Cuento de Navidad
Vivimos en un mundo que celebra la novedad y privilegia sus manifestaciones, en un presente que se vive y describe como esencialmente innovador. Nada lo atestigua mejor que la ret¨®rica navide?a y el conjunto de disposiciones con las que adornamos estas fiestas: expectativas, promesas y deseos apuntan hacia un horizonte renovado. Esa ilusi¨®n explica tambi¨¦n la especial atracci¨®n del consumo en estas fechas e incluso los sue?os que sostienen el rito colectivo de la loter¨ªa.
La Navidad es natividad, nuevo comienzo, celebraci¨®n de la inocencia y el estreno. Esta epifan¨ªa del inicio tiene lugar en una cultura donde, pese a la histeria de la innovaci¨®n, reina lo secundario, lo no inmediato: compramos lo que no hemos producido, se vende lo que no se ha inventado, comemos lo que no hemos cazado, hacemos turismo en lugares que no hemos explorado, usamos instrumentos que no hemos inventado; casi nadie tiene experiencia directa del mundo cuando se trabaja en cadenas de montaje o se manejan artefactos cuyo funcionamiento se desconoce; todo es, en el fondo, elaborado y conservado, de segunda mano. La nostalgia de lo inmediato, ajena a otro tipo de sociedades, solo puede surgir con tanta intensidad en una que a?ora las experiencias de primera mano. As¨ª lo reflejaba aquella novela de ciencia ficci¨®n en la que Jean Claude Dunyac describe la biblioteca mundial como un lugar tan saturado que su director se dedica a no conservar m¨¢s que los textos que aportan una idea original, tritura lo in¨²til y aterroriza a los escritores para disuadirles de escribir. La cultura tiene un aire de redundancia y contra ello nos rebelamos ritualmente en ocasiones se?aladas, es decir, cuando toca de acuerdo con el calendario establecido.
La liturgia de la novedad y la esperanza se destaca sobre un fondo de radical desconfianza. Dec¨ªa Dostoievski en Los endemoniados que "todo el mundo espera", lo que parece contradecir nuestros sentimientos m¨¢s arraigados que nos inclinan a no esperar casi nada. La omnipresencia del principio de precauci¨®n indica que no tenemos con el futuro una relaci¨®n amigable. La llegada de cualquier novedad viene siempre acompa?ada por la sombra del temor y situamos instintivamente lo nuevo en la frontera con lo monstruoso. Los avances de la t¨¦cnica suscitan, de manera casi autom¨¢tica, su inversi¨®n negativa. La innovaci¨®n viene imaginariamente asociada a la precariedad, la destrucci¨®n, la perplejidad y el control. La prevenci¨®n ha triunfado sobre el riesgo en las leyes, en la ciencia y en la guerra.
La ret¨®rica de la innovaci¨®n se despliega en un momento de crisis de la utop¨ªa. Nunca estuvo una sociedad tan profundamente convencida de que no hay nada nuevo bajo el sol. En el fondo sabemos que todo se repite, incluida la Navidad, que no hace sino escenificar una novedad fingida. La sociedad es convocada por el futuro, pero al mismo tiempo parece confiar muy poco en ¨¦l. Esta desconfianza se pone de manifiesto en una sutil orientaci¨®n hacia el pasado de nuestras innovaciones en el ¨¢mbito de la moda, la reposici¨®n de determinados estilos, las tendencias que recuperan algo del pasado, los pron¨®sticos que anuncian la vuelta de algo (los setenta, el marxismo, la novela g¨®tica, el conservadurismo...). Parece como si lo nuevo que se busca con insistencia no fuera sino lo viejo que retorna c¨ªclicamente. La innovaci¨®n responde cada vez m¨¢s al esp¨ªritu de la nostalgia.
