Estado de delirio
La pol¨ªtica espa?ola resulta tan dif¨ªcil de explicar al extranjero porque est¨¢ toda entera contaminada de delirios, algunos de ellos tan difundidos, tan arraigados, que casi todo el mundo ya los confunde con la realidad. El delirio ha sustituido a la racionalidad o al sentido com¨²n en casi todos los discursos pol¨ªticos, y los personajes p¨²blicos atrapados en ¨¦l lo difunden entre la ciudadan¨ªa y se alimentan a su vez de los delirios verbales y escritos de unos medios informativos que en vez de informar alientan una incesante palabrer¨ªa opinativa. La actualidad no trata de las cosas que ocurren, sino de las palabras que dicen los pol¨ªticos, de los cuales no se conoce apenas otra cosa que sus exabruptos verbales. En ning¨²n pa¨ªs que yo conozca los titulares est¨¢n tan hechos casi exclusivamente de declaraciones entrecomilladas. El que llega de fuera se ve asaltado, nada m¨¢s subir al taxi en el aeropuerto, por un zumbido perpetuo de opinadores que someten a escrutinio las declaraciones y contradeclaraciones previamente enunciadas por los charlistas de la pol¨ªtica. Da la sensaci¨®n de haber entrado en un bar de barra pringosa en el que el humo de la palabrer¨ªa fuera m¨¢s denso que el del tabaco, y en el que un n¨²mero considerable de afirmaciones tajantes parece dictado por la ofuscaci¨®n de una copa matinal de co?ac.
El delirio contamina todos los saberes y con frecuencia termina por sustituirlos del todo. Hay una geograf¨ªa delirante, que se manifiesta, por ejemplo, en los textos escolares y en los mapas de las noticias sobre el tiempo, y en virtud de la cual cada comunidad aut¨®noma es una isla rodeada de un gran espacio en blanco y sin nombre o se dilata para abarcar territorios so?ados. Casi cualquier delirio es un delirio de grandeza. El Pa¨ªs Vasco abarca en los mapas Navarra y una parte de Francia: Catalu?a se extiende hacia el norte y a lo largo del Levante y por las islas del Mediterr¨¢neo, en un ejercicio de megaloman¨ªa geogr¨¢fica que se parece bastante al de los reinos que don Quijote imaginaba que conquistar¨ªa con su bravura de caballero andante. Galicia se agranda por las anchuras atl¨¢nticas de la lusofon¨ªa y por los confines de niebla de los reinos celtas. Y no quiero pensar qu¨¦ ocurrir¨¢ cuando los cerebros pol¨ªticos de mi tierra natal descubran por azar alg¨²n libro en el que se muestre que hubo una ¨¦poca en la que el territorio de Al-Andalus cubri¨® casi entera la pen¨ªnsula Ib¨¦rica y una parte del norte de ?frica.
La geograf¨ªa fant¨¢stica se corresponde con el delirio ling¨¹¨ªstico: en esos mundos virtuales el espa?ol es un idioma molesto y residual que s¨®lo hablan guardias civiles, emigrantes y criadas, y que por lo tanto no merece m¨¢s de dos horas de ense?anza semanal en las escuelas, aparte de comentarios despectivos sobre su rusticidad y su pat¨¦tico provincianismo. Al fin y al cabo s¨®lo se habla en tres continentes. Cuando no hay modo de prescindir de este idioma al parecer extranjero que sin embargo es el ¨²nico de verdad com¨²n de toda la ciudadan¨ªa, se le desfigura en lo posible con una ortograf¨ªa delirante, que debe de ser un enigma para la inmensa mayor¨ªa de los cientos de millones de hablantes que lo tienen como propio. Y cuando los jerarcas de tales patrias viajan por el mundo se convencen a s¨ª mismos en su delirio de que hablan ingl¨¦s, para no rebajarse a la indignidad de hablar espa?ol: pero con raras excepciones hablan ingl¨¦s tan mal y con un acento espa?ol tan inconfundible que s¨®lo los entienden los espa?oles diseminados entre el p¨²blico, que constituyen, por otra parte, la mayor¨ªa de ¨¦ste. Los dignatarios -da igual el partido o el territorio al que pertenezcan- cultivan un delirio grandioso de pol¨ªtica internacional, y viajan por el mundo con s¨¦quitos m¨¢s propios de s¨¢trapas que de