Planeta de gigantes
Imponentes. Las monta?as atraen con su poder tel¨²rico. No siempre fue as¨ª. Durante siglos se las ignor¨® y despreci¨®. ?ste es un homenaje a los gigantes del planeta con dos miradas fascinantes: desde el cielo y desde la tierra, desde las impresionantes tomas de los sat¨¦lites y desde la admiraci¨®n del ge¨®logo
Feijoo escrib¨ªa en el siglo XVIII sobre las monta?as, con entera raz¨®n, lo siguiente: "?stas constan, por la mayor parte, de piedra; o por mejor decir, no son otra cosa, por la mayor parte, que unos grand¨ªsimos pe?ascos". Pero tambi¨¦n es cierto que son un paisaje no s¨®lo hecho de rocas, sino de ideas.
No siempre han tenido buen nombre las monta?as. Un escritor al que podr¨ªamos llamar g¨®tico, el Arcipreste de Hita, miraba la sierra de Guadarrama sin complacencia: "Siempre ha mala manera la sierra e la altura: / Si nieva o si yela, nunca da calentura; / En?ima de ese puerto, faz¨ªa orilla dura, / Viento con grand elada, ru?¨ªo con friura". En cambio, Michelet se refer¨ªa, en el siglo XIX, a la monta?a como una "iniciaci¨®n" en una experiencia y en una cultura, como integraci¨®n en un modo de civilizaci¨®n contempor¨¢nea. Media, pues, entre estas dos actitudes opuestas, la tradicional y la moderna, la del viajero obligado y la del viajero devoto, un proceso hist¨®rico de conquista mental de un paisaje.
En la Edad Media, las monta?as son percibidas con rechazo desde los llanos, y ellas mismas constituyen territorios sin apenas cultivo, despobladas, pobres y peligrosas. No est¨¢ elaborado un modelo cultural de su paisaje en el que inscribirlas o desde el que entenderlas, y a¨²n menos admirarlas. Su representaci¨®n no es habitual, y permanece simb¨®lica quiz¨¢ hasta la pintura italiana del siglo XV y la mirada viajera de Brueghel. Tal vez la literatura precedi¨® en este terreno a la pintura, aunque en contados autores. Sin embargo, las rutas sacras atraviesan los Alpes hacia Roma y los Pirineos hacia Santiago, pero si as¨ª ocurre es porque determinados itinerarios no pueden sortearlas. Y en ese camino constituyen pasos dif¨ªciles y temidos, reinos del fr¨ªo, puertos dif¨ªciles y tr¨¢nsitos arriesgados. Es cierto que, a pesar de todo, en una tradici¨®n universal se enclavan en sus alturas lugares sagrados, como el Sina¨ª, que en el pensamiento de Occidente remite no s¨®lo a la existencia de un ¨¢mbito prohibido y legendario, la altitud, sino, adem¨¢s, al valor de la peregrinaci¨®n con el ascenso hacia la virtud.
Tendremos que esperar al Renacimiento para ver surgir en Europa la primera mirada complaciente con conceptos humanistas y naturalistas en los que se expresan sus valores, como parte del descubrimiento en nuestra cultura de la belleza del paisaje natural. Una de las facetas m¨¢s divulgadas de ese nuevo sentimiento se ha personificado en Petrarca, quien expres¨® el goce del pensamiento en la naturaleza al sumar a su amor por los libros el placer de su estancia en montes, bosques y r¨ªos. Pero el relato de la ascensi¨®n a una cumbre que nos ha dejado Petrarca es m¨¢s bien una par¨¢bola para llegar a una lecci¨®n moral, sin vivencias de la monta?a ni descripciones del paisaje.
En el siglo XVII hay un declive en el inter¨¦s cultural por las monta?as, tal vez no s¨®lo por razones conceptuales, de costumbres o art¨ªsticas, sino por el incremento del rigor clim¨¢tico de los Alpes, es decir, de la monta?a donde se establece la ra¨ªz del canon paisaj¨ªstico, cuyo tiempo muy desapacible incluso dio lugar al crecimiento hist¨®rico de sus glaciares. Pese a ello, desde el XVIII hay un decisivo retorno: se dar¨¢ el reencuentro definitivo movido por un impulso de ideas que permite la progresiva acomodaci¨®n al medio por parte de los viajeros. Efectivamente, en el XVIII hay un resurgir firme de la mirada complaciente, primero a trav¨¦s de la raz¨®n ilustrada, poco despu¨¦s del sentimiento rom¨¢ntico y ambos frecuentemente mezclados. Sin las monta?as, expresi¨®n sustancial de ambos movimientos, no se les entiende bien. Y sin esta interpretaci¨®n cultural propia de la contemporaneidad, tampoco se puede entender correctamente a las monta?as. La percepci¨®n de la belleza y la valoraci¨®n natural de las monta?as no es, por tanto, un hecho intemporal, algo que siempre haya sido evidente. Al contrario, es un avance que se adquiri¨® hist¨®ricamente como un progreso cultural.
