Madame Voltaire
Si la vida de los humanos se midiera en siglos y no en raqu¨ªticas d¨¦cadas, el 17 de diciembre cumplir¨ªa trescientos a?os Gabrielle-?milie Le Tonnelier de Breteuil, que fue por matrimonio marquesa de Ch?telet. ?Y tantas otras cosas! Pero ante todo, por encima de todo, contra todo, se dedic¨® a la filosof¨ªa y no al prejuicio, a la ciencia y no a la superstici¨®n, a la pasi¨®n y no a la gazmo?er¨ªa, al juego y no a la oraci¨®n, a la felicidad y no al renunciamiento. No se entreg¨® al confesor ni a la familia, sino a Voltaire. Y cuando a?os despu¨¦s comprob¨® que el enciclopedista, adem¨¢s de descuidarla por otras, ya flaqueaba a la hora sagrada del empuje er¨®tico, se busc¨® un amante joven y vigoroso, incluso demasiado vigoroso quiz¨¢s. Hizo bien, que caramba: chapeau!
Todo le interesaba, desde los estudios b¨ªblicos a las matem¨¢ticas o el teatro. Y, por supuesto, la m¨²sica
El lector que se interese por esta mujer genial debe leer su Discurso sobre la felicidad
Han pasado tres siglos y hoy abundan las mujeres -no tantas como podr¨ªa suponerse, desde luego, pero hay bastantes- que llevan sin especial alharaca vidas razonablemente semejantes a la de Madame de Ch?telet. Seguramente no traducen la Eneida ni comentan a Newton, no discuten de f¨ªsica con los mayores sabios de la ¨¦poca mientras se codean con pr¨ªncipes y se acuestan con duques, pero se las apa?an bastante bien para ser cultas y libres. En los d¨ªas de la divina ?milie, estos comportamientos eran mucho m¨¢s ins¨®litos e improbables. Ella fue pionera. Adem¨¢s de a su talento y su coraje intelectual, se lo debi¨® a su padre: el bar¨®n de Breteuil, un viejo diplom¨¢tico que la educ¨® como a un var¨®n en cuanto se dio cuenta de que era m¨¢s lista que casi todos los varones que conoc¨ªa. La misma ?milie reivindic¨® a?os m¨¢s tarde ese derecho a la educaci¨®n: "Si yo fuera el rey, reformar¨ªa un abuso que condena por as¨ª decir a la mitad del g¨¦nero humano... Har¨ªa participar a las mujeres en todos los derechos de la humanidad y sobre todo en los del intelecto... Estoy persuadida de que muchas mujeres o ignoran sus talentos, por el vicio de su educaci¨®n, o los esconden por prejuicio y falta de coraje en su esp¨ªritu". De modo que ?milie aprendi¨® lat¨ªn, italiano e ingl¨¦s. Todo le interesaba, desde los estudios b¨ªblicos hasta las matem¨¢ticas o el teatro. Y tambi¨¦n por supuesto la m¨²sica, para la que estaba bien dotada: en las reuniones sociales, a la menor provocaci¨®n, cantaba las arias de Iss¨¦ con indudable excelencia.
