Anarquistas en el Gobierno de la Rep¨²blica
El 4 de noviembre de 1936, hoy hace setenta a?os, cuatro dirigentes de la CNT entraron en el nuevo Gobierno de la Rep¨²blica en guerra presidido por el socialista Francisco Largo Caballero. Era un "hecho trascendental", como afirmaba ese mismo d¨ªa Solidaridad Obrera, el principal ¨®rgano de expresi¨®n de la CNT, porque los anarquistas nunca hab¨ªan confiado en los poderes de la acci¨®n gubernamental y porque era la primera vez que eso ocurr¨ªa en la historia mundial. Anarquistas en el Gobierno de una naci¨®n: un hecho trascendental e irrepetible.
Pocos hombres ilustres del anarquismo espa?ol se negaron entonces a dar ese paso y las resistencias de la "base", de esa base sindical a la que siempre se supone revolucionaria frente a los dirigentes reformistas, fueron tambi¨¦n m¨ªnimas. El verano, sangriento pero m¨ªtico verano revolucionario de 1936, ya hab¨ªa pasado. Anarquistas radicales y sindicalistas moderados, que se hab¨ªan enfrentado y escindido en los primeros a?os republicanos, estaban ahora juntos, esforz¨¢ndose por obtener los apoyos necesarios para poner en marcha sus nuevas convicciones pol¨ªticas. Se trataba de no dejar los mecanismos del poder pol¨ªtico y armado en manos de las restantes organizaciones pol¨ªticas, una vez que qued¨® claro que lo que suced¨ªa en Espa?a era una guerra y no una fiesta revolucionaria.
El Comit¨¦ Nacional de la CNT eligi¨® los cuatro nombres destinados a tan sublime misi¨®n: Federica Montseny, Juan Garc¨ªa Oliver, Joan Peir¨® y Juan L¨®pez. En esos cuatro dirigentes estaban representados de forma equilibrada los dos principales sectores que hab¨ªan pugnado por la supremac¨ªa en el anarcosindicalismo durante los a?os republicanos: los sindicalistas y la FAI. Joan Peir¨® y Juan L¨®pez, ministros de Industria y Comercio, quedaban como indiscutibles figuras de aquellos sindicatos de oposici¨®n que, tras ser expulsados de la CNT en 1933, hab¨ªan vuelto de nuevo al redil poco antes de la sublevaci¨®n militar. Juan Garc¨ªa Oliver, nuevo ministro de Justicia, era el s¨ªmbolo del "hombre de acci¨®n", de la "gimnasia revolucionaria", de la estrategia insurreccional contra la Rep¨²blica, que hab¨ªa ascendido como la espuma desde las jornadas revolucionarias de julio en Barcelona. A Federica Montseny, ministra de Sanidad, la fama le ven¨ªa de familia -hija de Federico Urales y Soledad Gustavo- y de su pluma, que hab¨ªa afilado durante la Rep¨²blica para atacar, desde el anarquismo m¨¢s intransigente, a todos los traidores reformistas. Ella iba a ser adem¨¢s la primera mujer ministra en la historia de Espa?a.
Del paso de la CNT por el Gobierno quedaron escasas huellas. Entraron en noviembre de 1936 y se fueron en mayo de 1937. Poco pudieron hacer en seis meses. Se ha recordado mucho m¨¢s lo que signific¨® la participaci¨®n de cuatro anarquistas en un Gobierno que su actividad legislativa. Como la revoluci¨®n y la guerra se perdieron, nunca pudieron aquellos ministros pasear su dignidad por la historia. Y como no pod¨ªa ser menos, a semejante acto de ruptura con la tradici¨®n antipol¨ªtica se le achacaron todas las desgracias. Para la memoria colectiva del movimiento libertario, derrotado y en el exilio, de aquella traici¨®n, de aquel error s¨®lo pod¨ªan derivarse funestas consecuencias. Toda la literatura anarquista posterior, cuando se enfrent¨® a ese tema, dej¨® el an¨¢lisis a un lado para descargar la retah¨ªla de reproches ¨¦ticos harto conocidos. A un lado quedaba la revoluci¨®n, vigorosa, soberana; al otro, su destrucci¨®n, hecha realidad por la ofensiva que desde el poder se emprendi¨® contra las milicias, los comit¨¦s revolucionarios y las colectivizaciones, las tres solemnes manifestaciones del cambio revolucionario.
