El gran ca?¨®n
Los jugadores elegantes suelen tener una muerte sin demasiada peripecia. Nacen, se perfeccionan, se bru?en, llegan a lo exquisito y mueren como estrellas. Su luminosidad vertical se apaga de abajo arriba y su muerte asciende desde la base a la cima como un f¨®sforo. S¨®lo los jugadores conformados como grandes bloques, ejemplares con m¨¢s potencia que estilo, m¨¢s piedra que zumo, caen levantando polvareda.
Puskas no ha muerto, sin embargo, de una vez. Ni explotando en un choque de carretera ni siendo la bomba fatal de un suicidio. Contrajo el Alzheimer hace a?os y en su manoteo sobre paredes y muebles fue dejando las huellas anticipadas de su recuerdo. Exactamente, mientras se evaporaba en su propia memoria la memoria deportiva se hilaba. No muere, por tanto, en medio de una consternaci¨®n.
La consternaci¨®n ten¨ªa lugar este tiempo inmediato al contemplarlo. La colosal potencia de su f¨²tbol lo hab¨ªa vaciado de casi toda munici¨®n. Y, en los ¨²ltimos tiempos, apenas contaba con la escasa provisi¨®n para ser l¨²cido encarril¨¢ndose hacia el fin. Desconcertando seguramente a los m¨¢s pr¨®ximos de sus parientes como desconcertaba en el estadio a rivales y a compa?eros.
Sus disparos fulgurantes le valieron el sobrenombre de ca?oncito pum. Ni ca?onazo ni siquiera pelotazo. Lo m¨¢s espectacular pudo ser su potencia pero, a diferencia de un Roberto Carlos, por ejemplo, no tiraba a destrozar cuanto hallara a su paso sino a dejar el obst¨¢culo indemne. El bal¨®n se colaba como enfilado en el tubo del ca?¨®n hasta hacer sentir que el espacio, aparentemente tupido, se hallaba perforado por una suerte de cilindro al que Puskas acoplaba la direcci¨®n del esf¨¦rico.
Todo ello realizado sin la menor se?al de esfuerzo o de exagerada aplicaci¨®n. Soltaba la pierna y durante varias temporadas nadie consigui¨® soltarla igual. El tiempo ha mostrado, para dem¨¦rito del modelo, que otros jugadores imitan a determinados maestros pero Puskas no pudo imitarse.
Goleaba a la manera de un artesano tradicional, un operario con oficio profundo porque aun siendo un milagro la factura de sus goles, cualquiera pod¨ªa advertir que proced¨ªan de un aprendizaje aut¨®ctono y tradicional. Ning¨²n maestro fue superior a ¨¦l pero su maestr¨ªa pose¨ªa la densidad de lo bien aprendido y madurado.
Su muerte alude a un deterioro cerebral pero qu¨¦ otro destino pod¨ªa esperarse de un conspicuo profesional que se gastaba en la descarga de cada disparo. De hecho la lenta y continua p¨¦rdida de su vigor mental se vio temporalmente correspondida por un injusto olvido oficial. Fue, en fin, tan f¨¢cil quererlo que su nombre ha permanecido tan intacto como si ahora mismo pudiera saltar al campo y recibir el gran clamor. Porque Puskas hace tiempo que pas¨® de ser un nombre de jugador para hacerse la denominaci¨®n de un mito. Y hasta de un concepto.
Una pieza sin r¨¦plica en la historia del f¨²tbol y una figura que, sin sustituci¨®n alguna, ser¨¢ el testimonio directo del fin de una ¨¦poca. El final incluso de una era tan eximia en la historia madridista que cualquiera de lo ocurrido posteriormente ha de mirar hacia arriba para recibir una cabal informaci¨®n sobre entrega, competencia y honor.
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