El tabaco y el profesor Arribas
Ah! ?Pero t¨² todav¨ªa fumas?
-Pues? S¨ª.
El profesor Arribas fuma. El profesor Arribas es bueno. No un h¨¦roe, ni un santo, ni un m¨¢rtir, pero s¨ª una persona buena en el mejor sentido de la palabra. O sea, que tonto no es, y por lo dem¨¢s, siguiendo a don Antonio, acude a su trabajo y con su dinero paga todo cuanto necesita. Incluido lo que don Benito defini¨®, por la usurera pero inmortal boca de Francisco Torquemada, como "el inofensivo placer del tabaco".
-?Ah! ?Pero t¨² todav¨ªa no lo has dejado?
-Pues? No.
Entre Machado y Gald¨®s, a medio camino entre la dignidad del trabajador autosuficiente y la austeridad forzosa del avaro que no se consiente a s¨ª mismo otro placer que el de su codicia, el profesor Arribas sigue fumando. Y aunque le ahorra las citas literarias a quienes se interesan por su condici¨®n, su actitud est¨¢ tan alejada de la enajenaci¨®n de los suicidas como de la provocaci¨®n irresponsable de los gallos de corral. El profesor Arribas fuma, porque le gusta fumar.
-Pues te voy a decir una cosa. A un cu?ado de mi hermana?
-Ya, ya.
El profesor Arribas no fuma por molestar ni por hacer da?o a los dem¨¢s. De hecho, cuando la ley entr¨® en vigor, calcul¨® que iba a sufrir mucho m¨¢s de lo que est¨¢ sufriendo en realidad. Una comida entera sin fumar, se dijo, qu¨¦ horror? Y no, por fortuna no ha sido as¨ª. Se ha acostumbrado a comer, y a celebrar reuniones, y a viajar, y a hacer muchas otras cosas sin encender un pitillo. Supone que, en ese sentido, la ley le ha favorecido, pero no se lo agradece. Para conquistar su gratitud, la ley deber¨ªa haber eliminado de su vida a todos los comensales, colegas y conocidos insoportables que, despu¨¦s de haberle impuesto el desagradable peaje de su compa?¨ªa, parecen incapaces de dejarle fumar en paz cuando atraviesan con ¨¦l la frontera de la calle.
-Pues te voy a contar otra cosa. Un se?or que yo conozco?
-Ya, ya.
Si ¨¦l se dedicara a quebrantar la norma, se dice, ser¨ªa distinto. Si no fuera una persona sensata, capaz de comprender y de acatar las exigencias que impone el respeto a los dem¨¢s, tal vez se lo merecer¨ªa. Pero ¨¦l es bueno, que no tonto, y s¨®lo fuma donde puede hacerlo, y donde no, se aguanta, o se sale a la calle para no molestar a nadie. ?Por qu¨¦, entonces, tiene que aguantar esto una vez, y otra, y otra, y otra m¨¢s?
-La verdad es que no lo entiendo, porque de otra persona no me extra?ar¨ªa tanto, pero t¨², que eres un hombre culto, inteligente, responsable, bien informado? ?C¨®mo es posible que t¨² sigas fumando?
Su torturador m¨¢s pertinaz de esta noche es un hombre de mediana edad, mediano criterio, mediano prestigio, mediano entendimiento, que s¨®lo estar¨ªa de acuerdo con la primera de estas median¨ªas. Por lo dem¨¢s, tiene un concepto muy elevado de s¨ª mismo, y el profesor Arribas lo sabe sin necesidad de descifrar la sonrisa de prohombre, amplia, casi maciza, que en este instante le ofrecen sus labios.
-Pues?
Mientras tanto, finge meditar una respuesta. De algo hay que morirse, ensaya en silencio, sin despegar los labios. Luego est¨¢ tambi¨¦n lo de la inconcebible hipocres¨ªa del Estado, que limita el uso de un producto cuyo monopolio no s¨®lo retiene, sino tambi¨¦n grava en una proporci¨®n exagerada, de manera que la tan cacareada defensa de la salud p¨²blica no termine de interponerse en los intereses de la hacienda igual de p¨²blica. Si es un veneno, que lo proh¨ªban en lugar de venderlo ellos mismos, vuelve a probar, y tampoco se anima a decirlo en voz alta. Existe una raz¨®n m¨¢s, pero nunca la confesar¨ªa, ni siquiera delante de uno de sus m¨¢s directos inspiradores. Por eso sonr¨ªe, fuma, vuelve a sonre¨ªr.
-No s¨¦ -dice al final-. La verdad es que me gusta fumar.
-?Y nada m¨¢s?
El profesor Arribas se encoge de hombros, fuma, sonr¨ªe. Hace fr¨ªo en la calle, y el grupo de los asistentes a esa cena a la que no le quedaba m¨¢s remedio que ir aunque no le apeteciera nada, y que ha colmado generosamente sus peores expectativas, se disuelve muy deprisa. A una velocidad adecuada para que ¨¦l no tenga que romperse la cabeza.
-Nada m¨¢s -dice, mientras besa a una chica gorda y simp¨¢tica, que le cae muy bien, pero, por desgracia, ha ido a sentarse en la otra punta de la mesa.
-Bueno, pues t¨² ver¨¢s?
Se despide de ¨¦l sin m¨¢s palabras y echa a andar por la ¨²nica calle que no ha elegido nadie m¨¢s. Cuando ha dado unos diez pasos, enciende otro pitillo, fuma, sonr¨ªe. No lo dejo, se dice, para no tener que parecerme a ti. Y sabe que no es un argumento, pero le hace compa?¨ªa.
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