Se menospreci¨® as¨ª, en ese ajuste de cuentas con el pasado, lo que de necesario y positivo hubo en aquel giro extraordinario. Necesario, porque la revoluci¨®n y la guerra, que los anarquistas no hab¨ªan provocado, obligaron a articular una soluci¨®n que, evidentemente, deb¨ªa alejarse de las doctrinas y actitu-des que hist¨®ricamente les hab¨ªan identificado. Positivo, porque esa defensa de la responsabilidad y de la disciplina, que convirti¨® precisamente la participaci¨®n en el Gobierno en uno de sus s¨ªmbolos, mejor¨® la situaci¨®n en la retaguardia, evit¨® bastantes m¨¢s derramamientos in¨²tiles de sangre de los que hubo y contribuy¨® a mitigar la resistencia que la otra estrategia disponible, la maximalista y de enfrentamiento radical con las instituciones republicanas, hab¨ªa alimentado.
Es evidente que un an¨¢lisis de este tipo, que separa al historiador del juicio de autenticidad sobre la pureza doctrinal de aquellos protagonistas, lleva a considerar otras facetas olvidadas. Como la de que fuera un "anarquista de acci¨®n" como Garc¨ªa Oliver quien consolidara los tribunales populares o creara los campos de trabajo, en vez del tiro en la nuca, para los "presos fascistas". O que a un sindicalista de toda la vida como Joan Peir¨® le correspondiera regular las intervenciones e incautaciones de las industrias de guerra. O que una mujer, en fin, escalara a la c¨²spide del poder pol¨ªtico, un espacio negado tradicionalmente a las mujeres y que Franco volver¨ªa a negar durante d¨¦cadas, desde donde pudo emprender una pol¨ªtica sanitaria de medicina preventiva, de control de las enfermedades ven¨¦reas, una de las plagas de la ¨¦poca, y de reforma eugen¨¦sica del aborto que, pese a quedarse en una mera iniciativa, avanz¨® algunos debates todav¨ªa presentes en nuestra sociedad actual.
Acabada la guerra, las c¨¢rceles, las ejecuciones y el exilio metieron al anarquismo en un t¨²nel del que no volver¨ªa a salir. En la memoria de los anarquistas, y en la literatura y en el cine, se agrand¨® la figura de Buenaventura Durruti, con su pasado novelesco y sus haza?as de h¨¦roe, y quedaron en la oscuridad, por el contrario, otras figuras como la de Joan Peir¨®, un obrero que dedic¨® su vida a fabricar bombillas, organizar sindicatos y ajustar el anarquismo al reloj de la historia. Denunci¨® antes que nadie, y por escrito, desde agosto de 1936, la violencia revolucionaria de destrucci¨®n del contrario. Cuando, despu¨¦s de los sucesos de mayo de 1937, Manuel Aza?a encarg¨® a Juan Negr¨ªn la formaci¨®n de un nuevo Gobierno sin la CNT, Peir¨® acus¨® a los comunistas de haber provocado la crisis y denunci¨® la represi¨®n desencadenada contra el POUM. Con la ocupaci¨®n de Catalu?a por el ej¨¦rcito de Franco, huy¨® a Francia, donde le detuvo la Gestapo en noviembre de 1940; entregado a las autoridades franquistas, fue ejecutado el 24 de julio de 1942.
El anarquismo arrastr¨® tras su bandera roja y negra a sectores populares diversos y muy amplios. Arraig¨® con fuerza en sitios tan dispares como la Catalu?a industrial, en donde adem¨¢s, hasta la Guerra Civil, nunca hab¨ªa podido abrirse paso el socialismo organizado, y la Andaluc¨ªa campesina. Muchos de sus militantes participaron durante d¨¦cadas en una fren¨¦tica actividad cultural y educativa. Pero en ese recorrido siempre le acompa?¨® la violencia. Su leyenda de honradez, sacrificio y combate fue cultivada durante d¨¦cadas por sus seguidores. Sus enemigos, a derecha e izquierda, siempre resaltaron la afici¨®n de los anarquistas a arrojar la bomba y empu?ar el revolver. Son, sin duda, im¨¢genes exageradas a las que tampoco hemos escapado los historiadores, que tan a menudo nos alimentamos de esas fuentes, apolog¨¦ticas e injuriosas, sin medias tintas. Una prueba m¨¢s de las m¨²ltiples caras de lo que ahora llaman muchos, en singular, memoria hist¨®rica.
Juli¨¢n Casanova es Hans Speier Visiting Professor en la New School for Social Research de Nueva York.
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