?Muerta para nada?
Una tarde de octubre, son¨® el tel¨¦fono. Primero desde Mosc¨², luego desde Roma: Anna acababa de ser asesinada. Un d¨ªa nefasto para la humanidad. Un d¨ªa nefasto para Rusia. Un d¨ªa nefasto para Chechenia. Un d¨ªa nefasto para todos nosotros y para m¨ª, que era amigo suyo. Quiz¨¢ un buen d¨ªa para Putin, condecorado hace poco (a escondidas) con la Gran Cruz de la Legi¨®n de Honor por Jacques Chirac.
Anna Politk¨®vskaya era un ser excepcional, con un valor mental y f¨ªsico que cortaba el aliento. Y, como todas las personas heroicas, con una modestia y un humor asombrosos. Imaginen un paso confiado, un rostro de ¨¢ngel, una mirada luminosa disimulada tras unas gafas enormes, unas carcajadas comunicativas. Hab¨ªa perdido ya la cuenta de sus viajes de ida y vuelta entre Mosc¨² y Grozni (m¨¢s de 50), a pesar de las intimidaciones, las amenazas y los simulacros de ejecuci¨®n que adornaban sus desplazamientos. Quer¨ªa sacar a la luz todo el espanto que encontraba sin cesar en la guerra del C¨¢ucaso. Resist¨ªa bien ante el Kremlin, pero le dejaba sin respiraci¨®n y le repugnaba la indiferencia obscena de los pol¨ªticos occidentales. No escog¨ªa ning¨²n campo, aparte del de la verdad. Su horror ante la crueldad, fueran quienes fueran los autores, era uno e indivisible.
Su rectitud sin concesiones le hab¨ªa granjeado el afecto de la poblaci¨®n chechena. Negoci¨® la rendici¨®n de los que manten¨ªan capturados a los rehenes en el teatro Nordost de Mosc¨², pero se le adelantaron las "fuerzas especiales" que gasearon hasta causar la muerte a los desgraciados espectadores. En septiembre de 2004, volvi¨® a ofrecerse como intermediaria en Besl¨¢n, y entonces envenenaron su t¨¦ durante el vuelo Mosc¨²-Rostov. Aunque nunca se recuper¨® f¨ªsicamente de aquel envenenamiento, desech¨® sin contemplaciones tanto su fatiga como la advertencia criminal. Los ministerios relacionados con la seguridad y la defensa, nost¨¢lgicos del KGB, le profesaban un odio insaciable. La Duma la declar¨® "enemiga n¨²mero 1". Ella me confes¨®, con una sonrisa enternecedora, que sab¨ªa lo que le aguardaba. ?Y qu¨¦ hizo? Fundaciones de todo tipo le propusieron trabajar en Occidente, pero ella rechazaba siempre las invitaciones. Estaba empe?ada en "salvar el honor de Rusia". El martirio de Chechenia era una herida abierta, la negaci¨®n, purulenta y contagiosa, de lo que constituye desde hace tres siglos la grandeza de la cultura rusa, de sus poetas y sus escritores. Era ciudadana rusa y, como tal, se sent¨ªa responsable de los cr¨ªmenes cometidos en su nombre.
Cuarenta d¨ªas despu¨¦s de su asesinato -la duraci¨®n del duelo ortodoxo-, mientras un pu?ado de amigos encend¨ªa unas velas en su memoria, Anna parec¨ªa olvidada del gran p¨²blico, borrada del mapa. Los asesinos, recogidos en pleno trabajo por la c¨¢mara de vigilancia, se hab¨ªan disuelto en la naturaleza. Los rumores vagos y contradictorios ayudaban a enterrar su ejecuci¨®n en la larga lista, cada d¨ªa m¨¢s extensa, de cr¨ªmenes sin resolver. Los periodistas, financieros, pol¨ªticos y desconocidos ca¨ªdos bajo balas de encargo constituyen el d¨ªa a d¨ªa de la vida en Mosc¨², Petersburgo y toda la santa Rusia seg¨²n Putin, que declar¨®, con gran galanter¨ªa, que su compatriota asesinada a tiros ten¨ªa una importancia "insignificante". Apenas cerrado el ata¨²d, nuestro pat¨¢n favorito hinch¨® el pecho y tens¨® los m¨²sculos: prohibida en la televisi¨®n desde hac¨ªa varios a?os, excluida de las publicaciones de gran tirada, la v¨ªctima tuvo que prestar testimonio desde ultratumba, lejos de la larga mano del Kremlin. La olvidadiza opini¨®n p¨²blica internacional pareci¨® asumir la opini¨®n del zar del petr¨®leo y pas¨® a otros asuntos.