A los diecinueve a?os la casaron con Florent Claude, marqu¨¦s de Ch?telet, y tuvo suerte otra vez. El marqu¨¦s era un militar simple pero tolerante, que admiraba sinceramente a su mujer y pronto le concedi¨® toda la libertad que en la ¨¦poca era compatible con el buen tono. Adem¨¢s era gallardo y apasionado, cosa que su mujer apreci¨® al principio en todo su valor. ?milie hablaba de ciencia o filosof¨ªa con los hombres sabios, pero con otros que no lo eran tanto tambi¨¦n encontraba formas placenteras de relaci¨®n. Al marqu¨¦s le dio un heredero y una hija, en r¨¢pida sucesi¨®n, de los que se ocup¨® sin entusiasmos maternales desbordantes pero sin descuido: la marquesa se esforz¨® siempre por compaginar deber y placer, con mejor o peor fortuna. ?No he dicho ya que era sabia? Pues lo fue, sin duda, no s¨®lo cultivada o lista. En sus aposentos nunca faltaban cuatro o cinco mesas cubiertas de libros abiertos, infolios, apuntes, c¨¢lculos... cada una de ellas dedicada a uno de los estudios que ten¨ªa en marcha. En todos sus retratos famosos (el de Choisel, el de Marianne Loir...) aparece con el comp¨¢s en la mano. Tradujo La f¨¢bula de las abejas, de Mandeville, y escribi¨® un libro de divulgaci¨®n, Instituciones de f¨ªsica, para su hijo de doce a?os, en el que combina la metaf¨ªsica de Leibniz con las nuevas ideas de Newton. ?Ah, c¨®mo se resist¨ªan a las ideas de Newton los acad¨¦micos franceses! Opon¨ªan los torbellinos de Descartes a la acci¨®n a distancia y malentend¨ªan el resto. La marquesa, defensora elocuente de las novedades newtonianas, polemiz¨® sobre las "fuerzas vivas" con el secretario de la Academia de Ciencias, un soberbio pelmazo llamado Dortous de Mairan. ?Ella, una simple mujer, que por tanto no pod¨ªa entrar en la docta casa! El doctor Dortous trat¨® de apabullarla con mucho desd¨¦n y pocos argumentos desde su elevado cargo, recibiendo el inequ¨ªvoco revolc¨®n por parte de su adversaria, que le pulveriz¨® tras advertirle, memorablemente, al comenzar su respuesta: "Yo no soy secretario de la Academia, pero tengo raz¨®n, que es algo que vale m¨¢s que todos los t¨ªtulos...".
Entonces, lleg¨® Voltaire. Ella
le admiraba desde tiempo atr¨¢s, disfrutaba con su teatro (por dif¨ªcil que hoy pueda parecernos) y ve¨ªa desde lejos el fulgor de su encanto social, nimbado por el esc¨¢ndalo de los devotos y el desd¨¦n de la nobleza chapada a la antigua. Despu¨¦s se encontraron en la ?pera, una amiga servicial prepar¨® una cena ¨ªntima y a partir de ah¨ª, el uno para el otro... sin dejar de ser cada cual para s¨ª mismo, desde luego. ?milie ten¨ªa veintiocho a?os, Voltaire cuarenta. En el castillo familiar de Cirey se prepararon un refugio de estudios y amores, con la ben¨¦vola comprensi¨®n del tolerante marqu¨¦s. ?Compart¨ªan tantas cosas! Ambos apenas com¨ªan, les bastaba con dormir tres horas, pero no paraban de charlar (a menudo en ingl¨¦s, para guardar sus secretos), disfrazarse para hacer teatro, leer a los cl¨¢sicos y sobre todo a los modernos, hacer experimentos de f¨ªsica y qu¨ªmica, criticar a los pedantes y coquetear con todo el mundo. Voltaire la admiraba, de eso no cabe duda: nunca tuvo un amigo m¨¢s inteligente ni mayor complicidad con nadie. Tambi¨¦n sent¨ªa algo as¨ª como una rara ternura (?¨¦l, tan seco, tan c¨¢ustico!) por su lado convencionalmente femenino, aficionada con exageraci¨®n a las joyas, perifollos y potingues de maquillaje. La llamaba "Madame Newton-Ponp¨®n", a la vez la m¨¢s erudita de la clase y la que so?aba con que todos los chicos la sacasen a bailar. Cuarenta a?os m¨¢s tarde, en su dormitorio de Ferney, a la cabecera de su cama, el gran iconoclasta s¨®lo ten¨ªa como estampa que velase su sue?o el retrato de la marquesa de Ch?telet.
