El monstruo de Frankenstein
Quiere la tradici¨®n pitag¨®rica que cada criatura tenga, hoy o en el futuro, algo de toda otra criatura; a lo largo del tiempo, cada hombre ser¨¢ S¨®crates, ser¨¢ Napole¨®n, ser¨¢ un an¨®nimo rostro entrevisto en un banal centro de refugiados. Nadie encarna mejor este antiguo ideal griego que la criatura nacida (por as¨ª decirlo) "una triste noche de noviembre" de fines del siglo XVIII en la ciudad de Ingolstadt, en Alemania. No tiene nombre. Nace ya adulto, compuesto de una variedad de miembros y ¨®rganos de origen diverso, elegidos por sus atl¨¦ticas proporciones y su belleza cl¨¢sica, en la sala de disecci¨®n de la universidad y tambi¨¦n en los s¨®tanos de la morgue. El resultado, como su creador confiesa, no es lo esperado: el conjunto de trozos humanos, una vez alentado de vida, no retiene la perfecci¨®n de cada una de las partes. "Su piel amarilla apenas cubr¨ªa el armaz¨®n de m¨²sculos y arterias subyacentes; su pelo era lacio, de un negro brillante; su dentadura pose¨ªa la blancura de las perlas; pero estas exuberantes cualidades s¨®lo exacerbaban el horrible contraste con los acuosos ojos, cuyo deste?ido color era casi id¨¦ntico al de los blancos huecos en los que hab¨ªan sido injertados, y con la tez marchita y los rectos labios negros".
M¨¢s de un siglo despu¨¦s de que Mary Shelley diera al monstruo estos rasgos temibles, Hollywood los censur¨® o exacerb¨® gracias a la inventiva mano del maquillador Charlie Pearce, trabajando sobre el rostro, ya enorme, de Boris Karloff (rostro tan grande que, al decir de Chesterton, si hubiese sido siquiera ¨ªnfimamente m¨¢s grande, hubiera sido imposible).
El Monstruo creado por el doctor Victor Frankenstein es (nadie lo niega, ni siquiera su propio padre) de una intolerable fealdad. Verlo aterra, y ante el terror que provoca, el Monstruo ataca o se defiende. S¨®lo puede convivir con los seres humanos a condici¨®n de no ser visto. Puede aprender c¨®mo viven los hombres porque el anciano que lo acoge es ciego; puede aprender lecciones de historia universal en Las ruinas del imperio de Volney porque el joven suizo que lee en voz alta el grandilocuente volumen, no sabe que el Monstruo est¨¢ all¨ª, oculto junto a su ventana. Cuando los otros lo descubren, lo persiguen para matarlo, sin preocuparse por saber si es bueno o malvado. El Monstruo es la v¨ªctima modelo: inocente y calumniado, azuzado hasta obligarlo a la violencia. Como toda v¨ªctima, quiere saber por qu¨¦ es odiado. No ha sido ¨¦l el responsable de su presencia en el mundo, como lo dice uno de los ep¨ªgrafes de la novela, tomado del Para¨ªso perdido de Milton: "?Acaso te ped¨ª, Creador, que de mi arcilla / Me hicieses hombre? ?Acaso te rogu¨¦ / Que de la oscuridad me ascendieses?". Fruto de la ambici¨®n (o la descuidada invenci¨®n) de otro, el Monstruo comparte su dura suerte con la de Ad¨¢n, es decir, con la de todos nosotros. Sin embargo, a pesar de su sufrimiento, no quiere morir. "La vida", le dice a su creador, "aunque s¨®lo sea una acumulaci¨®n de angustias, me es preciosa". Y agrega, para explicar su conducta: "Yo era amable y bondadoso; la miseria me convirti¨® en demonio. Hazme feliz, y otra vez ser¨¦ virtuoso".
Le propone al doctor Frankenstein un trato: que ¨¦ste le fabrique una compa?era a su medida y los dos desaparecer¨¢n para siempre en las selvas de la Am¨¦rica del Sur. (Nota para lectores suramericanos: Pobre Monstruo. ?Cu¨¢l de nuestros pa¨ªses habr¨ªa elegido para buscar una vida feliz? ?El Paraguay de Stroessner? ?El Chile de Pinochet? ?La Argentina de Videla?) A pesar de Hollywood y del director James Whale, que propusieron a Elsa Lanchester como la monstruosa compa?era ideal, en la versi¨®n de Shelley el doctor reh¨²sa la propuesta y, tras una larga y dolorosa persecuci¨®n a trav¨¦s del norte de Europa, el Monstruo acaba perdi¨¦ndose m¨¢s all¨¢ del Polo Norte, en las heladas planicies del Canad¨¢ septentrional. Sin que Shelley lo mencione, este ¨²ltimo destino conviene perfectamente al Monstruo ya que el Canad¨¢ es, en la geograf¨ªa imaginaria del mundo, una p¨¢gina en blanco en la cual pueden inscribirse los sue?os y pesadillas de la humanidad. Cuenta la leyenda que, cuando los primeros exploradores espa?oles desembarcaron en la costa oeste de la Columbia Brit¨¢nica, exclamaron: "?Ac¨¢ nada!", d¨¢ndole as¨ª su nombre al pa¨ªs.
El ap¨®stol Santiago, en su Ep¨ªstola Universal (I:23-24), compara a quien oye la palabra divina y no la pone en obra, con el hombre que se mira en un espejo y luego no recuerda qui¨¦n es. "Porque ¨¦l se consider¨® a s¨ª mismo, y se fue; y luego se olvid¨® qu¨¦ tal era". Hecho de tantos hombres, el Monstruo del doctor Frankenstein es, en parte al menos, nuestro espejo, reflejo de aquello que no queremos o no nos atrevemos a recordar. Quiz¨¢ por eso da miedo.
Babelia
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