Han hecho falta otros 10 d¨ªas y la lenta agon¨ªa de Alexander Litvinenko en un hospital londinense para que la prensa recordara a la ejemplar periodista de Novaya Gazeta. El antiguo funcionario de los servicios secretos que denunci¨® en dos obras las maquinaciones de los jefes de la Lubianka (incluido Putin), estaba investigando los atentados, seguramente cometidos por la polic¨ªa, cuyas 300 v¨ªctimas en Mosc¨² justificaron la invasi¨®n de Chechenia, adem¨¢s del asesinato de Anna. Se gan¨® el derecho a la dosis letal, gracias a unos servicios secretos rusos especializados desde Stalin y Andr¨®pov en estos sabrosos c¨®cteles. Uno se los traga sin darse cuenta y termina, delante de todo el mundo, con unos sufrimientos terribles. Despu¨¦s de haber guardado vigilia junto a la cabecera de un cole-ga demasiado curioso, Anna sospechaba que los asesinos hab¨ªan cocinado astutamente las dosis para que la muerte se abriera paso en medio de espantosas torturas. El tiempo suficiente para que el dolor que se extiende por el sistema muscular y nervioso transmita a pr¨®ximos y lejanos una sana advertencia: ¨¦ste es el precio que se paga por meterse en el terreno de las autoridades. ?A buen entendedor, pocas palabras bastan! Esta terapia del ejemplo, me dec¨ªa Anna, es m¨¢s eficaz que cualquier fastidiosa advertencia.
?Por qu¨¦ ella era tan valiente? ?Por qu¨¦ afrontaba el supremo peligro? Por un orgullo intr¨¦pido: "Me niego a esconderme y esperar en mi cocina d¨ªas mejores". Y por una generosidad insaciable. En su ¨²ltimo art¨ªculo, esbozado en el ordenador y recuperado despu¨¦s de su muerte, escrib¨ªa: "He tomado la decisi¨®n deliberada de no detenerme en los 'alicientes' del camino que he escogido: el envenenamiento en el avi¨®n hacia Besl¨¢n, las detenciones, las amenazas enviadas por correo o a trav¨¦s de Internet, las promesas de muerte. Todo eso no me importa. Lo esencial es tener la oportunidad de hacer lo que considero fundamental. Describir la vida, acoger todos los d¨ªas en la redacci¨®n a visitantes que ya no saben d¨®nde acudir en su desgracia. Las autoridades les hacen pasearse de un sitio a otro, porque lo que les ocurre no encaja con las concepciones ideol¨®gicas del Kremlin, hasta el punto de que la historia de sus infortunios no puede aparecer en ninguna parte y s¨®lo se publica en nuestro peri¨®dico, Novaya Gazeta".
No obstante, tras la profesi¨®n de fe incandescente de una periodista que lleva al l¨ªmite su deontolog¨ªa y sobrepasa su oficio, yo observo m¨¢s cosas. En la precisi¨®n de su mirada y la exactitud quir¨²rgica de su estilo se atisba a la hermana peque?a de Ch¨¦jov, con quien a menudo se encuentra en el placer de la escritura. En el C¨¢ucaso norte, Anna descubri¨® algo m¨¢s grave que los desastres corrientes de un conflicto colonial: "Aqu¨ª se ha construido un mundo de una irracionalidad militar total, e incluso si la guerra terminara ma?ana -qui¨¦n sabe-, seguir¨ªa existiendo. Digan lo que digan los m¨¦dicos, los neur¨®logos y los psiquiatras sobre nuestras infinitas posibilidades, cada hombre tiene una resistencia moral limitada, m¨¢s all¨¢ de la cual se abre un abismo personal, que no es necesariamente la muerte. Puede haber situaciones peores, como que uno pierda por completo su humanidad en respuesta a todas las abominaciones de la vida. Nadie puede saber de qu¨¦ ser¨ªa capaz en una guerra".