Los escritos de Scheuchzer son el arranque de ese movimiento cultural continuo desde 1708 y 1723, al sugerir ya la lectura directa del mundo en los Alpes, m¨¢s elocuentes que las cl¨¢sicas ense?anzas librescas, dentro de una propuesta general de la experiencia directa frente a la petrificaci¨®n del saber en las academias. Un poema de A. de Haller que se divulg¨® en 1732 fue muy influyente en la orientaci¨®n de los gustos culturales de su ¨¦poca hacia la naturaleza. Lo llamativo es que estos escritos permitieron descubrir paisajes que siempre hab¨ªan estado delante de los ojos. Hicieron visibles escenarios que las miradas pragm¨¢ticas no hab¨ªan dejado ver m¨¢s all¨¢ de la necesidad o del aprovechamiento.
Nadie duda de la importancia de Jean-Jacques Rousseau en la apertura del gran peregrinaje hacia los Alpes, en busca del paisaje, de las gentes y de la serenidad de esp¨ªritu. Pero Rousseau puso adem¨¢s la monta?a al servicio de sus teor¨ªas sociales. La monta?a est¨¢ al fondo como expresi¨®n de la naturaleza, como refugio y como albergue de una sociedad apartada, simple y honesta, que se expone como una isla o reserva de un ideal perdido en Europa, como la figura de una teor¨ªa. Las gentes ilustradas sintieron esta llamada a los Alpes, acudiendo no s¨®lo a un santuario de la naturaleza, sino de los hombres y de las ideas. En el albor del romanticismo, E. P. de Senancour, lector de Rousseau y de De Saussure, ser¨¢ adem¨¢s el primer gran int¨¦rprete literario del lenguaje cifrado de la monta?a alpina. En lo que hab¨ªa permanecido mudo expresa la voz de la armon¨ªa, y encuentra en los altos valles y en las vastas ruinas del invierno eterno, donde nada ha hecho el hombre, la ra¨ªz de lo verdadero. Ser¨¢ procedente llegar, a partir de tal declaraci¨®n, adonde todo dura, nieves, bosques y silencios; adonde nada se desea, ni se busca, ni se imagina fuera de la naturaleza.
Pero fue el descubrimiento de la alta monta?a, al lado mismo de los domesticados llanos europeos, lo que constituy¨® el encuentro radical de lo diferente, de un nuevo mundo suspendido en altitud, el paisaje estrictamente sublime. Fue Horace Benedict de Saussure, en sus viajes y primeras ascensiones al Mont Blanc (1786 y 1787), quien estableci¨® esta comunicaci¨®n mediante su proeza alpinista y sus escritos.
El Mont Blanc se convirti¨® en "la monta?a s¨ªmbolo" de esta ¨¦poca, es decir, de nuestros tiempos. S¨ªmbolo de un cambio del esp¨ªritu de los hombres y de la concordia entre la raz¨®n y la emoci¨®n. El desarme del mito geogr¨¢fico es rellenado entonces por una espl¨¦ndida valoraci¨®n cultural. En el Pirineo, la fundaci¨®n del sentimiento de la monta?a aparece, en seguimiento de la l¨ªnea alpina, con un singular grado creativo, en 1787 con Ramond de Carbonni¨¨res, continuador de Rousseau, de Goethe y de De Saussure. Ramond hizo un viaje a los Alpes en 1777 dentro de la pr¨¢ctica del helvetismo, que fue para ¨¦l inici¨¢tico, influy¨¦ndole de modo determinante y trasladando al Pirineo sus estilos.
En el monta?ismo naciente en la segunda mitad del siglo XVIII hay un ingrediente especialmente necesario y activo: la percepci¨®n del paisaje. No s¨®lo de modo intelectual, art¨ªstico o contemplativo, sino adem¨¢s en la acci¨®n. La participaci¨®n en el escenario incluso con los sentidos, oyendo, viendo, oliendo, tocando; transcurriendo por ¨¦l con esfuerzo y destreza; sintiendo fr¨ªo o calor, lluvia, viento, brisa o calma, es una experiencia, un ejercicio e incluso un proyecto que necesita imperiosamente del paisaje, pues se trata de recorrerlo. Todo ello va a contribuir a formar un cuerpo cultural nutrido por poetas, prosistas, pintores, compositores, cient¨ªficos y monta?eros, m¨¢s veces combinados que separados.
