El televisor y Guillermo Hotel
Necesito cambiar de televisor. La verdad es que no lo utilizo mucho, pero me duele la tristeza casera de una tecnolog¨ªa con aire de resto prehist¨®rico. Recuerdo la autoridad viva del acontecimiento de la televisi¨®n en mi infancia, cuando se encendi¨® en la realidad cotidiana espa?ola para sacarnos a los ni?os de los callejones del barrio y para discutirle al colegio su prestigio a la hora de contar historias. Antes de la televisi¨®n, los colegios no s¨®lo eran los edificios encargados de imponer obediencia y disciplina, sino tambi¨¦n unos lugares donde contar historias. Incluso las historias oficiales dejan huecos para el temblor de la incertidumbre y la aventura. La sabidur¨ªa taimada del rey Salom¨®n pod¨ªa invadir las imaginaciones literarias de los escolares al sentenciar que se partiese el cuerpo de un ni?o disputado por dos madres. La fragmentaci¨®n ficticia no resolv¨ªa el problema, pero encauzaba la soluci¨®n narrativa de la historia. Lleg¨® de pronto la televisi¨®n, y los colegios se quedaron sin el monopolio de las historias oficiales, como el barrio se qued¨® sin el privilegio de los sucesos vividos. La primera conmoci¨®n ante una pantalla de televisor me lleg¨® en forma de flecha y de manzana. Una pel¨ªcula protagonizada por Guillermo Tell dispar¨® ante mis ojos un arrebatado sentimiento de miedo, indignaci¨®n y rebeld¨ªa, que pas¨® justo por encima de mi cabeza, acarici¨¢ndome el pelo mojado. Era una tarde de lluvia en Granada. Llovi¨® tanto que el r¨ªo Genil se desbord¨® y arrastr¨® por la ciudad una carga amenazante de ramas y troncos de ¨¢rboles que bajaban de la Sierra. El puente de Las Brujas, con los ojos cegados por la c¨®lera sucia de la naturaleza, salt¨® por los aires, provocando un alarido de piedras, cables y chispazos el¨¦ctricos. Los ni?os del barrio acab¨¢bamos de desertar, hab¨ªamos dejado las orillas del Genil para ver en casa la manzana y la flecha de Guillermo Tell. Aquel a?o tuvimos que cambiar de puente en nuestras caminatas diarias al colegio.
La televisi¨®n meti¨® en su casa a los ni?os. Por eso siento ahora una extra?a paradoja sentimental al darme cuenta de que s¨®lo enciendo con disciplina el televisor cuando estoy en una habitaci¨®n de hotel. No es el ¨²nico cambio que el viento de la historia ha dejado sobre las arenas de nuestra vida. Ahora no hay una sola flecha y una sola manzana en una historia ¨²nica para todos los ojos. El Guillermo Hotell que yo soy, dispara como un arco sin punter¨ªa el mando a distancia contra la oferta infinita de los canales, las lenguas y las historias del mundo, una oferta situada sobre la cabeza de la realidad. ?Es eso la libertad? ?O se trata s¨®lo de una fragmentaci¨®n real? Vuelvo a acordarme de la sentencia salom¨®nica y de las soluciones que se basan en cortar a trozos el cuerpo de los ni?os o los objetos deseados. Al sustituir la programaci¨®n oficial de la dictadura por un v¨¦rtigo de im¨¢genes comerciales infinitas, no estamos discutiendo sobre libertad. Tampoco discutimos sobre la educaci¨®n libre cuando cambiamos las lecciones represivas de los antiguos colegios por una descomposici¨®n de los deberes, las responsabilidades y los valores p¨²blicos. La fragmentaci¨®n no implica libertad, del mismo modo que el reparto de funciones no supone la desarticulaci¨®n de la convivencia. Se suelen olvidar estas cosas al discutir sobre la solidez del Estado espa?ol. Por ejemplo: el Estado no se pone en peligro cuando se fundan canales de televisi¨®n p¨²blicos en las diversas comunidades aut¨®nomas. La verdadera amenaza es la liquidaci¨®n del prestigio de las televisiones p¨²blicas a favor de una oferta de informaciones comerciales que pueden confundirse con el mercado libre, pero no con la libertad. Algunas televisiones auton¨®micas trabajan m¨¢s y mejor por la solidez del Estado que Televisi¨®n Espa?ola, que celebra ahora sus cincuenta a?os en un proceso vertiginoso de liquidaci¨®n. Nosotros nos fragmentamos, la vida se desborda y mi televisor envejece con una prudencia salom¨®nica.
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