Anna me dec¨ªa: no se trata s¨®lo de la infinita desgracia de los chechenos, sino de nosotros, los rusos, y de vosotros, los occidentales pr¨®speros pero ciegos. La barbarie despiadada es un c¨¢ncer cuyas met¨¢stasis -corrupci¨®n, arbitrariedad, brutalidad- alcanzan a Mosc¨², San Petersburgo y los ambientes cerrados de la miserable provincia rusa. Mi pa¨ªs no es una dictadura africana o latinoamericana cualquiera, es un miembro permanente del Consejo de Seguridad, la segunda potencia termonuclear, un traficante de armas gigantesco, un incre¨ªble productor de gas y petr¨®leo. Los due?os del Kremlin tienen una capacidad asombrosa de hacer da?o, y la ejercen sin inmutarse por escr¨²pulos ni pudores. El calvario de los chechenos no es m¨¢s que el primer paso y el ejemplo perif¨¦rico de sus facultades. He visto c¨®mo desaparec¨ªan nuestras escasas libertades, c¨®mo la autocracia ahogaba una opini¨®n p¨²blica incipiente y c¨®mo se entregaba el pa¨ªs a una anarqu¨ªa mafiosa y burocr¨¢tica en la que los conflictos de intereses se solucionan a tiros o, en el mejor de los casos, mediante encarcelamientos arbitrarios. V¨¦ase el caso de Jodorkovski.
En mi opini¨®n, la fuerza de Anna, el secreto de ese valor inflexible, resid¨ªa en que no disimulaba nunca, ni ante s¨ª misma ni ante los dem¨¢s, su extrema fragilidad. Se adivinaba vulnerable, pero sab¨ªa que el mundo no era menos mortal que ella, y s¨ª, desde luego, m¨¢s cobarde. Anna-Cassandra hab¨ªa descubierto en la guerra de Chechenia la sima en la que cae la sociedad rusa. Cuando la censura se instala en el esp¨ªritu de cada individuo, el ciudadano regresa a la larga tradici¨®n de sumisi¨®n, mientras que los amos del Estado vuelven a sentir que tienen un gran margen de maniobra, incontrolados en el interior y escasamente vigilados desde el exterior por una comunidad internacional complaciente. Anna no present¨ªa s¨®lo la proximidad de su propia muerte, analizaba un peligro sin fronteras que pone nuestra supervivencia a merced de la buena voluntad y los malos deseos de pol¨ªticos, gusanos y cretinos, que en Mosc¨² encarnan todo el poder y toda la molestia.
?Acaso Anna Politk¨®vskaya muri¨® para nada? Anna hizo sonar la alarma para que el mundo democr¨¢tico se enterara y reaccionara. Los responsables que controlan el buen y el mal tiempo en Europa occidental han decidido apoyar el ego¨ªsmo de Vlad¨ªmir Vladimirovitch. Este antiguo oficial de la Gestapo sovi¨¦tica (KGB) saca pecho vestido de "dem¨®crata de pura raza" para Schroeder (el ex canciller de Alemania, nuevo empleado de Gaz-prom), que le asegura su amistad irrenunciable. El presidente de Francia, por su parte, no parece estar arrepentido de haber colocado la m¨¢xima condecoraci¨®n de la Rep¨²blica en el pecho de Putin. Ninguno de los dos, ninguno de otros como ellos, ha metido nunca la nariz en los escritos de Anna Politk¨®vskaya, asustados de que haya muerto por descubrir las verdades pestilentes.
?Muerta para nada? Muerta por nosotros. Nosotros, los occidentales, que no hemos sabido leerla ni protegerla. Esa nada por la que Anna dio su vida somos nosotros. Receptiva al dolor de los oprimidos, inaccesible a la corrupci¨®n, glacial ante nuestros compromisos, Anna fue y sigue siendo el faro. Por encima de los honores, el dinero y la carrera, un deseo de verdad a toda costa.
En la primavera pasada, cuando la vi por ¨²ltima vez, Anna me dijo: "Si me matan, no investigues, el responsable est¨¢ en el Kremlin". El 23 de noviembre de 2006, Alexander Litvinenko desliz¨® con un ¨²ltimo aliento: "Los cabrones me han pillado, pero no podr¨¢n pillarnos a todos". Depende de nosotros.
Andr¨¦ Glucksmann es fil¨®sofo franc¨¦s. Traducci¨®n de Mar¨ªa Luisa Rodr¨ªguez Tapia.
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