Arantzazu
Arantzazu es un s¨ªmbolo, no s¨®lo religioso, sino tambi¨¦n cultural. Arantzazu es un legado, un museo, una biblioteca; tambi¨¦n un observatorio. Es el recuerdo de Bitoriano Gandiaga, de Jorge Oteiza, de Gabriel Aresti, tres grandes personalidades, cada uno a su manera, de la cultura y literatura vascas. Jorge Oteiza encontr¨® en Arantzazu el marco, el friso, la pared en la que esculpir todo aquello que ¨¦l era y que, hasta entonces, hasta el contacto con la piedra fr¨ªa y callada, pero no muda, m¨¢s cerca del cielo que de la tierra, no supo que era. Bitoriano Gandiaga fue en Arantzazu el espino, la flor blanca y sencilla; fue el canto suave y blando de las estaciones; fue el ritmo del viento golpeando las ramas; fue una mano de tierra sobre el aire y el agua. Aresti fue en Arantzazu el sue?o que no consigui¨® fraguar en Bilbao, donde la niebla y el humo rojo, fractura del hierro entonces, forjaban en el hombre la condici¨®n de son¨¢mbulo.
Aresti quiso construir una casa de piedra, la casa de todos los vascos, pero s¨®lo encontr¨® a mano papel
Aresti conoci¨® a Oteiza en Arantzazu, cuando las piedras apost¨®licas, las piedras que ya eran m¨¢s que piedra, que eran esbozos graves y serenos revestidos e insuflados de voluntad y deseo, yac¨ªan en el suelo, al lado de la carretera. La piedra habla, eso cre¨ªa Oteiza, porque es el habit¨¢culo del ser y del pensar, del estar y del sentir. Aresti quiso construir una casa de piedra, la casa de todos los vascos, pero s¨®lo encontr¨® a mano papel y alz¨® un peque?o edificio de palabras, met¨¢foras e im¨¢genes, en el que algunos nos recogemos en d¨ªas de tormenta y de fr¨ªo, de ira y de fuego. Nunca ha habido una casa de todos los vascos. Aresti aprendi¨® tarde la diferencia que existe entre vivir en algo y habitarlo. Para los dem¨¢s vivi¨®, sin vivir en s¨ª. Y al final de su vida habit¨® ese territorio fronterizo e inc¨®modo entre la memoria y el olvido, entre el silencio y el grito, entre la nada y el todo.
Oteiza sab¨ªa que hay una gran semejanza entre la piedra y la palabra. Las letras son piedritas vac¨ªas, cantos rodados, que hay que unir y desunir, armar y desarmar, esculpir en definitiva, para que tengan el sentido que se les quiera dar en la escritura, que es una ventana iluminada en la noche, un claro en el bosque, una vela en la mar, un orden. Dec¨ªa Cesar Vallejo que el libro ha nacido en el mayor vac¨ªo. Las piedras de Oteiza, echadas sobre la tierra, como ¨¢ngeles dormidos, como peregrinos, como heraldos negros, esperaban el momento de alzarse y formar lo informe, de nombrar lo innombrable, de escribir palabras que no deb¨ªan ser olvidadas. Ten¨ªan que indicar el camino. Escrib¨ªa Montaigne que ning¨²n viento impulsa a quien no tiene destino. Oteiza fue poeta, fue profeta, pero tambi¨¦n viento y destino. No hay m¨¢s que leer con detenimiento la edici¨®n cr¨ªtica de su obra po¨¦tica publicada por la Fundaci¨®n Oteiza, a cargo de poeta Gabriel Insausti: Poes¨ªa.
La piedra se convirti¨®, gracias al escultor, en signo de escritura. Quien acuda a ver la obra de Oteiza en Arantzazu leer¨¢ y no escuchar¨¢, interpretar¨¢ la sucesi¨®n de piedras y de ap¨®stoles, vac¨ªos de cuerpo, pero llenos de esp¨ªritu. Oteiza, te¨®rico a su manera del bertsolarismo, introdujo la escritura en Arantzazu: signos labrados en piedra. Eso que se predica como "oralidad" no es ¨²nicamente la facultad de improvisar en plaza p¨²blica rimas, sentencias y consignas, sino una mirada hacia el entorno, especialmente hacia lo natural, una interpretaci¨®n del tiempo que se desliza desde fuera hasta adentro, y no al rev¨¦s, en intervalos cortos, como suspiros: respiraci¨®n alegre. Desde ese punto de vista poco queda de lo oral en el bertsolarismo actual, como poco queda de todo aquello en nuestra sociedad postmoderna o ultramoderna, a saber.
Gandiaga vio tambi¨¦n las piedras de Oteiza y crey¨® que formaban la frontera entre dos mundos, el mundo simb¨®lico de la palabra dicha y el otro de la palabra escrita e impresa. Algunos, viendo las piedras en su aparente inmovilidad, en su forzada horizontalidad, decidieron que aquellas piedras ser¨ªan los cimientos de la gran muralla vasca, que mantendr¨ªa alejados a infieles y b¨¢rbaros, a los extranjeros y extra?os. La casa del padre se rode¨® de piedras fijas en la tierra. Las piedras dejaron de ser piedra y poema. Las piedras dejaron de ser el vac¨ªo en el que dormitaba el alma. Y algunas se arrojaron contra Oteiza, contra nosotros.
La escritura nace de la necesidad de dar cuenta de lo que a uno sucede, que es una manera, asimismo, de dar cuenta de lo que sucede a los dem¨¢s. Gandiaga el poeta que se convert¨ªa, espiritualmente, en lo que cantaba, ¨¢rbol con ¨¢rbol, ave con ave, tierra o nieve en la tierra o entre la nieve, se convirti¨® en el poeta del hombre que vive su soledad y habita su incertidumbre. Hiru gizon bakarka, tres hombres solos, fue su canto a una humanidad que desde la atalaya de Arantzazu se vislumbraba lejana, uniforme y peque?a. "Te llaman puerta del cielo", escribi¨® all¨¢, donde la piedra ense?a sus tripas y son espacios vac¨ªos, mares, desiertos. Mas el mal habita en otro lugar. Gandiaga contemplaba absorto y asombrado el cielo y sus caminos, las estrellas y sus fulgores, se conmov¨ªa ante la visi¨®n de una inmensidad que se desborda y se rompe en ¨¢tomos de luz y de sombra. Gandiaga sent¨ªa a Dios. Luego sinti¨® al hombre.
La contradicci¨®n de Arantzazu es que por ser, simb¨®licamente, lugar de paz, no es por ello el mejor observatorio para la paz. Hay que bajar, o subir seg¨²n se mire, de la cima al valle, del lugar de la piedra al barro, del s¨ªmbolo trascendente a la realidad insignificante, desde Dios hasta el hombre. El mejor observatorio para la paz es la ciudad real o imaginaria donde habitan los dem¨¢s, donde cada cual vive su desgracia y su dolor, su esperanza y su amor, su alegr¨ªa. Gandiaga cant¨® al chacol¨ª, que quiere ser vino sin serlo. El chacol¨ª ha mejorado. La realidad, tambi¨¦n. Sonr¨ªe y gui?a su ojo, como los ap¨®stoles de piedra, como el fauno que fue Oteiza.
Felipe Juaristi es escritor.
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