Y al exponer de un modo o de otro la alta monta?a, resaltan todos ellos el car¨¢cter identificativo de los glaciares como referencia paisaj¨ªstica y como s¨ªmbolo cultural. Lo glaciar ser¨¢ la sustancia de lo otro, lo distinto que ofrecen los paisajes de monta?a, lo identificativo, la identidad del Mont Blanc y, en consecuencia, de la monta?a s¨ªmbolo. Y por extensi¨®n creciente, de las dem¨¢s monta?as sucesivamente descubiertas para la acci¨®n, la geograf¨ªa y la cultura. Lo que hab¨ªa estado asociado a lo est¨¦ril, lo duro, lo incontrolable, alto y peligroso, a la cat¨¢strofe, con la Ilustraci¨®n y en todo el proceso que llega hasta hoy pasa a ser entendido, en un claro cambio de estima, como lo diferente, lo explorable, lo ind¨®mito y fuerte. Los glaciares -y con ellos la monta?a, la altitud- constituyen de este modo un nuevo elemento cultural de nuestros tiempos. Rebelarse contra las monta?as es tanto como rebelarse contra la cultura m¨¢s caracter¨ªstica de nuestros d¨ªas. Da?arlas es injuriar a nuestra civilizaci¨®n.
Entre nosotros, el sentimiento de la monta?a toma cuerpo moral, por un lado, con el renacimiento catal¨¢n de fines del siglo XIX, particularmente con Verdaguer, y por otro, con Giner de los R¨ªos y el movimiento pedag¨®gico de acercamiento a la naturaleza vinculado a la sierra de Guadarrama. Las sociedades excursionistas catalanas son las primeras en constituirse en Espa?a (desde 1876), y le parec¨ªan ejemplares a Giner de los R¨ªos. En la aportaci¨®n de la Renaixen?a, la monta?a pirenaica del Canig¨® (2.784 metros) ejerci¨® un papel simb¨®lico notable. Jacinto Verdaguer public¨® su poema Canig¨® (1885-1886) como himno de un reencuentro con la identidad. En Madrid, desde los altos de las Guarramillas contemplaba Giner el atardecer tras Siete Picos, "en el m¨¢s puro tono violeta, bajo una delicada veladura blanquecina?". "No recuerdo", escribe en 1886, "haber sentido nunca una impresi¨®n de recogimiento m¨¢s profunda, m¨¢s grande, m¨¢s solemne, m¨¢s verdaderamente religiosa". Poco despu¨¦s, el aspecto po¨¦tico del sentimiento de la monta?a adquirir¨¢ especial significado en Unamuno, como manifestaci¨®n intensa de una reciprocidad entre paisaje y esp¨ªritu.
Por eso, cuando hoy es vista la monta?a con una mirada amistosa, respetuosa y admirada, todo este patrimonio de belleza paisaj¨ªstica y refinamiento cultural se pone en movimiento. Pero cuando sube hacia ella en oleada el maltrato de los hombres, es evidente que tambi¨¦n hay, en n¨²mero y en vigor crecientes, quienes permanecen insensibles a sus valores reales y a los otorgados, o los posponen por motivos o intereses duros de calificar. Hay quienes emprenden el proceso de deterioro, quienes participan en ¨¦l y quienes se inhiben ante ¨¦l. El deterioro de un paisaje de tales calidades es ahora, por desgracia, el patr¨®n real m¨¢s fuerte que cubre, ensombrece o amenaza los paisajes de monta?a. Hay que decir que se sit¨²a en las ant¨ªpodas de su canon cultural. Por eso en cada caso concreto hay que dar con decisi¨®n los pasos que conducen a defenderlo. Uno de ellos es difundir la mirada civilizadora a la que pertenecen con hondura las monta?as.
Todas las im¨¢genes de este reportaje pertenecen al libro 'Monta?as desde el espacio. Picos y cordilleras de los siete continentes' (editorial Blume, www.blume.net), que ha salido a la venta este fin de semana en su versi¨®n en espa?ol.
La perspectiva del astronauta. Por Pedro Duque.
Es inevitable. Al ver estas im¨¢genes recuerdo lo que se ve desde la ventana de una nave espacial. Y lo primero que me viene a la cabeza es agradecer a la persona que las hizo que sacrificara su visi¨®n personal. Me explico: all¨ª arriba, o miras por la ventana, o sacas la foto. No hay una opci¨®n intermedia. A una velocidad de, m¨¢s o menos, 7,8 kil¨®metros por segundo, las oportunidades que se presentan no son muchas. Si prefieres plasmar la imagen, te quedas sin verlo. Adem¨¢s, no est¨¢s all¨ª arriba para mirar el paisaje, sino para trabajar.
