La fil¨®sofa que estaba en el secreto
Probablemente de la obra de Hannah Arendt se pueda predicar aquella frase de Ren¨¦ Char que ella gustaba tanto de citar: "A nuestra herencia no la precede ning¨²n testamento". Quiz¨¢ a la autora le cumpla el t¨®pico elogio seg¨²n el cual su figura no cesa de crecer, va tomando -conforme pasa el tiempo y se suceden los lectores- una mayor importancia en el debate de ideas. Pero, aunque as¨ª fuera, se mantendr¨ªa como un asunto abierto la cuesti¨®n del signo global de su propuesta, la del valor que cabe atribuir al conjunto de sus aportaciones, la del sentido, en fin, de todo lo que pens¨®.
Reconozco mi sobresalto -fronterizo al estupor- cuando, algunos meses atr¨¢s, me tropec¨¦ con la afirmaci¨®n de Slovan iek seg¨²n la cual el prestigio de que goza ¨²ltimamente Hannah Arendt es "el signo m¨¢s claro de la derrota de la izquierda". Seg¨²n su interpretaci¨®n, ser¨ªa la inspiraci¨®n arendtiana la que estar¨ªa detr¨¢s de la operaci¨®n de una presunta factor¨ªa Arendt consistente en intentar imponer la idea, manifiestamente reductivista, de que pol¨ªtica y democracia liberal son una misma cosa. Lo de menos es que el fil¨®sofo esloveno se alzara frente a esto con la bandera de la radicalidad (sobre todo porque lo hac¨ªa reivindicando el legado de Stalin). Mucho m¨¢s importante que eso es lo que tiene su valoraci¨®n de aut¨¦ntico indicio de la manera en que ha ido evolucionando la imagen de la figura de Arendt en los ¨²ltimos decenios.
En cierto sentido, me atrever¨ªa a decir que estaba al caer una valoraci¨®n as¨ª. Arendt llevaba bastante siendo casi el paradigma -por no decir el modelo- de lo pol¨ªticamente correcto en estos tiempos. En alg¨²n sitio recuerdo haber le¨ªdo hace no mucho que las propuestas arendtianas se adecuan en exceso al nuevo sentido com¨²n emergente. Ellas contendr¨ªan, seg¨²n esta interpretaci¨®n, la dosis justa de feminismo, de radicalismo, de cr¨ªtica al totalitarismo, de marginalidad o de progresismo, para proporcionar a los lectores de hoy el eclecticismo necesario para sobrevivir en el complejo mundo que nos ha tocado en suerte.
Pero est¨¢ claro que una interpretaci¨®n de semejante tenor informa m¨¢s del int¨¦rprete que de la interpretada. En ocasiones tan solemnes como ¨¦sta, en la que, a un siglo del nacimiento de la autora, parece obligada la reconsideraci¨®n de conjunto de toda su obra, acaso resultara de utilidad darle la vuelta a la famosa frase de Picasso, "yo no busco, encuentro", y plantear la cuesti¨®n, no de lo que creemos haber encontrado en Arendt, sino de lo que and¨¢bamos buscando en sus textos, de los motivos que nos han llevado a reparar en lo que dijo, desatendiendo a tantos otros contempor¨¢neos suyos. No creo que esta otra cuesti¨®n tenga una respuesta f¨¢cil u obvia.
