Llamadlo codicia
Desde que la palabra capitalismo desapareci¨® de la escena porque se impuso para todos la idea de que ¨²nicamente pod¨ªa haber capitalismo -y de que, por tanto, la palabra sobraba-, se ha hecho dif¨ªcil describir el af¨¢n m¨¢s o menos desmesurado de riqueza que se da en nuestra ¨¦poca. La cat¨¢strofe en el siglo XX de las utop¨ªas sociales formuladas en el siglo anterior no s¨®lo signific¨® la destrucci¨®n de millones de personas, sino que aparentemente dej¨® a la humanidad sin argumentos para enfrentarse al capitalismo, una organizaci¨®n nada ang¨¦lica del mundo pero, seg¨²n los indicios, la ¨²nica que encajaba con la condici¨®n humana, cuando menos en la ¨¦poca moderna.
No s¨¦ si esta posici¨®n es cierta o no. Algunos d¨ªas, m¨¢s optimistas, creo que no y otros, m¨¢s pesimistas, que s¨ª. A diferencia de lo que ocurr¨ªa hasta hace algunas d¨¦cadas, ahora existe un consenso muy extendido sobre el car¨¢cter imbatible del modelo capitalista, a menudo confundido con lo que reverencialmente llamamos la realidad. En suma: lo m¨¢s llamativo de la victoria de este modelo es que el capitalismo se ha vuelto literalmente innombrable.
Antes, hasta no hace mucho, se le nombraba, y no eran pocos, en los medios de comunicaci¨®n, en las universidades y, por supuesto, en los paisajes ideol¨®gicos de la pol¨ªtica, los que hablaban de sistema capitalista, beneficios capitalistas o explotaci¨®n capitalista. Ahora no, ahora no se le nombra. Sus apariciones en la prensa o en las aulas son escasas y en las ¨²ltimas confrontaciones electorales los candidatos de la izquierda, y ni siquiera los pocos comunistas que quedan, no se atreven a nombrar al Innombrable.
No es que yo sea nominalista, y d¨¦ una importancia m¨¢gica a los nombres, pero en este caso el victorioso autocamuflaje del capitalismo, y su transfiguraci¨®n en el Innombrable, ha tenido consecuencias avasalladoras en la vida social. Desde hace a?os hemos perdido la capacidad de bautizar unitariamente ciertas conductas perdiendo, por consiguiente, la posibilidad de una visi¨®n de conjunto sobre lo que sucede a nuestro alrededor. Los especialistas hablan, de tanto en tanto, de los asuntos de su especialidad, pero, como por definici¨®n no se nombra al Innombrable, toda la informaci¨®n por abundante y exacta que sea acaba extraviada en un laberinto sin sentido y sin salida.
Tenemos un maravilloso ejemplo de las virtudes evanescentes del laberinto cuando los medios de comunicaci¨®n y algunos pol¨ªticos revelan s¨²bitamente los denominados asuntos de corrupci¨®n. Es de agradecer que por fin se hagan p¨²blicos. Sin embargo, para que el ciudadano pudiera asomar la nariz fuera del laberinto, har¨ªan falta las revoluciones que no se producen y que siempre est¨¢n vinculadas a dos preguntas: ?de d¨®nde proceden aquellos asuntos?, ?ad¨®nde conducen?
Doy por seguro que estas revelaciones no van a producirse porque para que as¨ª fuera deber¨ªa nombrase de nuevo al Innombrable.
En cambio, como es f¨¢cil comprobar estos d¨ªas, s¨ª podemos citar con cierta generosidad la palabra corrupci¨®n. Y aqu¨ª empieza la trampa. De entrada el t¨¦rmino corrupci¨®n tiene m¨¢s connotaciones morales que estructurales. Por otro lado, no alude tanto al poder como a su compra por parte de elementos extra?os a ¨¦l. Es, en definitiva, una acci¨®n pasajera que pervierte el buen funcionamiento de las instituciones pero no se confunde con ellas. Desde el punto de vista de las palabras la corrupci¨®n es soportable porque, por grande que sea, es un acto acotado.
