Un hijo de la Edad de Plata
La ¨²ltima vez que vi a Claudio Guill¨¦n, no hace ni dos semanas, le ped¨ª lo mismo que le ped¨ªa casi siempre, que escribiera unas memorias. ?l sonre¨ªa y hac¨ªa un gesto con la mano, como de educada dilaci¨®n, como sugiriendo tambi¨¦n que un libro de memorias implica un egocentrismo excesivo, un dar demasiada importancia a la propia vida. Quiz¨¢s esta vez tambi¨¦n pens¨® que aunque se lo propusiera ya no le quedar¨ªa tiempo.
En los ¨²ltimos a?os la enfermedad lo hab¨ªa vuelto m¨¢s delgado y m¨¢s fr¨¢gil -a ¨¦l, que tuvo una corpulencia desenvuelta y en¨¦rgica de profesor norteamericano-, pero ni su cordialidad ni su elegancia hab¨ªan disminuido, ni tampoco su aire de atenci¨®n jovial hacia el mundo. Estuvimos hablando de Nabokov, de Joseph Conrad, de Dickens, de T. S. Eliot, de la desoladora actualidad pol¨ªtica espa?ola, de los temibles integrismos religiosos norteamericanos. Recordaba a Humbert Humbert, a Lolita, al pobre profesor Pnin, con el mismo afecto lejano con el que invocaba al propio Nabokov, a quien conoci¨® al volver de la guerra en Europa en casa de su padre, en Wellesley College, donde Nabokov y Jorge Guill¨¦n eran profesores y se hab¨ªan hecho amigos. Hab¨ªa jugado al tenis con Nabokov, me dijo, y le hab¨ªa ganado, y al recordar aquel triunfo volv¨ªa a re¨ªrse, como para descartar una nostalgia que nunca parec¨ªa ensombrecerle la vida.
La solidez y anchura de su formaci¨®n no son concebibles ya entre nosotros
Estaba ¨ªntimamente orgulloso de su origen pero ni se envanec¨ªa de ¨¦l ni alimentaba ninguna forma de resentimiento. En sus ensayos se encuentran de vez en cuando evocaciones dispersas de aquella Espa?a luminosa de la infancia que se perdi¨® con la guerra civil ("...un amigo de la familia llamado Federico, que se pasaba por casa, tocaba el piano y nos hac¨ªa re¨ªr"). Las grandes sombras de su padre y de aquella generaci¨®n ¨²nica de la literatura y la historia espa?olas junto a las que hab¨ªa crecido no lo abrumaban, aunque agradec¨ªa la buena fortuna de haberse educado en su ejemplo.
M¨¢s que una desgracia, el exilio fue para ¨¦l la oportunidad de enriquecer su vida con nuevos idiomas y pa¨ªses diversos, y de seguir aprendiendo con los mejores maestros que en aquellos a?os pod¨ªan encontrarse en el mundo, los desterrados europeos que ense?aban en las grandes universidades norteamericanas. A los 19 a?os se alist¨® en el Ej¨¦rcito de la Francia Libre y con ¨¦l particip¨® en la haza?a de la liberaci¨®n de Europa, que en alguna parte recuerda a toda velocidad y sin ninguna ¨¦pica: "Volv¨ª a mis estudios despu¨¦s sin vacilaci¨®n, con las tremendas ganas y la capacidad de trabajo que infunde el haberle visto la cara a la guerra y con ella la podredumbre de la vida militar".
Uno hubiera querido saber muchos m¨¢s detalles, pero en la manera de escribir de Claudio Guill¨¦n, como en su manera de moverse, hab¨ªa una impaciencia de pasar cuanto antes a otra cosa, y esos espacios en blanco de su biograf¨ªa ya no podremos llenarlos. Se mov¨ªa a grandes zancadas por el mundo y por las amplitudes de la literatura universal, y saltaba de un idioma a otro tan ¨¢gilmente como del destierro de Ovidio al de Dostoievski. En el ambiente familiar y en el de sus profesores universitarios hab¨ªa adquirido una formaci¨®n de una solidez y una anchura que entre nosotros ya no son concebibles, pero ten¨ªa una idea v¨ªvida e inmediata de la literatura, y se le notaba mucho que la raz¨®n principal por la que la estudiaba era la felicidad que obten¨ªa de ella. Lo que escribi¨® de uno de sus maestros m¨¢s queridos, Pedro Salinas, podr¨ªa haberlo escrito tambi¨¦n de s¨ª mismo: "Don Pedro mostraba y viv¨ªa la cultura no como saber o deber, sino como ejercicio del entendimiento -como dec¨ªan los cl¨¢sicos- y de la sensibilidad".
A los 82 a?os -una edad que uno, en el fondo, no pod¨ªa asociar a Claudio Guill¨¦n-, la lectura segu¨ªa siendo para ¨¦l la misma afici¨®n apasionada que descubri¨® en la infancia: "Una costumbre, una necesidad, es m¨¢s, una adicci¨®n, o aun m¨¢s, una dimensi¨®n primordial del vivir". Le¨ªa en sus lenguas originales los mayores monumentos de la tradici¨®n literaria, pero tambi¨¦n prest¨® una atenci¨®n exigente y generosa a lo que se estaba escribiendo ahora mismo. Al cabo de tantas vidas, de tantos exilios y regresos, se hab¨ªa acomodado a una Espa?a que ya no se parec¨ªa nada a la de su infancia, y la observaba con algo de perplejidad y bastante iron¨ªa, con la distancia de quien ha estado lejos demasiado tiempo como para volver del todo alguna vez.
?ltimamente escrib¨ªa aforismos, que seguramente satisfac¨ªan su gusto por la precisi¨®n y la velocidad. Recuerdo uno de ellos: "Contra Primo de Rivera viv¨ªamos mejor". Algunas im¨¢genes de lo m¨¢s resplandeciente y lo m¨¢s sombr¨ªo del siglo pasado se han ido para siempre con ¨¦l. Una tarde de invierno, en Nueva York, a principios de los a?os sesenta, entr¨® en un bar en penumbra a tomarse algo, y vio a su lado a una mujer rubia y espl¨¦ndida que beb¨ªa tristemente a solas, y a la que no se atrevi¨® a dirigirle la palabra. Era Marilyn Monroe.
Babelia
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