Eso s¨ª, el enfoque propuesto permite dejar de lado discusiones que, bajo esta luz, tendr¨ªan menos inter¨¦s. Como, por ejemplo, la propiciada por algunos pensadores, extremadamente cr¨ªticos con las propuestas arendtianas. De hecho, bastante antes de que irrumpiera en escena el inefable iek, personajes tan ilustres como Ernst Gellner, Eric Voegelin, Stuart Hampshire, Robert Nisbet, Eric Hobsbawm o el mism¨ªsimo Isaiah Berlin hab¨ªan planteado a dichas propuestas reproches de muy variado tipo, incluido el de que ninguna de ellas aportaba nada realmente nuevo en el plano de la teor¨ªa. La reticencia -muy reiterada despu¨¦s en el ¨¢mbito acad¨¦mico- tiene un cierto fundamento, a qu¨¦ negarlo. Sin embargo, una doble puntualizaci¨®n se impone al respecto. La primera es que del hecho de que las respuestas formuladas por Arendt puedan parecer en m¨¢s de un caso insuficientes, inadecuadas o poco novedosas no se desprende en modo alguno que las preguntas a las que ella pretend¨ªa responder no fueran pertinentes. Como tampoco se sigue de tales valoraciones negativas una impugnaci¨®n del conjunto del proyecto de la autora de La vida del esp¨ªritu.Sentado lo cual, la pregunta por nosotros mismos en cuanto herederos-sin-testamento de su obra puede ser puesta ya en primer plano. Al hacerlo, algo llama la atenci¨®n. Se han vuelto a leer, obteniendo ahora el favor del p¨²blico, trabajos que tanto en el momento de su publicaci¨®n como unos cuantos a?os despu¨¦s o bien no llamaron la atenci¨®n o bien fueron denostados atribuy¨¦ndoles la condici¨®n de exponentes claros de la naturaleza conservadora del pensamiento arendtiano. Sus reflexiones sobre la autoridad, la cultura, la conquista del espacio, la educaci¨®n, la tradici¨®n o la responsabilidad colectiva (por no mencionar sus aportaciones m¨¢s publicitadas sobre la banalidad del mal, el republicanismo, la violencia o el totalitarismo) reaparecen en nuestros d¨ªas cargadas de perspicacia y buen sentido. Como si dijeran ahora cosas que antes no dec¨ªan o, tal vez mejor, como si ahora estuvi¨¦ramos en condiciones de entender a qu¨¦ se refer¨ªan.
La tentaci¨®n de extraer, a partir de semejante experiencia de lectura, conclusiones del tipo el tiempo le ha dado la raz¨®n o similares es, ciertamente, grande: de pronto, alguien que estuvo a punto de pasar desapercibida en la historia de la filosof¨ªa emerge ante nuestros ojos como la fil¨®sofa que estaba en el secreto. Pero ver las cosas de esta forma implicar¨ªa una grave distorsi¨®n de perspectiva. Porque se trata, en el fondo, de un elogio desmesurado que busca ocultar, tras su aparente generosidad, el error o la incapacidad propias. Que el tiempo pueda haberle dado la raz¨®n o no es, en cierto sentido, lo de menos. Arendt no acert¨® siempre, qu¨¦ duda cabe (mucho se ha escrito, por ejemplo, sobre sus derrotadas apuestas por el sistema de consejos implantado en Rusia tras la Revoluci¨®n del 17, en Espa?a durante la Guerra Civil o en Hungr¨ªa en 1956). No es as¨ª c¨®mo se mide el valor de una filosof¨ªa. Con el desacierto hay que contar siempre, porque una historia en la que siempre se acertara ser¨ªa una historia privada de libertad -regida por un confortable destino, por una afortunada fatalidad, pero perfectamente inhumana-. Sin embargo, a menudo parece que olvidamos tama?a obviedad, y continuamos argumentando como si se pudiera contar con alg¨²n tipo de progreso, avance o mejora, y nos sorprendemos al darnos cuenta de que quiz¨¢ pasamos de largo ante algo que, ahora, al echar la vista atr¨¢s, nos parece importante, y nos preguntamos c¨®mo pudo ser que tom¨¢ramos el camino equivocado... Vanas preocupaciones que ¨²nicamente sirven para mostrar las limitaciones de nuestra mirada. No son nuestros errores los que han hecho buena a Arendt (como tampoco han rebajado la importancia de los suyos), sino su acreditada capacidad para seguir pensando mientras, a su alrededor, tantos iban abandonando la tarea, cuando se extend¨ªa como una mancha de aceite el convencimiento de haber llegado a la tierra prometida de las creencias definitivas y las convicciones inapelables.
Con otras palabras, para estar a la altura de Hannah Arendt no basta con apostillar, al supuesto elogio de que estaba en el secreto, el comentario capcioso "?Ah!, pero ?hay secreto?". Se impone ser, en efecto, m¨¢s radical, pero en el ¨¢mbito que verdaderamente corresponde, esto es, en materia de pensamiento. Se impone atreverse con una duda de fondo. Tal vez una de las peores cosas que le sucede a la filosof¨ªa (?o se trata ¨²nicamente de un problema de fil¨®sofos?) es que le concede demasiada importancia a tener raz¨®n.
Manuel Cruz es catedr¨¢tico de filosof¨ªa en la Universidad de Barcelona e investigador en el Instituto de Filosof¨ªa del CSIC.
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