?Lo es? No es dif¨ªcil seguir determinadas pistas. Ahora, con unos diez a?os de retraso como m¨ªnimo, y en parte gracias a la alarma en la Comunidad Europea, algunos grandes corruptos han ocupado las portadas de los medios de comunicaci¨®n. Son personajes sobresalientes de la rapi?a que parecen salidos de sainetes m¨¢s bien macabros. Les ahorro los nombres porque ustedes ya los conocen. Uno es el "hombre m¨¢s popular de Espa?a"; otro es el que m¨¢s ha robado en el menor tiempo posible; otro es el que m¨¢s recalificaciones de suelo ha conseguido. Y as¨ª. Llam¨¦mosles los grandes corruptos, casi extravagantes en su frenes¨ª por el bot¨ªn.
No obstante, todos sabemos que para que haya corruptos tienen que actuar sus compa?eros inseparables, los corruptores. ?Qui¨¦n compra a los alcaldes y concejales para los grandes golpes de especulaci¨®n inmobiliaria? ?Qui¨¦n compra a ¨¦ste o aquel pol¨ªtico para obtener la informaci¨®n privilegiada? ?Qui¨¦n compra a tal o cual funcionario que facilita una vertiginosa apuesta en la Bolsa? Es dif¨ªcil de creer que en los diez o quince ¨²ltimos a?os la intimidad entre corruptos y corruptores haya encendido la luz roja que atrajera la mirada de jueces y periodistas. Pocos parecen haberla visto. Y era sencillo. Bastaba, por ejemplo, con coger el Euromed o dar un vistazo desde el coche en la Autopista del Mediterr¨¢neo para comprobar c¨®mo crec¨ªa la muralla de cemento que cerraba el mar.
Los c¨ªrculos conc¨¦ntricos alrededor de Madrid tampoco eran invisibles. ?Qui¨¦nes son estos corruptores que permanecen casi ocultos? Desde luego pueden ser lo que llamamos mafiosos. Este mismo peri¨®dico informaba de que actuaban en Espa?a entre 500 y 1.000 grupos mafiosos perfectamente organizados. Con 500 es suficiente para tener el engranaje de la corrupci¨®n ¨®ptimamente engrasado. Es evidente que la polic¨ªa y los jueces, si actuaran con diligencia, identificar¨ªan a muchos compradores de informaci¨®n y favores. Por una parte, las mafias extranjeras que se abren camino a tiros; por otra, las locales, aparentemente sin tiros pero con el aliento afilado y depredador del nuevo rico que a la postre resulta tan mortal como un disparo. A estos corruptores llam¨¦mosles mafiosos. F¨ªjense, sin embargo, que si seguimos la pista falta todav¨ªa el c¨ªrculo m¨¢s poderoso: el formado por los corruptores de los corruptores. Sabemos que existe pero nadie nos habla de ¨¦l. O quiz¨¢ s¨ª se habla de ¨¦l pero cr¨ªptica y elogiosamente. Es un problema de escala. A menor escala se es corrupto; a escala intermedia se es corruptor; a gran escala, cuando se llega a ser un corruptor, se alcanza el grado de condottiere, un se?or, sino de la guerra, s¨ª de las finanzas, alguien que ya est¨¢ situado por encima de toda sospecha y que puede adquirir, si lo desea, acciones de partidos pol¨ªticos, clubes deportivos y medios de comunicaci¨®n indistintamente. A los condottiere, hombres respetables, no se les cita en las p¨¢ginas de sucesos sino en las de econom¨ªa o sociedad, y siempre vinculados al bienestar del pa¨ªs. ?Han reparado hasta qu¨¦ punto los enigm¨¢ticos beneficios que se producen en la Bolsa y las nada enigm¨¢ticas ganancias de los bancos, magnitudes cada a?o m¨¢s obscenas, se nos presentan como los ¨ªndices m¨¢s indiscutibles de nuestra salud colectiva? Llegados a este paraje no tenemos respuesta. Para tenerla, y no andar siempre extraviados en el laberinto, deber¨ªamos poder nombrar, de nuevo, al Innombrable. Pero ya sabemos que esto es un tab¨² de nuestra ¨¦poca. Claro que siempre podemos volver a palabras m¨¢s cl¨¢sicas. Si no lo quer¨¦is llamar explotaci¨®n capitalista porque os tildar¨¢n de locos y trasnochados, llamadlo codicia.
Rafael Argullol es escritor.
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