Las ant¨ªpodas
Llego a Auckland, la ciudad m¨¢s cosmopolita de Nueva Zelanda, despu¨¦s de un viaje de 24 horas, escala en Los ?ngeles: la pesadilla, ?ya asimilada?, de los viajeros: pasar por los controles, quitarse los zapatos, los cinturones -escuchar luego en el avi¨®n la orden de abrocharlos-, los relojes, los collares; ver c¨®mo examinan a una fr¨¢gil se?ora de 85 a?os, bien peinada, traje rosa, pa?uelito en el bolsillo de la solapa, medias antivarices...
Escribo el lunes cuando en el otro hemisferio es a¨²n el domingo 10 (17 horas adelante), quinto aniversario de la ca¨ªda de las torres de Manhattan -?estamos hoy m¨¢s seguros que en 2001, preguntan los peri¨®dicos de Wellington, la capital?-.
Se supone que ya hubiera debido asimilar el desgaste que produce un viaje tan largo, hoy cuando regreso de la Isla del Sur, llena de bah¨ªas, pen¨ªnsulas, lagos, volcanes, admirable vegetaci¨®n, r¨ªos, un viento tremendo, y, a lo largo del camino, lujosos bed and breakfast como antes en Reino Unido, cuando la visit¨¦ durante la d¨¦cada de los cincuenta. Ahora, como en la Madre Patria -los billetes (el d¨®lar vale 75 centavos norteamericanos) y las monedas ostentan todav¨ªa la efigie de su majestad Isabel II, todav¨ªa muy joven y bella-, la vida es muy, muy cara, en este pa¨ªs de cuatro millones de habitantes, poblado por ingleses, irlandeses, escoceses y maor¨ªes: Coyoac¨¢n, mi barrio, tiene tres millones y medio; en mi ciudad, M¨¦xico DF, nos hacinamos unos 20 millones de personas.
Es curioso advertir que en las ant¨ªpodas los santuarios consideran como sagrados a los animales en extinci¨®n
Wellington es una ciudad muy linda, tranquila, con un centro peque?ito, edificios altos y una muy hermosa bah¨ªa, desde donde se admira el estrecho de Cook, marino ingles que descubri¨® estas islas y decidi¨® convertirlas en dominio de Reino Unido. Hay un jard¨ªn bot¨¢nico inmenso, lleno de flores: tipos especiales de orqu¨ªdeas, begonias, rosas y flores extra?as de intensos colores que s¨®lo existen en estas partes del mundo. En un santuario -es curioso advertir que en las ant¨ªpodas los santuarios consideran como sagrados a los animales en extinci¨®n- viven los p¨¢jaros en libertad donde se van reproduciendo para evitar su desaparici¨®n, como la de algunos tipos de aves, por ejemplo, el p¨¢jaro kiwi, no confundir con la fruta que proviene de China o de Chile, me explica Eric, un maor¨ª muy blanco, alto y rubio que juega rugby, el deporte nacional, y habla como vecino del Soho en Londres.
Los p¨¢jaros tienen formas y nombres maravillosos: ruru, keraru, tui, kaka, kaua, hihi, pokoki, kiwi, como llaman a los originarios de aqu¨ª, los kiwis, Kiwilandia. Algunas aves tienen el pecho rojo; otras son peque?as, negras, veloces, cantan todo el d¨ªa, y con mechones blancos en el cuello, los tuis, o curas; los hay con los picos alargados, enormes, repito, los kiwis, casi extintos, gordos, pesados, no vuelan y tienen el pico enorme, ganchudo, con el que escarban en la tierra o en las cortezas de los ¨¢rboles porque se alimentan de gusanos; otros poseen unos picos redondos y grandes y se arrastran; otros saltan y muchos m¨¢s, como debe de ser, vuelan. El santuario de p¨¢jaros es inmenso, con un lago, una presa, miles de helechos y la espiral con que se inician sus hojas se llama kori, s¨ªmbolo del pa¨ªs, tallado en una piedra verde semejante al jade y antes en huesos de ballena: los veo exhibidos en el Museo Te Papa, tambi¨¦n los maraes -se pronuncia marais, como el escritor h¨²ngaro: son graneros-, tumbas-santuarios, con esculturas de madera de sus antepasados, decorados sus ojos con la concha del abul¨®n.
La calle donde vivo se llama Karuri, un antiguo pueblo ind¨ªgena y la casa en la que me alojo alberg¨® alguna vez a la m¨¢s grande escritora de Nueva Zelanda, Katherine Mansfield, muerta prematuramente de tuberculosis en Francia, muerte dram¨¢tica: en su ¨²ltimo d¨ªa de vida, su esposo, John Middleton Murry, lleg¨® a visitarla desde el Reino Unido, la encontr¨®, escribe, "muy p¨¢lida pero radiante", de pronto, un acceso de tos, una hemorragia y un minuto despu¨¦s estaba muerta.
Mucho se culpa a su marido de haber divulgado toda la obra, los diarios y las cartas de su mujer para hacer dinero; pero ella le dej¨® un testamento donde le pide que hiciera lo que pensara correcto con sus papeles. ?Malvado o simplemente previsor? Releo a Katharine Mansfield in situ, residencia ahora de la Embajada de M¨¦xico donde me han alojado los embajadores, amigos m¨ªos muy queridos. Al releerla me doy cuenta de que estar all¨ª enriquece notablemente la lectura, aquilato su escritura y sobre todo la materia que la informa. Lo verifico: el cielo muy azul y el viento intenso que la despertaba y aterraba cuando era ni?a.
En la Isla del Sur veo una ballena desde el telescopio del comedor del Miharoita, hermoso boutique bed and breakfast, donde me alojo en mi recorrido; se adivina su silueta; m¨¢s tarde, bajo a Kaikoura, uno de los numerosos fiordos (aqu¨ª les llaman sounds), el mar de un azul incomparable y atr¨¢s una cadena de monta?as nevadas parecidas a los Andes. Desde la playa, ya muy cerca, veo al cet¨¢ceo, se sumerge con sus dos cr¨ªas en la bah¨ªa, es oscura, se sabe que sedosa y las dos peque?as cr¨ªas tambi¨¦n; de pronto asoma un surtidor de agua revelando su presencia. Subimos al coche y seguimos por la costa, abrupta, rocosa; en Kekerenga nos detenemos, en un recodo, entre rocas, numerosas focas y sus cr¨ªas retozan al natural.
Este pa¨ªs, llamado en maor¨ª Aiteroa, "el pa¨ªs de la larga nube blanca", est¨¢ conformado por dos islas alargadas separadas por el estrecho de Cook, fue descubierto primero por Abel Tasman, holand¨¦s, por quien fue nombrada luego la isla de Tasmania, territorio australiano, y tambi¨¦n un parque nacional neoceland¨¦s. De los pantanos y bosques que hab¨ªa antes de 1830 queda solamente el 10%, vuelve a contarme Eric, y a?ade, esas tierras se llamaban wet lands, los ingleses pensaron que eran waste lands y las secaron para llenarlas de borregos, de vacas y de toros.
Tambi¨¦n quisieron extinguir las ballenas.
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