En el otro extremo, tiene lugar lo que Hermann L¨¹bbe ha denominado "la paradoja de la vanguardia": el deseo program¨¢tico de lo nuevo, el establecimiento de la orientaci¨®n hacia el futuro como la norma cultural, fortalece de hecho la musealizaci¨®n y el clasicismo. Este inevitable destino de toda vanguardia no hace referencia ¨²nicamente a las artes, sino tambi¨¦n a los ciclos acelerados de producci¨®n, a la moda y a los "esp¨ªritus de los tiempos". Pocas cosas hay m¨¢s de ayer que lo de hoy, m¨¢s d¨®ciles que la cr¨ªtica, menos transformadoras que la agitaci¨®n, m¨¢s antiguas que lo moderno, m¨¢s caducas que la actualidad, m¨¢s deprimentes que la euforia. Es lo que pasa cuando la novedad es concebida enf¨¢ticamente, desde la expectativa de que irrumpa finalmente algo tras lo que no pueda darse ya nada nuevo, de modo que esa novedad definitiva domine sobre todo el porvenir. El futuro ser¨ªa entendido entonces como mero despliegue del presente conquistado, del mismo modo que en un mundo tradicional el presente era entendido como la mera prolongaci¨®n del pasado. A eso lo ha llamado Boris Groys "conservadurismo del futuro": el futuro es entendido como pensaban el pasado las sociedades tradicionales, a saber, como algo arm¨®nico, definitivo e inmodificable. Por eso algunas ideolog¨ªas innovadoras adoptaron posiciones extremadamente conservadoras en cuanto llegaron al poder: porque entend¨ªan que ya no era posible nada nuevo.
La novedad es siempre ocasional y escasa. Lo ilustra muy bien el hecho de que el romanticismo, la revuelta o el management est¨¦n llenos de clich¨¦s. La originalidad declarada suele ser de lo m¨¢s mon¨®tono, del mismo modo que la trasgresi¨®n resulta generalmente de una creatividad pobre y tiende a estandarizarse: a lo largo de la historia se repite una y otra vez el gesto de ruptura, al que no sigue nada que no sea previsible. Innovar de verdad es una tarea dif¨ªcil, que no surge autom¨¢ticamente del olvido de la cultura anterior, ni interrumpiendo lo vigente.
La invocaci¨®n de lo nuevo no lo convierte sin m¨¢s en realidad efectiva. La innovaci¨®n sigue siendo un acontecimiento imponderable. No hay estrategias que aseguren la creatividad. Si algo es verdaderamente nuevo no puede, por definici¨®n, producirse intencionalmente. La novedad planificada o esperada no es una verdadera novedad. La l¨®gica de la cultura ense?a que nadie puede predeterminar el modo como una novedad va a ser recibida, interpretada o valorada, ni siquiera si va a ser calificada como tal. Todos los dise?os para provocar la innovaci¨®n chocan con ese car¨¢cter azaroso del ingenio. Cabe hacer muchas cosas para favorecer las condiciones de la innovaci¨®n, pero si ¨¦sta acontece nos resultar¨¢ sorprendente. Lo verdaderamente nuevo diferir¨¢ de lo que hab¨ªamos imaginado como tal.
Aqu¨ª radica la diferencia entre esperanza y expectativa. La novedad que nos cabe esperar implica siempre una cierta ruptura de las expectativas. Por eso la esperanza tiene muy poco que ver con el optimismo, que no es m¨¢s que un estado de ¨¢nimo para facilitar la consecuci¨®n de lo que dese¨¢bamos. Pero la esperanza es otra disposici¨®n, gracias a la cual estamos abiertos a una sorpresa superior a nuestros deseos. Si hay motivos para mantener la esperanza es precisamente porque esa diferencia se nos hace patente de vez en cuando y la historia sigue siendo, pese a nuestra banalidad habitual, fuente de sorpresas. De no ser as¨ª, tendr¨ªa raz¨®n Nietzsche cuando afirma que no hacemos otra cosa que simular el asombro al encontrar en las cosas lo que previamente hab¨ªamos escondido en ellas. Tambi¨¦n en Navidad hay que distinguir el relato sobre la novedad, el nacimiento de las cosas nuevas, de lo que no es m¨¢s que un puro cuento acerca de la novedad, la misma historia.
Daniel Innerarity es profesor titular de Filosof¨ªa en la Universidad de Zaragoza.
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