Otro coste industrial
Traducir en Espa?a es morir porque en las cuentas de muchas editoriales la traducci¨®n forma parte del coste industrial, como el papel o la tinta. Tal es la consideraci¨®n que el dif¨ªcil arte de la traducci¨®n merece a muchos de mis colegas editores. Yo colgu¨¦ los b¨¢rtulos de traductor hace 18 a?os, y como editor que he sido desde entonces jam¨¢s me he arrepentido de haber defendido los derechos de los traductores en mi ¨²ltimo a?o de aquella profesi¨®n.
En el 87, a Manuel Serrat y a m¨ª, miembros de la Colegial de Escritores y Traductores, nos dio la vena sindicalista, y, aprovechando que la reci¨¦n aprobada LPI hablaba del traductor como autor de su traducci¨®n, nos pusimos a negociar con los editores. Acordamos que habr¨ªa contrato para cada traducci¨®n. Y se pact¨® una mejora del tanto alzado que el traductor cobraba por holandesa. Pero, sobre todo, logramos establecer que esa cantidad fuese considerada en el contrato como anticipo a cuenta de los derechos de autor generados por la traducci¨®n. Cuando el libro traducido alcanzara cifras de venta elevadas, el canon (que pactamos en torno al uno o uno y medio por ciento) terminar¨ªa generando en alguna ocasi¨®n unos devengos que compensar¨ªan la insuficiente tarifa por p¨¢gina.
La primera jugarreta de los editores fue rebajar el canon a cifras vejatorias, y eso alcanza cosas como el 0,05%, que constituye un verdadero fraude de ley. La segunda, negarse a considerar la posible retroactividad de la aplicaci¨®n de la ley. Antes del 87, el traductor no firmaba nunca contrato por sus traducciones, y as¨ª, adem¨¢s de cobrar como ahora un tanto alzado irrisorio, perd¨ªa todo derecho sobre su trabajo. Hoy en d¨ªa los editores siguen mayoritariamente vendiendo esas traducciones para colecciones de bolsillo, ediciones club o de quiosco, etc¨¦tera, obteniendo un beneficio limpio sobre inversiones amortizadas hace 20 y m¨¢s a?os, de las que el traductor no tiene no ya participaci¨®n econ¨®mica sino ni siquiera notificaci¨®n.
La ¨²ltima mala pasada que los editores les han hecho a los traductores ha sido la aplicaci¨®n de sistemas digitales para contar palabras. Al parecer, los editores ignoran que la unidad de traducci¨®n literaria es la frase, que hay frases que lleva un d¨ªa entero traducir, sobre todo si son de Coetzee o Nabokov.
Enrique Murillo fue traductor desde 1976 hasta 1988
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