gobernantes democr¨¢ticos, con jefes de prensa y de protocolo, con asesores, con periodistas, con fot¨®grafo de corte y c¨¢maras de televisi¨®n, incluso con pensadores ¨¢ulicos, en alg¨²n caso muy selecto. Se alojan en los mejores hoteles y gastan el dinero p¨²blico con una magnanimidad de jeques petrol¨ªferos. Viajan con el pasaporte de un pa¨ªs cuya existencia niegan y utilizan los servicios diplom¨¢ticos y consulares de un Estado al que no se consideran vinculados por ninguna obligaci¨®n de lealtad, y aseguran que el motivo de tales viajes es la promoci¨®n internacional de sus respectivas patrias, provincias, principados, o reinos: obtienen, es verdad, una gran cobertura medi¨¢tica, si bien no en los peri¨®dicos del pa¨ªs que han visitado, sino en los de la comunidad o comarca de origen, en la que todo el mundo parece aceptar sin sospecha el delirio de los resultados provechosos del viaje, as¨ª como la cuantiosa inversi¨®n necesaria para que sus excelencias celebren en Nueva York o en Melbourne una mariscada suculenta de la que habr¨ªan disfrutado lo mismo sin marcharse tan lejos, o hagan unas declaraciones a la televisi¨®n auton¨®mica o al diario local a seis mil kil¨®metros de distancia.
El delirio afecta lo mismo al pasado que al presente, por no hablar del porvenir. Jovenzuelos malcriados que disfrutan de uno de los niveles de vida m¨¢s altos del mundo se adornan de un corte de pelo carcelario y de un pa?uelo palestino y se imaginan que participan en una intifada o en un mot¨ªn kurdo o irland¨¦s quemando los cajeros autom¨¢ticos de sus opulentas instituciones
bancarias y los autobuses de un servicio municipal de transportes lujosamente subvencionado, sin correr m¨¢s peligro que el de un siempre desagradable enfriamiento despu¨¦s de la carrera delante de los paternales polic¨ªas. En la escuela les han ense?ado geograf¨ªa fant¨¢stica y una historia mitol¨®gica inspirada en folletines truculentos del siglo XIX. Los tebeos de Ast¨¦rix y las columnas de astrolog¨ªa de las revistas del coraz¨®n son m¨¢s rigurosos que la mayor parte de sus libros de texto, pero tienen efectos menos t¨®xicos sobre las conciencias.
El delirio no s¨®lo determina las historias que se cuentan en la escuela. Una editorial de prestigio le encarga a un escritor un libro sobre la ca¨ªda de Barcelona al final de la guerra. Al escritor no le cuesta confirmar lo que sabe o sab¨ªa todo el mundo: que las tropas de Franco fueron recibidas en Barcelona por una muchedumbre entusiasta -ya observ¨® Napole¨®n que en cualquier gran ciudad hay siempre cien mil personas dispuestas a vitorear a quien sea- y que en el ej¨¦rcito vencedor y entre la nueva clase dirigente hab¨ªa un n¨²mero considerable de catalanes. Al escritor le dicen que el libro no puede publicarse, sin embargo: no porque cuente mentiras, sino porque las verdades que cuenta no se ajustan al delirio oficial sobre el pasado, seg¨²n el cual la Guerra Civil espa?ola fue una guerra de Espa?a contra Catalu?a, y ning¨²n catal¨¢n fue c¨®mplice de los zafios invasores, igual que ning¨²n vasco llev¨® la boina roja de los requet¨¦s en el ej¨¦rcito de Franco.
El delirio niega la realidad pero puede tener efectos devastadores sobre ella. En Espa?a no queda nadie o casi nadie que simpatice de verdad con el fascismo o con el comunismo, y sin embargo se oye con frecuencia creciente que al adversario se le califica de facha o de rojo, con una insensatez verbal que hiela la sangre, y que revela una voluntad de ruptura de la concordia civil copiada de lo peor de los a?os treinta. Cuando a uno lo pueden llamar rojo por creer que el atentado del 11 de marzo lo cometieron terroristas isl¨¢micos o fascista por no eludir siempre la palabra "Espa?a" o defender la Constituci¨®n de 1978 est¨¢ claro que el debate pol¨ªtico ha ca¨ªdo en un extremo irreparable de delirio.
