La mano agonizante, la justicia y el amor
Han pasado tres a?os, pero hay escenas, frases y momentos que quedan incrustados en alg¨²n lugar aparentemente ajeno al tiempo y a la erosi¨®n del calendario. La recuerdo como si todo hubiera ocurrido ayer. Ella lleg¨® andando muy deprisa, casi corriendo, con su abrigo corto y negro, sus medias de ret¨ªcula morada y sus zapatos de tacones demasiado altos para aquella hora de la ma?ana. Como si se hubiera arreglado para asistir a un acto de cierta formalidad, antes de que la brutal noticia modificara su plan. Al doblar la esquina de la parte trasera de la calle T¨¦llez, top¨® bruscamente con la gruesa cinta de control que bloqueaba la acera con su letrero: "Polic¨ªa. Prohibido el paso". Apenas a cincuenta metros de all¨ª, uno de los trenes destrozados en aquel tr¨¢gico 11 de marzo aparec¨ªa, reventado por dos explosiones, en la primera de las v¨ªas contiguas a la calle. Todos los presentes est¨¢bamos sobrecogidos por aquella proximidad.
Desconcertada por un momento, la reci¨¦n llegada fue a parar al ¨²nico hueco que hall¨® entre las personas que permanec¨ªamos ante la barrera policial, lo que la hizo detenerse a mi lado. Visiblemente contrariada por el obst¨¢culo, se dio la vuelta con intenci¨®n de retroceder. En aquel momento sent¨ª, con acierto o sin ¨¦l, la imperiosa necesidad de hablarle, y as¨ª lo hice. "Oiga. Si tiene usted un motivo serio para pasar m¨¢s all¨¢ de esa cinta, h¨¢galo. Pase, y expl¨ªquelo a la polic¨ªa. Probablemente se lo permitir¨¢n". Sorprendida por mi inesperada intromisi¨®n, se volvi¨® y me mir¨® fijamente. Su rostro tenso y alargado, de facciones angulosas y muy marcadas, aparec¨ªa crispado, casi desencajado. Calcul¨¦ que pod¨ªa tener unos treinta a?os, tal vez menos a¨²n.
Ante mi sugerencia, quiz¨¢ demasiado optimista, la joven desconocida respondi¨®: "He o¨ªdo por la radio que hay muchos muertos, y mucha gente malherida, tirada por el suelo, agonizando. S¨®lo quiero estar a su lado, cogerles la mano, decirles alguna palabra. S¨®lo eso. Darles un poco de calor. Apoyarles en esos momentos finales. Acompa?arles. Cogerles la mano", repiti¨®. Su voz, aunque clara, sonaba alterada por la emoci¨®n y por la carrera que la hab¨ªa llevado hasta all¨ª. "Lo intentar¨¦ por la esquina siguiente", dijo con decisi¨®n, y se alej¨® con rapidez.
Nunca volv¨ª a verla. Pero aquella imagen, aquel rostro, aquella respiraci¨®n agitada, aquella firme decisi¨®n sobre lo que ella ten¨ªa que hacer persistieron en mi mente, y persisten a¨²n. Ignoro si consigui¨® llegar hasta donde pretend¨ªa. Tal vez logr¨® introducirse en aquel dantesco escenario formado por las v¨ªctimas que yac¨ªan sobre las v¨ªas, entre un caos de cristales rotos, trozos de vag¨®n, v¨ªsceras y miembros humanos arrancados y brutalmente desparramados.
Dese¨¦, con todas mis fuerzas mentales, que aquella mujer lograra superar todas las barreras interpuestas entre ella y las v¨ªctimas destrozadas por las bombas. Dese¨¦ que tuviera tiempo de agacharse junto a algunas de ellas, de retirarles los pelos pegados a la cara ensangrentada, de murmurar unas palabras en esa intimidad ¨²ltima junto a unos o¨ªdos cada vez m¨¢s embotados, mirando muy de cerca a unos ojos cada vez m¨¢s extraviados y apretando c¨¢lidamente una mano cada vez m¨¢s r¨ªgida. Tal vez su rostro, el de aquella joven mujer, tal vez aquella cara p¨¢lida, tensa y crispada -tensa y crispada por el amor- fue la ¨²ltima imagen que alg¨²n moribundo, hombre o mujer, joven o anciano, pudo llegar a ver. Tal vez sus palabras, su mirada, sus caricias, su sonrisa, fueron el ¨²ltimo contacto con la vida que se iba, arrebatada por un designio criminal.
Dese¨¦ fervientemente que as¨ª fuera. Que lo lograra. Que pudiera cumplir su prop¨®sito de aportar aquel ¨²ltimo gramo de calor humano, por unos instantes -breves pero de suprema importancia- ejerciendo en ellos como la madre, la hija o la hermana, como la esposa o la amante que hubiera querido estar all¨ª, junto al ser querido y agonizante. Tal vez aquel rostro anguloso, aquellos ojos penetrantes, aquella voz joven y c¨¢lida, fueron el ¨²ltimo contacto con la vida, con el calor y el afecto, el ¨²ltimo h¨¢lito de ternura que todav¨ªa pudo penetrar en el cerebro y el ¨¢nimo de alguien a punto de hundirse en la oscuridad final.
Cogerles la mano. Decirles unas palabras. Dedicarles unas ¨²ltimas caricias. Todo m¨ªnimo, insignificante frente a la inmensa magnitud de una tragedia de casi 200 muertos y 1.500 heridos, con centenares de familias destrozadas y traumatizadas. Pero esa peque?ez, esa insignificancia, ese ¨¢tomo de solidaridad y de compasi¨®n es el que salva nuestra dignidad como especie, nuestra maltrecha dignidad como g¨¦nero humano capaz de perpetrar las acciones m¨¢s inhumanas.
Una sociedad civilizada, para defenderse eficazmente contra la barbarie criminal, necesita, entre otros requisitos indispensables, polic¨ªas, jueces, fiscales, c¨¢rceles, justicia, instituciones democr¨¢ticas firmes, serenas y resistentes. Pero tambi¨¦n necesita la inmensa solidaridad y el amor de unas manos como las de aquella mujer. Frente a la crueldad desalmada de los asesinos, que no nos falte el valor y la eficacia de la polic¨ªa, la firmeza de los jueces y los fiscales, la justicia de los tribunales, la inteligencia y determinaci¨®n de los pol¨ªticos, la solidez de las instituciones. Que no nos falte esa justicia sin odio y con el obligado rigor. Pero, junto a todos estos recursos tan necesarios y esas armas tan leg¨ªtimas, que no nos falte nunca el amor de esa mano, deseosa de estrechar la nuestra en ese momento de ¨²ltima y suprema soledad.
Prudencio Garc¨ªa es investigador y consultor del Instituto Ciencia y Sociedad.
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