A vueltas con la naci¨®n
Canad¨¢ vivi¨® hace unas semanas un animado debate en torno al reconocimiento de Quebec como naci¨®n, provocado por Michael Ignatieff en el seno de la contienda por el liderazgo del Partido Liberal. Finalmente, fue derrotado por el padre de la pol¨ªtica de la claridad, el ex ministro St¨¦phane Dion. Con su propuesta, Ignatieff pretend¨ªa garantizarse el apoyo de los compromisarios de Quebec y abrir la v¨ªa a una recuperaci¨®n del voto liberal en la Belle Province, condici¨®n indispensable, seg¨²n muchos analistas, para que los liberales puedan recuperar el Gobierno federal. El Bloque qu¨¦b¨¦cois -marca electoral del soberanismo en las elecciones federales- no desaprovech¨® la oportunidad: inmediatamente present¨® una pregunta parlamentaria, requiriendo la opini¨®n del primer ministro Stephen Harper sobre esta cuesti¨®n y la transform¨® en una moci¨®n en la que se propon¨ªa el reconocimiento de Quebec como naci¨®n. Una enmienda a?adi¨® el inciso final "actualmente en el seno de Canad¨¢". Los soberanistas lograban as¨ª situar el debate en el coraz¨®n de las instituciones federales.
Stephen Harper, acuciado por el gran debate originado en la opini¨®n p¨²blica y por sus efectos en el electorado de Quebec, que contribuy¨® de forma importante a su victoria electoral, eludi¨® una maniobra puramente defensiva, presentando una moci¨®n en la que propon¨ªa a la C¨¢mara de los Comunes que "reconozca que las quebequesas y quebequeses forman una naci¨®n dentro de un Canad¨¢ unido". La moci¨®n concit¨® a su favor una aplastante mayor¨ªa: 265 votos a favor y 16 en contra. Simult¨¢neamente, la C¨¢mara rechazaba la moci¨®n del Bloque qu¨¦b¨¦cois por 48 votos a favor y 233 en contra. Los diputados soberanistas votaron afirmativamente ambas mociones, mientras que un peque?o grupo de diputados -expresi¨®n, por lo que parece, de un sector nada desde?able de la opini¨®n p¨²blica- no fue convencido de la inocuidad de la propuesta del primer ministro para la estabilidad federal.
En Espa?a el debate canadiense acerca del soberanismo ha tenido una indudable fortuna a trav¨¦s de los apologetas de las causas nacionalistas vasca y catalana, en defensa de una ineludible exigencia de aceptaci¨®n de las pretensiones soberanistas como condici¨®n de democracia. Desgraciada fortuna, pues un af¨¢n similar exig¨ªa manipular el proceso canadiense, con lo que perdimos la ocasi¨®n de una cabal interpretaci¨®n, en toda su extensi¨®n, de una experiencia de gran inter¨¦s.
Tambi¨¦n ahora se est¨¢n haciendo ya interpretaciones convenientes del reconocimiento de los quebequeses -que no de Quebec- como naci¨®n con la pretensi¨®n de dar una nueva lecci¨®n, que pondr¨ªa en evidencia la escasa solidez o profundidad de la democracia espa?ola.
Con la excepci¨®n obvia de los soberanistas, hay un gran consenso sobre lo desafortunado de la propuesta planteada por Ignatieff. El debate ha puesto de manifiesto que en la coincidencia sobre la utilizaci¨®n del t¨¦rmino naci¨®n se esconden dos concepciones radicalmente diferentes. Cuando un reconocimiento como el planteado en Canad¨¢ se hace desde las filas del federalismo, nunca sirve para lo que se pretende. S¨®lo desde la ingenuidad pol¨ªtica pueden esperar los federalistas que semejante reconocimiento permita la renuncia de los soberanistas a su concepci¨®n de naci¨®n -y a las, a su juicio, inexorables consecuencias de esa condici¨®n-, consolidando la unidad. Por el con
-trario, el riesgo de que sus efectos sean contrarios a lo pretendido es muy elevado, por mucho que s¨®lo desde la manipulaci¨®n de las intenciones de quienes apoyan un reconocimiento semejante puedan los promotores del soberanismo considerar, con ello, reforzadas sus pretensiones.
