Amor y maracas
La banda sonora de nuestros viajes familiares siempre fue la misma: unos violines en tr¨¦molo y un fondo de maracas del que de repente brotaba una voz que no se hab¨ªa curado de un resfriado, que en un acento suave y meloso que recordaba al chocolate nos hablaba de amores de color sepia y flores marchitas. Mis padres guardaban aquella voz en una casete hecha a?icos, cuya inscripci¨®n a bol¨ªgrafo alguna vez hab¨ªa pretendido se?alar el nombre de un disco y un int¨¦rprete, pero que el continuo trasiego de casa al coche y el viaje de mano en mano hab¨ªan convertido en un desorden de signos borrados sobre la arena. La voz, tal y como la recuerdo ahora, est¨¢ contaminada de olor a caf¨¦ y de esa tonalidad casta?a que tienen las tardes de invierno cuando las nubes son respetuosas: regresamos del campo o la playa en el viejo Renault 7 cuyas chapas hoy deben de techar una chabola, pap¨¢ fuma en el asiento de delante mientras mi hermana deja caer su cabeza sobre mi hombro y mam¨¢ menciona la ba?era o el pijama; ma?ana sabe a colegio y al fastidio de abrir los libros de texto, y a lo lejos se insin¨²an, como la salida de un t¨²nel, esas vacaciones que nos permitir¨¢n llenarnos las piernas de postillas correteando por las aceras. Y la voz sigue desliz¨¢ndose sinuosamente desde los altavoces situados detr¨¢s de nosotros, mencionando amores irrompibles como las mamparas de los bancos, amores puros y p¨¢lidos del color de las gardenias, de esos que exaltan las a?ejas pel¨ªculas en cinemascope que ponen los s¨¢bados por la tarde despu¨¦s de los dibujos animados y que mis hermanos y yo a¨²n no podemos comprender. Con el tiempo, comprobaremos que ese tipo de pasi¨®n inoxidable no tolera la escarcha ni los desenga?os de la realidad, donde siempre hace demasiado fr¨ªo, y que es preferible preservarla en discos y salas de cine como en un invernadero, a salvo de las inclemencias de la meteorolog¨ªa. El amor siempre es perfecto cuando no nos tiene por protagonistas.
Acaba de inaugurarse en Sevilla un monumento del color del cacao a aquel remoto cantor de los sentimientos sin fisuras. Antonio Mach¨ªn posa sobre un pedestal, con su impecable chaqueta cruzada, mientras las manos han quedado congeladas en el acto de empu?ar las maracas y los ojos contemplan la Capilla de los ?ngeles apostada a su izquierda. En cierta novela de Nabokov, un personaje aventura que la m¨²sica es un arte traidor: que nos convence de ideas que no compartir¨ªamos en absoluto en estado sobrio y que nos hace extra?ar paisajes que jam¨¢s hemos contemplado. Las canciones de amor, las canciones de Mach¨ªn, vuelven nuestro coraz¨®n un fruto m¨¢s inmaduro e ingenuo, que a¨²n aguarda a ser arrancado del ¨¢rbol por una mano que no s¨®lo pretenda exprimirlo. Ciertamente, como afirmaba aquel fil¨®sofo, no toleramos el exceso de realidad; preferimos cerrar los ojos a la inminencia del divorcio y al hecho de que apenas conocemos a una pareja que se soporte la mirada despu¨¦s de cuarenta a?os de compartir mantel para confiar en estas letras trufadas de promesas solemnes y de lealtades que no sofoca ni el m¨¢rmol de las tumbas. En esas canciones no comparecen el mal aliento, los rulos, las arrugas que comienzan a cuartear las mejillas ni las estrecheces para llegar a fin de mes; el amor, pasi¨®n adolescente donde las haya, prescinde suicidamente de las aristas m¨¢s afiladas de los objetos y se queda s¨®lo con el algod¨®n, el forro de raso y el olor a suavizante sobre el vell¨®n de la toalla. Y sin embargo, tal vez resulte beneficioso que sea as¨ª y que de vez en cuando una locura transitoria nos haga creer que el mundo se parece m¨¢s al pijama reci¨¦n lavado que al traje de buzo donde uno apenas puede moverse: de lo contrario, no escasear¨ªan ocasiones en que a duras penas contar¨ªamos con fuerzas para abrir la persiana del dormitorio. Entiendo que esta estatua de bronce elevada en uno de los barrios de Sevilla homenajea algo m¨¢s que la voz nasal de las casetes de mis padres: es un monumento a la esperanza en el otro, a la solidez de un ma?ana que no existe, una invitaci¨®n a emprender el camino sin preocuparse de que en alg¨²n momento una zanja pueda impedir el avance. Por eso son necesarios la religi¨®n y el arte: nos hacen creer.
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