Traducciones, 'pachinkos' y karaokes
ILMA RAKUSSA, nacida en la antigua Checoslovaquia, educada en Budapest, Liubliana y Trieste, traductora al alem¨¢n del franc¨¦s, el serbocroata, el ruso y el h¨²ngaro, profesora en Z¨²rich y, sobre todo, poeta, dijo una vez que si la traducci¨®n no fuera una aventura habr¨ªa renunciado a ella hace tiempo. Yo estoy de acuerdo, pero habr¨ªa que puntualizar que, muy saint-exuperianamente, se trata siempre de una aventura interior.
El traductor es un ser que vive en un mundo poblado de fantasmas y pasa mucho tiempo frente a su ordenador, lo que hace que, inevitablemente, reflexione sobre su quehacer. En los ¨²ltimos tiempos se ha escrito tanto sobre la traducci¨®n en Espa?a, que hay que preguntarse cu¨¢ndo encuentran los traductores tiempo para traducir. Y las met¨¢foras que describen su ocupaci¨®n proliferan. Una de mis favoritas fue muchos a?os la del imitador de voces bernhardiano: el traductor es un artista capaz de imitar cualquier voz, salvo la propia. Luego me fascin¨® la imagen del int¨¦rprete musical, que explica muchas cosas de ese proceso misterioso, mezcla de inspiraci¨®n y habilidad. Recientemente he llegado a la conclusi¨®n de que la traducci¨®n se parece al karaoke. El traductor canta las canciones de sus ¨ªdolos, disfrutando de cinco minutos de fama y sinti¨¦ndose artista.
Placer solitario se la ha llamado..., pero traducir hace tambi¨¦n que el traductor conozca gente, sobre todo a esos seres absurdos llamados escritores. Mi escala en materia de relaciones traductor-autor oscila entre el cero absoluto, cuyo prototipo fue Thomas Bernhard (el traductor es un ser incompetente que hace un trabajo merecidamente mal pagado) y G¨¹nter Grass, para quien sus traductores son, como ha dicho a veces, la verdadera raz¨®n para seguir escribiendo. Entre ambos extremos yo situar¨ªa a Salman Rushdie, que jam¨¢s se inmiscuir¨¢ en las traducciones de sus libros pero responde en veinticuatro horas cualquier consulta... Rushdie escribi¨® sobre Hitoshi Iragashi, su traductor japon¨¦s asesinado: "La traducci¨®n es una especie de intimidad, una especie de amistad, y por eso lloro su muerte como llorar¨ªa la de un amigo". El resto de los escritores se sit¨²a a alturas diversas. Un DeLillo, por ejemplo, estar¨ªa cerca de Grass; un Kundera, m¨¢s pr¨®ximo a Bernhard, aunque con pretensiones de entender de traducci¨®n.
Probablemente, los casos m¨¢s desesperados son los de los escritores que conocen el idioma al que son traducidos, pero no lo suficiente. O, peor, los de aquellos que tienen esposos/as, disc¨ªpulos/as, familiares, amantes, etc¨¦tera, "nativos". ?stos suelen considerarse autorizados a meter baza, sin darse cuenta de que para traducir no basta conocer dos idiomas sino que hay que saber tender puentes entre ellos. Hay autores que han hecho enloquecer literalmente a su traductor: Robert Coover, Anthony Burgess...
No obstante, aunque, como es l¨®gico, siempre he tomado partido por los traductores, ¨²ltimamente empiezo a entender tambi¨¦n la angustia del escritor vertido a un idioma que desconoce. ?C¨®mo puede saber que no est¨¢ siendo ridiculizado, trivializado o simplemente destruido? Dos testimonios recientes parecen evidenciar ese terror: el de Lawrence Norfolk (Ser traducido o el pelo de la Virgen) y el de J. M. Coetzee (Hablando en varias lenguas).
?Es la traducci¨®n realmente un karaoke? Quiz¨¢ tenga m¨¢s de pachinko, ese juego japon¨¦s de bolitas brillantes que, lo mismo que las palabras del traductor, se lanzan al espacio para que encuentren -o no- su acomodo. ?Es traducir un juego de azar tan adictivo que puede permitirse el lujo de recompensar con chucher¨ªas a quien lo practica? En las salas de pachinko el ruido es indescriptible; en la habitaci¨®n del traductor puede resultar atronador el silencio.
Miguel S¨¢enz es traductor de autores como G¨¹nter Grass y Salman Rushdie.
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