Virtudes de un vejestorio
No hay congreso de editores ni feria de tecnolog¨ªa en donde no se anuncie, desde hace unos a?os, la muerte del libro, ese vejestorio, en su forma tradicional, y su sustituci¨®n por artilugios de nueva generaci¨®n. Durante los congresos profesionales, los editores hemos tenido que escuchar numerosas conferencias en las que, so pretexto de darnos informaci¨®n acerca de las tecnolog¨ªas m¨¢s avanzadas, sucesivos directores comerciales de ¨¦sta o aquella empresa (ll¨¢mense Microsoft, Sony o lo que sea) nos vend¨ªan, con una elocuente perorata en tono de predicador, el S¨¦ptimo o Noveno Advenimiento, dicho de otro modo el triunfo definitivo del as¨ª llamado "libro" electr¨®nico. Un invento que, por cierto, a estas alturas ya ha vivido varios avatares, todos ellos definitivos, aunque a la postre acabe resultando que no lo son tanto.
La historia que nos contaban viene a ser siempre m¨¢s o menos la misma, y dice que los avances en la digitalizaci¨®n por un lado y en la imitaci¨®n de la claridad de lectura por otro, ya han alcanzado su c¨¦nit, y que por lo tanto la desaparici¨®n del libro convencional es cuesti¨®n de d¨ªas. Los pacientes editores terminamos, tras escuchar tan buenas nuevas, ech¨¢ndonos las manos a la cabeza y llorando por nuestro oficio en su forma conocida (libresca, pero de papel), pues los profetas de la tecnolog¨ªa seguramente llevan raz¨®n, y nos quedan apenas unos d¨ªas de dolorosa agon¨ªa. Somos tan anticuados como los objetos que producimos, como los lugares donde se venden esos objetos.
Tambi¨¦n en las ferias tecnol¨®gicas se muestra o se anuncia cada a?o una forma m¨¢s perfeccionada del mismo artilugio, ese libro electr¨®nico que barrer¨¢ de una vez por todas con lo que sus enemigos llaman el "libro de papel", pero que nosotros, la gente de la edici¨®n, seguimos llamando libro a secas. Miramos horrorizados, o tocamos con repel¨²s, uno de esos cacharros, siempre de pl¨¢stico y con pantallas en donde la imitaci¨®n del blanco del papel y la fijeza de los tipos impresos, y hasta el movimiento de la hoja al pasar p¨¢gina, alcanza, ciertamente, grados de perfecci¨®n cada vez m¨¢s elevados. Y acabamos pensando si no acabar¨¢ cumpli¨¦ndose la profec¨ªa.
Con la muerte del libro impreso en papel y encuadernado en r¨²stica o tapa dura, se nos anuncia tambi¨¦n, aunque no se mencione, la muerte de las librer¨ªas y, de rebote, como quien no quiere la cosa, todos intuimos que ese desastre traer¨¢ consigo un efecto colateral comparable al que ha padecido la industria del disco desde la invenci¨®n de las descargas con MP3, a saber una grave amenaza contra los derechos de autor.
En el ordenador de mano m¨¢s sencillo, tenemos un antecesor algo pedestre de esa cosa digitalizada y electr¨®nica que nos prometen. Si abro mi rudimentaria agenda electr¨®nica puedo, si quiero, leer The Last Mohican en la versi¨®n original inglesa. No se me ha ocurrido hacerlo. Sin embargo, tanto yo como mis dem¨¢s colegas editores sabemos desde hace tiempo lo que es leer en la pantalla de nuestro port¨¢til o nuestro ordenador de sobremesa originales enteros cuyo agente literario acaba de remitirnos por correo electr¨®nico al tiempo que nos alertaba de que la subasta de los derechos iba a empezar en veinticuatro horas.
De modo que poder, se puede. Pero una cosa es leer a trotacaballo obligados por nuestra profesi¨®n, y otra muy distinta leer como lee el com¨²n de los mortales. En este mundo apresurado y altamente competitivo en el que vivimos, los editores a veces no tenemos tiempo ni siquiera para imprimir el reci¨¦n llegado y supuestamente importante manuscrito en una l¨¢ser. Pero nadie en su sano juicio querr¨ªa leer as¨ª pudiendo hacerlo de otra manera, con la comodidad y claridad y relajo que permiten el papel impreso y las p¨¢ginas encuadernadas.
En cualquier caso, los dos elementos b¨¢sicos de la innovaci¨®n, a saber el escaneado de p¨¢ginas y la digitalizaci¨®n de textos por un lado, y los ordenadores con imitaciones m¨¢s o menos plausibles del libro o de la p¨¢gina, ya est¨¢n aqu¨ª. En un anuncio de Sony que veo cada semana en la versi¨®n digital de The New York Times Books Review, el fabricante de esa maquinita alardea de que en su memoria es posible almacenar los textos de una biblioteca privada entera, cosa que no dudo. Pero tambi¨¦n dice que la pantalla logra un efecto que es "casi como
papel", cosa que me permito en cambio poner totalmente en duda.
