Una naci¨®n sin di¨¢logo
En dos ocasiones en menos de cuatro meses, el general Ra¨²l Castro, que en julio asumi¨® interinamente los poderes cedidos por su hermano mayor, ha hecho p¨²blico su deseo de dialogar con el Gobierno estadounidense. "Queremos reafirmar nuestra disposici¨®n de resolver en la mesa de negociaciones el diferendo prolongado entre Estados Unidos y Cuba", dijo el general hace pocos d¨ªas en La Habana, en medio de un desfile de tropas, armamentos y civiles con banderitas.
Como manifestaci¨®n de cordura no est¨¢ mal. Pero hay un di¨¢logo previo, mucho m¨¢s importante y perentorio, que el r¨¦gimen castrista ha rechazado siempre y soslaya ahora: el que debe haber entre todos los cubanos, gobernantes y gobernados, para resolver el diferendo nacional entre autoritarismo y libertad, entre autocracia y democracia. Un di¨¢logo que puede determinar, incluso, cambios radicales en la pol¨ªtica de Washington hacia la isla.
Es indudable que las p¨¦simas relaciones entre Estados Unidos y Cuba, que duran m¨¢s de cuarenta a?os y tienen el embargo como invitado de piedra, son parte del problema cubano. Pero no son la parte principal del problema. Son un factor ex¨®geno derivado del factor interno, que es el b¨¢sico y que no es otro que el sistema estalinista implantado en la isla desde hace casi medio siglo -durante el apogeo de la guerra fr¨ªa- bajo los auspicios de la difunta Uni¨®n Sovi¨¦tica.
Un r¨¦gimen pol¨ªtico se define como dictadura cuando proscribe el di¨¢logo social, y Cuba, con un adalid incuestionable, un partido ¨²nico, una econom¨ªa centralizada, una prensa monocorde, un Parlamento un¨¢nime, una judicatura cautiva, una polic¨ªa omnipresente y una oposici¨®n amordazada, es una naci¨®n sin di¨¢logo desde 1959. Desde ese a?o, en la sociedad cubana impera en solitario el mon¨®logo dictado por el l¨ªder y repetido por la ¨¦lite del poder omn¨ªmodo e inm¨®vil al que todav¨ªa se sigue llamando revoluci¨®n. Recuerdo que en su ¨²ltimo viaje a M¨¦xico, el poeta Rafael Alberti dijo que ¨¦l detestaba la muerte y que le gustar¨ªa que la gente se muriera hablando, palabras ante las cuales pens¨¦ con murria y zozobra que en Cuba s¨®lo una persona morir¨ªa como quer¨ªa Alberti y que las dem¨¢s est¨¢bamos condenadas a morir oyendo.
Los dirigentes castristas jam¨¢s han aceptado debatir nada seriamente, ni en p¨²blico ni en privado, con sus cr¨ªticos nacionales, cuya legitimidad como ciudadanos e interlocutores han negado de manera sistem¨¢tica, acus¨¢ndolos de traici¨®n, de venderse al imperialismo, etc¨¦tera. En la Cuba comunista, entre los dirigentes y los disidentes siempre aparecen interpuestos los interrogadores de la Seguridad del Estado y los jueces de los tribunales revolucionarios. (Mientras el general Ra¨²l Castro propon¨ªa a los norteamericanos que se sentaran con ¨¦l a una mesa de negociaciones, ingresaban en prisi¨®n, uno en Santa Clara y otro en La Habana, otros dos periodistas independientes -Raymundo Perdig¨®n Brito y Ahmed Rodr¨ªguez Albacia-, es decir, dos impertinentes incitadores del prohibido debate nacional).
En mayo de 1991, una decena de intelectuales cubanos suscribimos un manifiesto en el que ped¨ªamos, entre otras cosas, que el Partido Comunista y el Gobierno escucharan las opiniones y sugerencias de la oposici¨®n interna acerca de los problemas del pa¨ªs. El momento era singularmente complejo porque comenzaba el llamado Periodo Especial, o sea, la crisis econ¨®mica en que se abism¨® la isla al derrumbarse el campo socialista europeo, con el que Cuba manten¨ªa casi todo su comercio exterior y del que recib¨ªa el petr¨®leo y otros productos de primera necesidad. Las autoridades reaccionaron ante nuestro reclamo seg¨²n su costumbre: su prensa (la ¨²nica), que por supuesto no public¨® el manifiesto, nos cubri¨® de injurias y nos llam¨® "c¨®mplices de una operaci¨®n enemiga", y su burocracia nos represali¨® de diversas maneras. A la postre, todos los que firmamos el manifiesto tuvimos que exiliarnos. Algunos, antes del exilio, conocieron el despido laboral y la c¨¢rcel.
Es cuando menos una curiosa paradoja que el segundo jefe hist¨®rico y actual dirigente m¨¢ximo de un r¨¦gimen tan nacionalista, tan altivo en la valoraci¨®n de su soberan¨ªa y tan orgulloso de su independencia, prefiera entenderse primero con los norteamericanos, sus m¨¢s encarnizados enemigos, que con los opositores internos, que son pac¨ªficos, dialogantes y, casualmente, cubanos.
Considero, no obstante, que es un gesto positivo que el general regente se muestre dispuesto a limar asperezas con los vecinos del norte, pero es recomendable -y as¨ª se lo han sugerido desde Washington- que antes cumpla con algunas obligaciones dom¨¦sticas, lo que le asegurar¨ªa un m¨¢s r¨¢pido entendimiento con ellos. Para empezar, deber¨¢ poner en la calle, cuanto antes, a los trescientos y tantos presos pol¨ªticos que languidecen en las c¨¢rceles de la isla. Y ser¨ªa estupendo que se acordara de que Cuba es signataria de la Declaraci¨®n Universal de los Derechos del Hombre y honrara ese compromiso.
Pero me temo que, de momento, no har¨¢ nada de eso. ?stas y otras medidas de car¨¢cter pol¨ªtico ser¨¢n las ¨²ltimas que decrete el general, y lo har¨¢ cuando no le quede m¨¢s remedio para prolongar su estancia en el poder. Antes, con el mismo prop¨®sito, introducir¨¢ reformas econ¨®micas menores encaminadas a aliviar las duras condiciones de vida que la revoluci¨®n ha impuesto a los cubanos durante m¨¢s de cuatro d¨¦cadas.
Por ahora, m¨¢s mon¨®logo y polic¨ªas.
Manuel D¨ªaz Mart¨ªnez, poeta y periodista cubano, es director de la revista Encuentro de la cultura cubana.
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