Tengo algunas fotograf¨ªas hechas por m¨ª. Guardo alguna copia en casa, pero la mayor¨ªa est¨¢n en los archivos de la ESA y/o la NASA. Pero hacerlas durante un vuelo no es nada f¨¢cil. En el interior de la nave, la vida es igual que si estuvieras dentro de un reloj, y tienes que adaptarte al ritmo, no queda otra. Por eso, las fotos que guardo fueron hechas en dos minutos. Uno lo utilic¨¦ para preparar la c¨¢mara y mirar; el otro, para tomar las fotograf¨ªas. Y de nuevo surge la disyuntiva de hacer la foto o dedicar ese tiempo al disfrute de la visi¨®n personal. La ventaja es que, cada d¨ªa, la nave da 14 vueltas alrededor de la Tierra, y eso aumenta las posibilidades. Pero, repito, la velocidad es alta, y cuando te quieres dar cuenta, tu objetivo ya puede haber pasado.
Algo que desde arriba me dio mucha impresi¨®n, y que rara vez se ve en los libros, es la imagen de desastres. En el viaje que realic¨¦ entre octubre y noviembre de 2003 se pod¨ªan ver muchas y grandes humaredas en Estados Unidos. Eran los incendios que asolaron California. Tambi¨¦n hay otra cosa que me llam¨® mucho la atenci¨®n: la selva del Amazonas no se puede fotografiar de noche porque est¨¢ todo muy oscuro, pero en su interior se pueden ver multitud de peque?os focos. Sin embargo, de entre todas las im¨¢genes me quedo con la de un volc¨¢n que est¨¢ dentro de otro en las islas Kuriles. Es realmente impresionante.
Desde la nave, siempre est¨¢s pendiente de ver las zonas que conoces o en las que sabes que vive alguien conocido. Es inevitable acordarte de las personas que habitan en ese lugar, y eso es algo que emociona. Durante el viaje de octubre de 2003 estaba todo nublado en Espa?a y cre¨ªa que no iba a poder verla desde el cielo. Por fin, y hacia el final del viaje, se despej¨® y pude ver el cabo de la Nao. Me hizo mucha ilusi¨®n.
Durante el ascenso, tampoco hay mucho tiempo para observar. La primera ascensi¨®n se hace hasta los 200 kil¨®metros de altura; se tarda ocho minutos y medio en llegar. Desde esa posici¨®n se tiene una imagen relativamente cercana. Las nubes todav¨ªa se ven en tres dimensiones, y est¨¢n preciosas. En los lugares en los que hace calor -Filipinas, por ejemplo-, las nubes parecen campos llenos de hongos. Pero unos segundos m¨¢s tarde, ya puede haber una zona de nubes altas, planas, como un velo de novia. Con la marcha del sol llega la completa negrura. Si hay suerte se ver¨¢n las luces de las ciudades; si no, es un buen momento para divisar las estrellas. La nave Soyuz, en la que viaj¨¦ en octubre de 2003, giraba continuamente sobre su eje para mantener los paneles solares orientados. As¨ª, mirar por la ventana de la nave es como estar en uno de esos restaurantes giratorios que se instalan en lo alto de las torres.
La siguiente parada es a 400 kil¨®metros; ah¨ª el mundo ya parece mucho m¨¢s plano. Luego puedes llegar hasta los 550 kil¨®metros de distancia; desde all¨ª, el mundo se ve ya como una esfera sin relieve alguno. Seg¨²n vayamos consiguiendo que sea m¨¢s seguro y c¨®modo el despegue, recomiendo a todo el mundo que coja un cohete y lo compruebe por s¨ª mismo. Eso s¨ª, habr¨¢ que esperar a que bajen un poco los precios.
Al ver im¨¢genes tomadas desde el espacio se puede comprobar c¨®mo el ser humano se va comiendo la naturaleza. En algunas de las im¨¢genes se ven manchas verdes, pero se puede apreciar que est¨¢n aisladas. Esas manchas verdes ser¨¢n cada vez menores, hasta que lleguen a desaparecer por completo. Son bosques, y el motivo de ese progresivo deterioro no es otro que el ser humano. Precisamente, en mi nueva actividad, al frente de la empresa Deimos Imaging, uno de los objetivos es ¨¦se: utilizar los datos enviados por los sat¨¦lites para conocer mejor c¨®mo afectan los humanos a la Tierra. Las im¨¢genes que dejan son impresionantes, desde luego, pero lo bonito no es lo m¨¢s importante. Los sat¨¦lites se crean para caracterizar cada punto del mapa y el uso que se hace del mismo. Con esa informaci¨®n se pueden realizar estudios sobre c¨®mo y d¨®nde implantar mejor los cultivos o, yendo un poco m¨¢s all¨¢, predecir una hambruna o fiscalizar el uso de regad¨ªos de forma objetiva.
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