Vindicaci¨®n del bel¨¦n
Hubo un tiempo en que los pap¨¢s, con el pretexto de que sus ni?os disfrutaran del m¨¢gico atrezzo de una geograf¨ªa llena de r¨ªos de papel de plata, valles y mesetas, grutas y establos, animalillos varios y pastores al cuidado de ovejas, o portando humildes presentes, sacaban a paseo al ni?o que todos llevamos dentro y constru¨ªan un bel¨¦n en casa por cuyos caminos discurr¨ªa una estrella se?alando la ruta de los magos de Oriente. Con independencia de que la historia que aquella escenificaci¨®n describ¨ªa fuera la del nacimiento del Hijo de Dios, los peque?os disfrutaban con el retablillo de la Navidad que el bel¨¦n supon¨ªa, una especie de peque?o teatro en el que las figurillas populares daban vida a un mundo de actividades diversas. Luego, adem¨¢s de las luces que iluminaban los caser¨ªos, vinieron los motores que hac¨ªan posible el agua natural en el poblado o daban movimiento a las figuras, ya representaran a un viejo con su serrucho o a un labrador con su azada.
Pero montar un bel¨¦n en una casa era a veces montar un cirio, y las casas se iban quedando peque?as y la falta de tiempo de la vida moderna fue relevando a los padres de sus afanes en estas artes manuales del belenismo. Fue entonces cuando un pino con bolas de colores se constituy¨® en la aportaci¨®n for¨¢nea para la comodidad de la evocaci¨®n navide?a y un anciano extranjero con barba blanca, primer enviado de la globalizaci¨®n, se situ¨® junto al pino. Esta nueva iconograf¨ªa de la Navidad, apoyada por las multinacionales y el gran mercado, vino a sustituir en muchas casas la ausencia del bel¨¦n. Hizo las delicias de los cosmopaletos, que acompa?aban su decoraci¨®n festiva de ramajes de pl¨¢stico y hasta de coronas que por estos predios s¨®lo hab¨ªan servido hasta entonces para honrar a los muertos. No faltaba, adem¨¢s, quien viera en ello una especie de sustituci¨®n laicista de una rancia tradici¨®n cat¨®lica, sin tener en cuenta que se trataba de Santa Claus, obispo al fin y al cabo, y que sustituir la iconograf¨ªa cat¨®lica por la protestante pod¨ªa ser, simplemente, una cuesti¨®n de gusto, no siempre del mejor, y no menos ni m¨¢s devota la una que la otra. Lo cierto fue que, como para defender una opci¨®n frente a otra, un espa?ol necesita siempre de una cofrad¨ªa, aqu¨ª se organizaron las del ¨¢rbol y las del bel¨¦n para crear una incompatibilidad inexistente o emplearse en falsas comparaciones. Nada tiene que ver un arbolito mono, como no sea el precio que su tala procura en nuestros montes, con el teatrillo popular que el bel¨¦n constituye.
Pero los giros de la moda no tardar¨ªan en recuperarnos el bel¨¦n, aunque m¨¢s que en las casas, que tambi¨¦n pero menos, en los espacios p¨²blicos. Instituciones, vecinos, empresas o asociaciones presentan ahora grandes belenes p¨²blicos. Madrid los tiene muy notorios, pero ya en el XVIII ten¨ªa uno muy bueno en su Palacio Real. Y all¨ª sigue. En realidad, ya los ten¨ªa antes, pero reservados a la contemplaci¨®n de los nobles y a los de vida contemplativa, y hasta que Carlos III no se trajo consigo las bell¨ªsimas figuras napolitanas para disfrutar con sus belenes, como un buen pap¨¢ con su pr¨ªncipe, un madrile?o del com¨²n no pod¨ªa gozar de tal privilegio. Luego el ni?o alteza, que lleg¨® a ser Carlos IV, tuvo igual afici¨®n a los belenes y colm¨® el suyo de figuras y exotismos. All¨ª se puede ver a Mar¨ªa y a Jos¨¦ con su peque?o Jes¨²s, delante de las ruinas de un templo, sacados de su covacha tradicional, o a unos jaraneros napolitanos celebrando el nacimiento a su manera, lo cual demuestra que, si bien un bel¨¦n no puede eludir su b¨¢sico argumento, cambia los guiones a capricho para ofrecer distintas representaciones. Toda una oportunidad del imaginario popular para enriquecer esta hermosa tradici¨®n. Y, teniendo Espa?a tan horrendas tradiciones ante las que mostrar no s¨®lo desd¨¦n o reproche, sino rechazo radical, no se entiende f¨¢cilmente a los que, invocando una falsa posici¨®n laicista, rechazan el bel¨¦n en los espacios p¨²blicos. Como si fuera cosa de catequistas o beatas o como si Carlos III hubiera montado el suyo por ser devoto del Ni?o Jes¨²s.
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