Mucho me temo que, mientras no puedan decir que el efecto es "mejor que el papel", los libros electr¨®nicos lo van a tener crudo. De manera que lo sorprendente es que ese viejo objeto anticuado que es el libro resista durante tantos a?os, y que con ¨¦l resistan tambi¨¦n esas otras instituciones no menos anticuadas que son las librer¨ªas. Por fortuna, el anteproyecto de Ley del Libro que pronto discutir¨¢n las Cortes mantiene el precio fijo, que es la salvaci¨®n del libro y, de paso, del editor y de la librer¨ªa tradicionales.
Por el momento, son muy escasos los lectores dispuestos a renunciar a ciertas cosas que han acompa?ado durante a?os a la lectura, elementos tales como la claridad y la fijeza sin vibraciones de las letras impresas sobre el blanco de la p¨¢gina, la sensualidad del tacto del papel, o incluso el olor a tinta, por no hablar de las c¨®modas encuadernaciones que permiten que actualmente s¨®lo se caigan los pliegos de los libros fabricados con taca?er¨ªa. Se dir¨ªa, por ahora, que el libro goza de buena salud a pesar de las amenazas. Pero, ?por cu¨¢nto tiempo?
Hay otro aspecto de los avances tecnol¨®gicos que parece incluso m¨¢s preocupante, y que recuerda la grave crisis que introdujo en el mundo del disco la invenci¨®n del MP3. El lobo va a por Caperucita esta vez a trav¨¦s de un elemento consustancial al libro: los derechos de autor. El disfraz no puede ser mejor, y me recuerda la ret¨®rica democr¨¢tica ("les vamos a liberar de un dictador") con la que el presidente Bush j¨²nior defendi¨® la invasi¨®n de Irak. La idea no puede ser m¨¢s bella, m¨¢s digna del esp¨ªritu de la Ilustraci¨®n: pongamos todos los libros del mundo al alcance de todo el que quiera leerlos. La iniciativa es de Google, pero tambi¨¦n la Comunidad Europea ha aprobado directrices en este sentido, y ya sabemos que la Ley espa?ola del Libro se est¨¢ poniendo al d¨ªa antes de su tr¨¢mite parlamentario.
?Y qui¨¦n puede discutirles a Google, la UE y al Gobierno del PSOE su generosidad? Sin embargo, hay momentos en que uno piensa que el proyecto Google Book Search es tan democr¨¢tico, digamos, como la llamada Revoluci¨®n Cultural, que tampoco cre¨ªa bueno que los autores se lucraran con los derechos de sus obras, pues el pueblo estaba hambriento y hab¨ªa que abrir los graneros de las artes literarias, el pensamiento y los conocimientos a todo el mundo, y a cambio de nada. Quiero con ello decir que hay precedentes de generosidades inmensas que no produjeron ni m¨¢s lecturas ni m¨¢s pensamiento, sino m¨¢s bien todo lo contrario. Como dijo hace unos meses en Barcelona el agente literario Andrew Wiley, con ocasi¨®n del simposio acerca de "Los futuros de la industria editorial" (cuyos trabajos se han recogido ahora en un libro editado por el Ayuntamiento de esa ciudad): "Mientras estamos en esta sala est¨¢n siendo escaneadas las bibliotecas de las universidades de Stanford y de Michigan, y seguir¨¢n la de Harvard, y la Biblioteca P¨²blica de Nueva York y la Bodleyana de Oxford. Se est¨¢n escaneando de forma indiscriminada obras libres de derechos, obras agotadas pero con derechos, y obras con derechos y en circulaci¨®n".
El riesgo es claro: si los textos se fotocopian, se escanean (o se piratean, cual es costumbre inerradicable en Am¨¦rica Latina), y se reproducen sin que nadie pague un canon, unos royalties, etc¨¦tera, por el uso de esos textos, los derechos de propiedad intelectual, que son inalienables y s¨®lo pueden ser del autor, est¨¢n expuestos a convertirse en un chiste barato e infame. Sin la debida protecci¨®n de los derechos de autor, ¨¦ste no podr¨¢ vivir de lo que escribe y, por lo general, escribir¨¢ menos y en condiciones peores. Y, naturalmente, la industria editorial acabar¨¢ hundida, a no ser que un invento ulterior, alguna clase de iPod del libro, tal como el propio Wylie insinuaba en la misma conferencia, llegue a salvarla como el invento de Apple ha salvado, tard¨ªa y s¨®lo parcialmente, a las discogr¨¢ficas.
No es de extra?ar que los libreros, sobre todo aquellos cuyos comercios tradicionales venden libros exclusivamente (a diferencia de las grandes superficies, que usan los libros como cebo), hayan manifestado mayoritariamente su oposici¨®n frontal a la seudodemocracia que trata de imponer Google, de la misma manera que han luchado en contra de la desaparici¨®n del precio fijo, que en Gran Breta?a ha puesto la industria editorial en manos de dos cadenas de librer¨ªas, seg¨²n me cont¨® horrorizado Salman Rushdie durante su visita a Espa?a de hace un a?o.
Hay libros malos, libros tontos, libros idiotas y libros perversos. Hay libros buenos, libros inteligentes, libros divertidos. Es la pluralidad del pensamiento, y la pluralidad de los libros, lo que mantiene en pie la civilizaci¨®n. Todo atentado contra esa diversidad es, por tanto, deplorable, incluso cuando se realiza bajo la sobrepelliz del progreso tecnol¨®gico y la supuesta democratizaci¨®n del saber.
Enrique Murillo es editor y escritor.
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