Los federalistas canadienses no han pecado de candor como, significativamente, han puesto de manifiesto Stephen Harper y el ahora l¨ªder de la oposici¨®n, St¨¦phane Dion. Harper afirm¨® ante la C¨¢mara que para los soberanistas el objeto del debate no era el reconocimiento de Quebec como naci¨®n, sobre lo que ya se hab¨ªa pronunciado (en 2003) la Assembl¨¦e Nationale de Quebec (Parlamento provincial), sino la secesi¨®n, porque "para ellos, naci¨®n significa separaci¨®n". Frente a ello, el primer ministro afirm¨® que la respuesta de los federalistas a un Quebec como naci¨®n independiente ser¨¢, ahora y siempre, negativa.
La breve, pero influyente, intervenci¨®n parlamentaria de St¨¦phane Dion fue a¨²n m¨¢s clarificadora, acusando a los l¨ªderes independentistas de "jugar a la confusi¨®n de las palabras para introducir la confusi¨®n en los esp¨ªritus", en relaci¨®n con los diferentes significados de la palabra naci¨®n y la instrumentalizaci¨®n de la moci¨®n federalista en par¨¢metros soberanistas. Tras defender la legitimidad de quienes se opon¨ªan a la moci¨®n desde convicciones federalistas, sin tener que arrostrar por ello la etiqueta de enemigos de Quebec, mostr¨® su escepticismo sobre este tipo de mociones y sus efectos y pidi¨® que no se les diese excesiva importancia ni se depositasen excesivas esperanzas en la eficacia de este tipo de estrategias para asegurar la unidad canadiense. Los federalistas nada ten¨ªan que ganar en este debate, pero era imprescindible no salir divididos, por lo que era necesario apoyar la moci¨®n. Para el l¨ªder liberal, la necesidad de mantener Canad¨¢ unido se impondr¨¢ en la medida en que los federalistas sean capaces de decir, sin triqui?uelas, que nada justifica la separaci¨®n de Quebec de Canad¨¢. "Si somos capaces de hacer esta afirmaci¨®n", continu¨®, "dejemos a los dirigentes separatistas que nos demuestren que estamos en un error. Dej¨¦mosles que convenzan a la gente de la conveniencia de hacer algo tan triste y radical como convertir a ciudadanos en extranjeros".
El debate ha tenido secuelas en la Assembl¨¦e Nationale de Quebec que han confirmado que el apoyo de los soberanistas a la moci¨®n presentada por el primer ministro no significa punto de encuentro. Finalmente, cuando el debate parec¨ªa ya irremediablemente empantanado, la Assembl¨¦e fue capaz de aprobar una moci¨®n reconociendo el car¨¢cter positivo de la declaraci¨®n del Parlamento federal. Pero la unanimidad lograda en su apoyo es un puro espejismo. El precio es reproducir el c¨ªrculo vicioso tradicional, que permite a cada parte seguir interpretando su contenido en t¨¦rminos antit¨¦ticos: la Assembl¨¦e proclama que la declaraci¨®n "no reduce en nada los derechos inalienables, los poderes constitucionales y los privilegios de la Asamblea Nacional y de la naci¨®n quebequesa". Un viaje tan largo, para encontrarnos, nuevamente, en el punto de partida.
Los elementos del debate canadiense son viejos conocidos nuestros. El observador espa?ol puede obtener, sin duda, muchas ense?anzas -entre otras, para nuestras escler¨®ticas Cortes Generales-; aunque algunas s¨®lo sirvan para confirmar lecciones que tendr¨ªa que tener aprendidas en su pa¨ªs. Un pa¨ªs, Espa?a, que, por sorprendente que pueda parecer a algunos, ha sido utilizado ?en Canad¨¢!, ante la opini¨®n p¨²blica, como ejemplo de reconocimiento de naciones dentro del Estado, "sin que Espa?a haya estallado". Tambi¨¦n ha sido utilizado el denostado art¨ªculo 2 de nuestra Constituci¨®n, que establece la existencia de nacionalidades, como ejemplo de reconocimiento constitucional de la diversidad nacional. ?Qui¨¦n nos lo iba a decir!
Stephen Harper afirm¨® ante la C¨¢mara que a lo largo de su historia los quebequeses han sabido distinguir siempre a "los profetas de la desgracia y a los verdaderos gu¨ªas de su destino". ?sta es, probablemente, una gran lecci¨®n; nosotros no podr¨ªamos hacer, con igual convicci¨®n, una afirmaci¨®n similar.
Alberto L¨®pez Basaguren es catedr¨¢tico de Derecho Constitucional de la Universidad del Pa¨ªs Vasco.
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