo confina en el prurito cient¨ªfico de "su propio ¨¢mbito" y coloca la c¨¢mara a la altura de su pecho, abarcando por completo una figura ahora proporcionada, grandiosa en sus ra¨ªdos calzones y sus sandalias de esparto, restablecida en toda la dignidad de sus grotescas dimensiones. A veces, como se hac¨ªa en las postales tur¨ªsticas de monstruos, engendros y rarezas naturales, coloca a su ayudante, V¨ªctor Mendibil, para funcionar como contraste "a la inversa", porque el colaborador, ampliamente rebasado y elegantemente embutido en un frac, adquiere de pronto el aspecto falso, apariencial, enano de la exhibici¨®n buscada, junto a la sonrisa abierta, los modos generosos, la estabilidad fiable, la fijeza sin dudas del gigante perfecto.
En ese rescate leal de im¨¢genes desestimadas o abocadas a clich¨¦s visuales consiste su asombrosa obra
En parte, en ese cambio de papeles y en ese rescate leal de im¨¢genes desestimadas o abocadas a clich¨¦s visuales, consiste la asombrosa obra de Chambi, en quien sin embargo todo es milagroso, hasta sus or¨ªgenes de puro cholo campesino que trabaja en las minas de oro de Carabaya y descubre la fotograf¨ªa por un gringo, empleado de la empresa explotadora. Luego viene el tiempo de aprendizaje en el estudio de los Vargas de Arequipa y las primeras instant¨¢neas de la ciudadela misteriosa de Machu Picchu, hace nada descubierta por Hiram Bingham. En los cincuenta, decide concluir para siempre su trabajo, despu¨¦s del terremoto que asola el pa¨ªs, tras fotografiar los efectos del se¨ªsmo sobre los muros de Cuzco. Casi parece que su obra se iniciara con un hallazgo y se apagara con una demolici¨®n sobre la tierra que secretamente, desde abajo, la sustenta, como si la fotograf¨ªa de Per¨² no pudiera tener sino causas naturales, unidas al suelo y al paisaje.
Pese a tanto asombro, Chambi no es un ingenuo ni un nativo desinformado, tampoco "otro colonizado m¨¢s" que mimetiza el progreso y la mec¨¢nica del dominante, sin disecar nunca en la par¨¢lisis quir¨²rgica de la representaci¨®n etnogr¨¢fica los escenarios, las costumbres, las fiestas, los credos, los oficios, los trajes, las grandezas y miserias de su maltrecho pueblo. Al contrario, en su estudio de fotos de encargo, para el que se publicita con un nuevo retratista "tipo Rembrandt", aprende t¨¦cnicas, improvisa otras, monta artefactos, corre y descorre un juego de cortinas inventado que tamizan sol y sombra, rasgu?a y retinta sus negativos para darles ese aspecto de hoguera interior y se codea con los intelectuales indigenistas del momento, como Uriel Garc¨ªa o Luis E. Valc¨¢rcel, que abogan por una restituci¨®n del quechua y del incanato y le reconocen, en su labor de mostrar al indio su robado rostro, una conquista m¨¢s eficaz que todas las ideolog¨ªas de las que ellos puedan dotarle. Saben que lo hace con el mejor sistema, evitando el localismo anecd¨®tico, las figuras t¨®picas, las vistas habituales, pero tambi¨¦n las reivindicaciones oportunistas, para concentrarse en la simplicidad angulosa de las piedras incas. Algo, de hecho, transforma estas fotograf¨ªas desde dentro, y con ellas, el mundo que acogen. Una transformaci¨®n pausada, sin alardes ni fogonazos, con el fuego ¨ªntimo de lo que arde profundo, a la manera de "un coraz¨®n, inflamado en luz, derritiendo lentamente el hielo en agua", como exhorta en quechua el sacerdote a los peregrinos de Koylloriti, en la festividad que tambi¨¦n Chambi documenta (1931), cuando los indios suben a las monta?as por nieve.
Para Chambi, como para todos los fot¨®grafos exploradores de la ¨¦poca, las fotograf¨ªas no constituyen un relato, tienen el efecto de los hechos, son un acto, un cuerpo visible, algo que se levanta personal e innegable junto a nosotros. Ante las suyas, se podr¨ªa hablar tambi¨¦n de lo que Sallenare llamaba "certificados de presencia", se podr¨ªa hablar de integridad, imantaci¨®n y materia. En el modo estremecedor, por ejemplo, con que desde su hambre y su abandono nos mira para siempre su Ni?o mendigo (1934), est¨¢ produci¨¦ndose esa aparici¨®n de una lejan¨ªa, ese traer aqu¨ª de una distancia -irrevocablemente respetada- en que se cifra el aura de toda imagen. En eso radica su encanto, en que Chambi otorga a sus retratados el poder de alzar los ojos para responder de frente nuestra curiosidad de espectadores bien alimentados. El ni?o nos contempla, nos escruta casi, con una mezcla madura y ¨¦pica de reproche, desconfianza, autonom¨ªa y reserva, dotado de posibilidad de r¨¦plica por este nuevo arte de ser visto, sujeto del proceso mismo de su observaci¨®n, due?o por primera vez de su propia mirada.
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