Por culpa del delirio de Jos¨¦ Mar¨ªa Aznar nos vimos involucrados en una guerra de Irak que ya era en s¨ª misma otro delirio y en la que no cont¨¢bamos militarmente para nada, pero que encon¨® el clima pol¨ªtico del pa¨ªs y nos hizo m¨¢s vulnerables a la amenaza del terrorismo integrista. Pose¨ªdo por un delirio en el que ya ver¨ªa a s¨ª mismo coronado por los laureles de la Paz, esa bella palabra, el actual presidente no consider¨® oportuno prestar atenci¨®n a los muchos indicios que ven¨ªan avisando de que su negociaci¨®n con los pistoleros y con los socios y beneficiarios de ¨¦stos no iba por buen camino. Tratar con g¨¢nsteres puede ser a veces tristemente necesario, pero conlleva el peligro de que los g¨¢nsteres tomen por blandura la benevolencia cautelosa del interlocutor y al menor contratiempo vuelquen la mesa de p¨®quer y se l¨ªen a tiros. Que los servicios secretos no hubieran advertido lo que se aproximaba no tiene mucho de extra?o, ya que tales servicios, casi en cualquier parte del mundo, se caracterizan por no enterarse de nada, contra lo que sugiere una extendida superstici¨®n literaria y cinematogr¨¢fica: lo asombroso es que nadie en el entorno presidencial leyera los peri¨®dicos. La insolencia creciente de las hordas v¨¢ndalas del norte, las cartas de chantaje y amenaza, los robos de pistolas y de explosivos, el descaro con que los terroristas presos amenazaban de muerte a los magistrados que los juzgaban (ante el apocado retraimiento, por cierto, de los polic¨ªas encargados de reducirlos, quiz¨¢s temerosos de provocarles una luxaci¨®n si les pon¨ªan las esposas desconsideradamente): es incre¨ªble la cantidad de cosas que uno puede no ver cuando se empe?a en cerrar los ojos.
Tambi¨¦n es llamativa la complacencia con que tantas personas de izquierda han resuelto en los ¨²ltimos a?os abolir toda actitud que no sea de inquebrantable adhesi¨®n al Gobierno. He le¨ªdo textos conmovidos sobre la felicidad de estar "al lado de mi presidente", y escuch¨¦ hace poco en la radio a un entusiasta que llevaba su fervor hasta un extremo de marcialidad, asegurando que ¨¦l, en estas circunstancias, se pon¨ªa "detr¨¢s de nuestro capit¨¢n, en primer tiempo de saludo", tal vez no el tipo de incondicionalidad m¨¢s adecuado para el primer ministro de una democracia. Quiz¨¢s uno, como va cumpliendo a?os -enfermedad pol¨ªtica que denunciaba hace poco en estas mismas p¨¢ginas Suso de Toro, a quien cabe suponer venturosamente libre de ella- conserva el recuerdo de otra ¨¦poca en la que las personas de izquierdas pod¨ªamos ser muy cr¨ªticas y hasta en ocasiones hostiles hacia otro gobierno socialista, o por lo menos no incondicionales hasta la genuflexi¨®n, hasta las l¨¢grimas. No digo que no haya motivos para oponerse a una deplorable Oposici¨®n, avinagrada y sombr¨ªa, que no parece capaz de desprenderse de su propio delirio de conspiraciones, y en la que todo el talento de sus dirigentes da la impresi¨®n de estar puesto al servicio, sin duda generoso, de favorecer a sus adversarios. Lo que me sorprende es este nuevo concepto de la rebeld¨ªa y de disidencia, que consiste en rebelarse contra los que no est¨¢n en el poder y en disentir de casi todo salvo de las doctrinas y las directrices oficiales. El delirio perfecto, sin duda: disfrutar de todas las ventajas de lo establecido imaginando confortablemente que uno vuelve a vivir en una rejuvenecedora rebeld¨ªa, inconformista y a la vez enchufado, obsequioso con el que manda y sin remordimientos de conciencia, gritando las viejas y queridas consignas, como si el tiempo no hubiera pasado, en la zona VIP de las manifestaciones, enaltecido a estas alturas de la edad por una c¨¢psula de Viagra ideol¨®gica.
Antonio Mu?oz Molina es escritor.
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