En dos cosas, empero, difer¨ªan
sustancialmente y ambas eran pasiones de ?milie no compartidas por Voltaire. Primero, la afici¨®n al juego de naipes, que estuvo a punto de arruinarla m¨¢s de una vez y que a ¨¦l le parec¨ªa una p¨¦rdida de tiempo pero sobre todo de dinero (Voltaire ten¨ªa muy desarrollado el instinto comercial). Y desde luego la entrega al arrebato er¨®tico, que en ella era una vocaci¨®n desbocada y en ¨¦l s¨®lo una serie de amables pasatiempos. En su Discurso sobre la felicidad, ?milie defiende ambos arrebatos precisamente por su car¨¢cter de desbordamiento emocional: "Pasiones tendr¨ªamos que pedirle a Dios si nos atrevi¨¦ramos a pedirle alguna cosa... Supongamos, por un momento, que las pasiones hagan a m¨¢s personas desgraciadas que felices; digo que, aun as¨ª, seguir¨ªan siendo deseables, porque es la condici¨®n sin la cual no se pueden gozar grandes placeres; y no merece la pena vivir si no es para tener sensaciones y sentimientos agradables; y cuanto m¨¢s vivos son los sentimientos agradables, m¨¢s felices somos". De modo que cuando se convenci¨® de que Voltaire, pese a su tierno afecto, le hac¨ªa menos caso que a Federico de Prusia (que cuando invitaba al fil¨®sofo especificaba que fuera solo: en Sans-Souci no entraban ni curas ni mujeres) o a su lasciva sobrina Madame Denis, comprendi¨® que hab¨ªa que buscar la pasi¨®n en otro lado. Y as¨ª llega a su vida Saint-Lambert, diez a?os m¨¢s joven que ella, un pisaverde bonito al que se entrega con un entusiasmo amoroso que primero le halaga y luego le asusta. Para colmo, el muy torpe la deja embarazada. A su edad, en aquella ¨¦poca, es mal asunto. Sin embargo guarda para ella sus peores presagios y se apresura a acabar su magna traducci¨®n comentada de los Principia, de Newton. En septiembre de 1749 da a luz una ni?a perfectamente sana, pero ella muere de fiebre puerperal dos d¨ªas despu¨¦s, a punto de cumplir los cuarenta y tres a?os.
El lector que se interese por esta mujer valerosa y genial debe leer su Discurso sobre la felicidad. La edici¨®n en castellano de Isabel Morant (editorial C¨¢tedra, colecci¨®n Feminismos, 1996) cuenta con una excelente introducci¨®n y va seguida de una selecci¨®n de su correspondencia. Este a?o, la editorial Nivola ha publicado una breve biograf¨ªa con simp¨¢ticas ilustraciones, pensada para un p¨²blico adolescente como cualquiera de nosotros, escrita por ?lisabeth Badinter y Jacqueline Duh¨¦me: Las pasiones de ?milie. Yo he tomado prestado el t¨ªtulo -llamativo pero algo reduccionista- de este art¨ªculo a Gilbert Mercier, autor de la biograf¨ªa (ligeramente) novelada Madame Voltaire, editorial de Fallois, Par¨ªs, 2001. Por lo dem¨¢s, la recuerdo -es decir, imagino que la recuerdo- cualquier noche en sus aposentos de Cirey, trabajando comp¨¢s en mano y pluma de oca en ristre a la luz temblona de los candelabros. En su dedo anular lleva la sortija de cornalina cuya piedra cede a una peque?a presi¨®n para descubrir el min¨²sculo retrato secreto, que primero fue el del marqu¨¦s de Ch?telet, luego el del conde de Gu¨¦briand (por cuyo abandono estuvo a punto de suicidarse), m¨¢s tarde el del sabio Maupertuis, y el del duque de Richelieu, y sin duda el de Voltaire, desplazado luego por la efigie del fatal Saint-Lambert... Lances del coraz¨®n, que nos hacen a la par felices y desdichados. Pero, frente a ella, esta madrugada, se abren los vol¨²menes del amor que no traiciona, el de sir Isaac Newton. Y por el abierto ventanal vemos brillar las estrellas, aparentemente ingr¨¢vidas pero racionalmente graves, muy graves... ?Chiss, salgamos sin hacer ruido, la marquesa estudia! Buenas noches, ?milie.
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