Elevaci¨®n, elegancia, entusiasmo
Entre diciembre de 1944 y febrero de 1945, Thomas Mann escribe su famoso cap¨ªtulo XXV de Doctor Faustus, el encuentro alucinado del m¨²sico Adrian Leverk¨¹hn con, se dir¨ªa, Mefist¨®feles. Allanando el terreno para conquistar un alma, Mefist¨®feles define al artista mediocre: "Un hombre de mundo (no del todo vulgar) y despu¨¦s, nada. Vivir¨¢ quej¨¢ndose (...) hasta que un d¨ªa se quede sordo y af¨®nico, y as¨ª, con una palabra esc¨¦ptica en los labios, ir¨¢ arrastr¨¢ndose algunos a?os; y despu¨¦s... nada. Todo eso no tiene ning¨²n valor. No hubo nunca iluminaci¨®n, elevaci¨®n, entusiasmo...". Al fin, Mefist¨®feles entrega a su devoto la inspiraci¨®n dodecaf¨®nica (all¨¢ cada cual), Mann publica uno de los m¨¢s interesantes fracasos de la novela del siglo XX y, al poco, se gana los ataques de Sch?nberg, el aut¨¦ntico padre del dodecafonismo, quien acusa al monumento viviente de la literatura germana de apropiarse de sus hallazgos, de convertirle en una de sus ficciones. Ante el ataque, Mann hace alguna concesi¨®n, pero acaba irrit¨¢ndose y, el 17 de febrero de 1948, dirige una carta al m¨²sico con otra de esas frases ¨¢ureas a las que se ve¨ªa destinado: "Qui¨¦n es el creador de la denominada t¨¦cnica dodeca-f¨®nica es algo que hoy d¨ªa sabe cualquier negrito".
En Coltrane se oye, entre otros sonidos, la inseguridad de todo gran creador
Louis Armstrong dec¨ªa que cada solo cuenta una historia
Justo 20 a?os despu¨¦s de que Mann concibiera en Faustus el colapso de la cultura y la civilizaci¨®n alemanas, otro m¨²sico graba un disco titulado A love supreme. En la carpeta del ¨¢lbum, escribe una ofrenda. ?stos son los ¨²ltimos versos: "Gracias, Dios. Elevaci¨®n-elegancia-entusiasmo. Todo por Dios. Gracias, Dios. Am¨¦n". El m¨²sico es John Coltrane y morir¨¢ tres a?os despu¨¦s, en plena encrucijada creativa, pero de ning¨²n modo sordo y af¨®nico, o con una palabra esc¨¦ptica en los labios. Ten¨ªa 40 a?os, los mismos que ahora se conmemoran de su fallecimiento.
Establezcamos dos paralelismos a partir de la coincidencia entre elevaciones, iluminaciones, elegancias y entusiasmos: uno demasiado t¨®pico, pero no falso, y otro m¨¢s arriesgado. Empecemos por el segundo, que es m¨¢s sabroso. Todo lo que falla en la novela de Mann es sintom¨¢tico del colapso que pretende explicar, que no contar. Desde su misma concepci¨®n, Doctor Faustus es un artificio demasiado seguro de las ideas que transmite. Nada fluye, todo es mec¨¢nico, se enemista a cada paso con la esencia imaginativa del relato; no hay vida, ni la m¨²sica de la vida -dodecaf¨®nica o no- ni la vida de un m¨²sico. Adrian Leverk¨¹hn es una alegor¨ªa rob¨®tica, no un personaje. En una p¨¢gina de El malogrado, de Bernhard, otra novela de colapsos y m¨²sicos, hay m¨¢s iluminaci¨®n, elegancia y entusiasmo que en todo el Doctor Faustus, aunque el autor austriaco haga mucho por disimularlo, o quiz¨¢ por ello. Porque Bernhard, a diferencia de Mann, no s¨®lo sabe de qu¨¦ habla; tambi¨¦n ha aprendido una lecci¨®n. Y ¨¦se es el quid del asunto. El pie para el paralelismo f¨¢cil, pero verdadero.
A lo largo del siglo XX, en las cumbres de la alta cultura, y s¨®lo aliment¨¢ndose de ella y de su espejismo, la m¨²sica contempor¨¢nea se encierra en un laberinto cuyas ¨²nicas salidas son, en el orden que se quiera establecer, el kitsch, el esnobismo, el puro desaf¨ªo cerebral (que no intelectual), los auditorios vac¨ªos y una m¨²sica que cae en el absurdo de anhelar una explicaci¨®n y no un goce. Entretanto, y por seguir el t¨®pico, desde los burdeles de Nueva Orleans -en toda el ¨¢rea de influencia del Caribe, de hecho- se elabora y proyecta un arte que, desde lo popular, lo vulgar incluso, fue super¨¢ndose por la voluntad misma de sus autores. As¨ª, mientras las bombas caen sobre Berl¨ªn y Salzburgo, en el Minton's Playhouse de Harlem nace una nueva ¨¦lite lanzada a cualquier desaf¨ªo art¨ªstico. Al margen de f¨¢ciles leyendas biogr¨¢ficas, lo cierto es que, a partir de entonces, una serie de m¨²sicos de jazz tomaron conciencia del valor de sus creaciones. La verdadera comuni¨®n con un p¨²blico amplio -tres generaciones de m¨²sicos en activo y una industria discogr¨¢fica resuelta a ganar dinero- no llegar¨ªa hasta el periodo 1955-1965. Esos ¨²ltimos a?os culminaron en el mito, primero, y luego, en la santidad -hay una iglesia dedicada a su culto- de John William Coltrane.
En aquel tiempo, sin la distorsi¨®n salvaje de la propaganda, los m¨²sicos de jazz que alcanzaban prestigio y el favor de un p¨²blico resultaban la punta del iceberg de un oficio duro, intenso y tumultuoso. S¨®lo era reconocida la suma de talento m¨¢ximo, ambici¨®n y capacidad de trabajo. En ese panorama, John Coltrane lo tuvo dif¨ªcil para alcanzar la idea de Coltrane. Durante la mayor parte de su carrera, el m¨²sico de Carolina del Norte estuvo muchas veces a punto de ser "aquel saxo en el disco de Fulano", un dato de eruditos que se olvida con el tiempo. Por decirlo de otro modo, no hubo una limpia flecha biogr¨¢fica en su carrera. Ese dif¨ªcil y fatigoso equilibrio en la cuerda floja, y una capacidad de superaci¨®n y logro que aument¨® de modo exponencial con los a?os, permanece en su m¨²sica como lo hace el dominio absoluto del camino recorrido: conocer de punta a cabo todas las canciones de la m¨²sica popular americana, saber acompa?ar, el concepto de grupo, asimilar de lo alto y de lo bajo, de lo propio y de lo ajeno. Porque Coltrane toc¨® en bandas de rhythm and blues, en orquestas mayores y menores, y no fue hasta la llamada de Miles Davis cuando pas¨® a formar parte -y nunca se sab¨ªa- de los elegidos. Desde ese momento, un diluvio de temas y ¨¢lbumes para la posteridad. En su enumeraci¨®n, siempre corta, desecho la evoluci¨®n trascendente de cierta Historia de la M¨²sica (la trampa en que cay¨® la alta cultura) y me acojo a la verdad y al logro de esa m¨²sica: Kind of blue, Tenor madness, Trinke tinkle, In a sentimental mood, My one and only love, Blue train, Giant steps, A love supreme...
Louis Armstrong dec¨ªa que cada solo cuenta una historia. Se refer¨ªa a un relato estrictamente musical, desligado de conceptos y de im¨¢genes, pero a un relato vivo, inspirado. En Coltrane -como en la prosodia de Faulkner, dicho sea de paso- se oye la hipn¨®tica y algo hist¨¦rica voz de los predicadores como se oyen los trucos de la m¨²sica de baile y, desde luego, la inseguridad de todo gran creador, que lleva una carga, sin duda, pero la proyecta, fresca y dura como su magn¨ªfico arte, con elegancia, elevaci¨®n y entusiasmo. Con dicha. Ahora.
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